Ayer fui espectador de una escena de dolor frecuente en la época actual. En una farmacia, una mujer de unos sesenta años se encontraba sentada en un taburete pidiendo a gritos una dosis de fármacos. Sollozaba y suplicaba en un tono verdaderamente trágico. Las personas que nos encontrábamos allí permanecíamos ajenas al espectáculo de su dolor, cada uno iba a lo suyo, cumpliendo estrictamente el guion prescrito vigente en este tiempo. La excepción era el empleado, que era insensible a la situación de la mujer, situando la conversación con la misma en el plano de lo racional-terapéutico, lo que excluía la perspectiva de la misma. Se trataba de una enferma cuyo tratamiento de larga duración incluye varios fármacos, cuyas dosis se encuentran rigurosamente determinadas en la novísima historia farmacéutica, que es el último episodio de modernización de la atención sanitaria.
El caso es que la mujer había consumido su ración de analgésicos o similares y pedía desesperadamente los medicamentos de la dosis siguiente a crédito. Sacaba su cartera y afirmaba que estaba dispuesta a pagarlos en su precio de mercado. Este acontecimiento muestra prístinamente varios elementos singulares de la época. La mendicidad de fármacos, convertidos en necesidades primarias, no sólo frente a patologías establecidas, sino también para aliviar los dolores y malestares de muchos enfermos sin solución terapéutica, al tiempo que la llegada del crédito a tan modernizado, tecnologizado y racionalizado sector sanitario.
Pero los argumentos supuestamente racionalizadores del empleado, basados en la administración de las dosis prescritas por la autoridad profesional, que descalificaban a la mujer como hiperconsumidora e incumplidora del tratamiento, eran sordos y ciegos al estado personal de esta paciente. Este estado negativo, causante de la crispación no era reconocido en su singularidad. En coherencia, la negativa a dialogar y la burla acompañada de una versión del “porqué no se calla”. De este modo la paciente era severamente descalificada, siendo ubicada en el cubo de la basura de los afectados por trastornos psicológicos.
Así se manifiesta la preponderancia sin contrapartidas de la visión del profesional, basada en la patología y el diagnóstico, que es aislada de la vida y del estado personal del paciente. Aquello que no es patología codificada y homologada es desplazado y marginado. De esta forma, se consolida una visión profesional de progreso optimista, que coordina a los médicos y farmacéuticos en las administraciones de los tratamientos, fundadas en un sistema de información que convierte a los pacientes en conjuntos de datos que se interpretan, homologan y etiquetan.
La visión profesional se impone como pensamiento único en su triunfal carrera hacia el objetivo de control de la enfermedad. Los etiquetados con patologías específicas son tratados con rigor técnico-clínico. Pero este enfoque es externo al creciente flujo de malestares que afectan a las vidas de los enfermos. Estos son el resultado de la combinación de factores ajenos a la asistencia. Se han debilitado las estructuras convivenciales para los mayores; también el tejido de vecindad de la antigua sociedad protectora; los medios de comunicación invaden las intimidades mediante un conjunto de imágenes, relatos y guiones que se sobreponen a lo que es posible en las vidas reales de muchos de los pacientes y las calidades de los consumos modifican el umbral de la tolerancia al dolor. El resultado es que un gran contingente se encuentra atrapado en su vida diaria entre la ficción mediática y la realidad.
De esta situación resulta la multiplicación de malestares, dolores, síntomas inespecíficos, síndromes y otras contingencias, cuya definición y tratamiento no son equivalentes al rigor de las patologías, los diagnósticos y los tratamientos, sobre los que se erigen las comunidades profesionales, la investigación y los infinitos bancos de datos. Los malestares varios que se hacen presentes en el día a día, reconfigurando la vida y haciéndola problemática, no se encuentran en las tarjetas sanitarias de última generación que portan tan sofisticados enfermos.
Sin embargo, la ausencia de reconocimiento específico de los malestares múltiples crecientes, genera una sociedad enferma, que Ivan Illich intuyó como efecto del desarrollo de las instituciones de la productividad, una de las cuales es precisamente la medicina moderna. Esta sociedad enferma, que adquiere la forma de una red de microsociedades que albergan contingentes de personas que comparten problemas, uno de cuyos factores son los diagnósticos, no está visibilizada en tanto que se encuentra más allá de los paradigmas vigentes, fundados en esquemas y premisas que modelan radicalmente las miradas, dejando en su exterior un excedente de lo no visto y no dicho. El caso que estoy comentando es claro.
En mis largos años de colaboración con el sistema sanitario he podido constatar la gran distorsión que acompaña a las ciencias de la salud pública, que construyen la realidad desde sus selectivos esquemas. Así, esta sociedad enferma, es descalificada por sus comportamientos considerados como atrasados, sin considerar sus prácticas y sus trashumancias por los distintos territorios de los sistemas (en plural) de la atención a la salud. Desde el sector público, todo es acumulado en el contenedor de la privada, lo cual implica una simplificación de gran envergadura.
Porque esa sociedad enferma de los malestares es atendida en una red de instituciones por la que transitan los flujos de problemas no tratados, en tanto que ajenos a las etiquetas diagnósticas. Las poblaciones portadoras de dolores, los encuadrados en enfermedades raras o sin tratamiento, los mal tratados en términos de diagnóstico y tratamiento, los que tienen enfermedades que se acompañan de efectos adversos, los discapacitados múltiples, los que son víctimas de la velocidad y la desestructuración social, que afecta a su equilibrio psicológico y aquellos que no aceptan que envejecer comporta un declive de ciertas capacidades. Estos contingentes son reforzados por los efectos de las patologías del hiperconsumo y por poblaciones con carencias cognitivas, afectivas y relacionales.
Este conjunto humano, que forma parte inseparable de la sociedad del bienestar, transita por una red de caminos que comunican el sistema de atención a la salud. Este no sólo es el sistema sanitario público o privado acreditado, sino que, junto a ellos, se extienden múltiples ramificaciones que conforman una densa red que estimula la trashumancia de los pacientes. Al igual que en la trashumancia del ganado, los pacientes tienen una localización principal, que es el sistema de atención que les corresponde. Pero junto a este, cuando tienen un problema no reconocido o resuelto, exploran por las vías pecuarias de los múltiples sistemas complementarios. Se configuran así como seres trashumantes, condición que no es reconocida desde el sistema de atención principal, que ignora los desplazamientos de sus propios pacientes, a los que visibiliza sólo en sus consultas y sistemas de información.
Así se configura una demanda sanitaria conformada por los públicos penalizados a los que he aludido. Esta demanda se funda en la esperanza que anima a los trashumantes de encontrar una solución mágica a su problema. Este componente de milagrería determina la expansión de un sector profesional de baja calidad técnica, cuyo objetivo es captar y mantener a los pacientes trashumantes, dispuestos a ensayar cualquier cosa que estimule su esperanza invirtiendo parte de sus recursos económicos. Es el lado oscuro de los mercados del dolor.
Porque en este vasto sector, que como muchos de los mercados desregulados, carece de cifras y reina el engaño y la chapuza asociados a la desprofesionalización. Pero su fundamento es el conjunto de malestares y carencias de grandes sectores sociales, junto a los vacíos de la asistencia basada en el diagnóstico y la información. Digo desprofesionalización, porque los pacientes trashumantes buscan una solución basada en un medicamento providencial, más que un servicio profesional, porque la trashumancia es fruto de la decepción en la asistencia. La verdad es que muchos esperan una salida basada en la química. No es casualidad que los transeúntes se congreguen ahora en las farmacias, que los reciben implementando programas múltiples.
La mujer aludida tiene varias patologías, todas diagnosticadas y tratadas. Para su médico, la cuestión fundamental es reequilibrar las medicaciones y vigilar mediante pruebas y revisiones sus indicadores patológicos. Aquí se cierra su campo de realidad. Cuando ella alude a dolores o malestares, sus quejas son tratadas con un estatuto de problema subordinado al del estado de la enfermedad. No son registradas ni definidas con rigor. Pero en la vida cotidiana de esta mujer, los malestares la limitan severamente y adquieren centralidad. Su larga enfermedad le ha hecho perder la perspectiva de la curación, asumiendo un comportamiento fatalista en la que sólo importa ahora. De ahí su adicción a los fármacos y su sordera a las definiciones profesionales.
Así se encuentra predispuesta a escuchar mensajes sobre terapias alternativas o soluciones mágicas a sus problemas no tratados. Lo que me gusta llamar como “complejo asistencial de segundo orden”, que es una versión modernizada del antaño delirio colectivo de Lourdes o Fátima, está ahí. En el mismo cada vez es más importante el producto -antes el agua milagrosa- que el profesional. Sus mensajes con sus amables semiologías proporcionan soluciones. Carlos Sobera promete el control del colesterol con una dosis diaria de Danacol, con independencia de los componentes de la ingesta total. La manipulación destinada para los públicos con carencias adquiere todo su esplendor.
Mientras tanto, en los mundos profesionales de la salud pública siguen haciendo cálculos y pronósticos sobre los censos de población, así como sobre la información resultante del sistema sanitario público, ignorando que este es la residencia estacional de los pacientes trashumantes por las vías pecuarias de tan intrincado sistema. No quiero acabar siendo negativo, por eso pienso sobre el valor económico asociado al invisible complejo asistencial de segundo orden, así como a los puestos de trabajo que genera. Esta es la visión dominante en esta época. Por eso no está mal visto este mercado perverso, porque crece continuamente, invitando a instalarse a la institución central del crédito, que siempre se presenta de la mano de la mendicidad, en este caso de medicamentos.
Juan, te conozco de un curso en la EASP hace años en mi "etapa de gestor". Sigo tu blog en cada entrada y lo miro esperando la siguiente. He de reconocer que para un médico es difícil leerte, no estamos acostumbrados a este lenguaje, pero con tiempo creo que obtengo la esencia de lo que dices.
ResponderEliminarHe incluido el enlace de las trashumancias de los pacientes en los comentarios a un curso que estamos realizando de manera virtual sobre la atención al paciente pluripatológico dentro de OPIMEC. Creo que la visión que das debemos de tenerla en la mente entre registros, clasificaciones y test estandarizados para catalogar a nuestros pacientes. Gracias por aportar esta visión.
Ajeno a esto me gustaría saber sí era tuyo, la memoria me falla, el concepto de generación.com que escuche en el curso que aludía al principio. Me lo ha recordado una entrada en el blog de Salvador Casado con el titulo de "los pupitas".
Un afectuoso saludo.
Rafael Bermejo.
Saludos cordiales Rafael. Gracias por tu comentario. Me alegra mucho saber que lees mis blog. Una de las sensaciones al escribir es la intuición de soledad. Me parece fundamental que haya varias versiones de la realidad. Eso nos enriquece a todos. Creo recordarte por tu fotografía.
ResponderEliminarRespecto a la generación.com por la que preguntas es de Jeremy Rifkin, de un texto suyo sobre posmodernidad.
Un afectuoso saludo