La OMS experimenta una extraña trayectoria que la convierte en un ejemplo clarificador del mundo que está naciendo desde los años ochenta. Uno de los rasgos del mismo es la conformación de unas élites que detentan una racionalidad excéntrica. La advertencia acerca de los peligros de las bombas que las industrias cárnicas lanzan sobre las poblaciones, con el consentimiento (des)informado de las mismas, ilustra el estado de extravío. Tras la crisis de las vacas locas, la carne reaparece, ahora en versión de las epidemiologías locas que sustentan las propuestas inquietantes, avaladas por tan misteriosa organización global.
La OMS es una organización en constante evolución, para adecuarse a los sucesivos contextos que se derivan de los procesos de transformación social. Desde los años ochenta el sistema-mundo se modifica sustancialmente, de modo que las corporaciones y empresas globales detentan el poder mediante su hegemonía sobre los estados. El resultado es la generación de un nuevo gobierno-mundo, en el que las viejas organizaciones globales, como la susodicha OMS, cogobiernan junto a la red de nuevas organizaciones al servicio de los intereses corporativos constituidos en el nuevo espacio-mundo. Esta red se fundamenta en las fundaciones, think tanks, organizaciones expertas, agencias especializadas, algunas ong y otras. La perfecta sincronización entre esta red y las empresas globales, los grupos mediáticos, así como sobre los estados reconstituidos, crean un conjunto que define un campo de gobierno cuyos límites nadie puede desbordar. La política estatal queda neutralizada y subordinada.
Este dispositivo global está determinado por los intereses económicos, basados en el sagrado precepto de crecer y extender los mercados. En coherencia con este, se constituyen autoridades sectoriales basadas en su fundamento técnico. En la nueva red interorganizativa global reinan los nuevos expertos en gobernabilidad, que definen lo que es posible y lo que excede a este realismo. La OMS ha experimentado un giro para adecuarse a este complejo global de intereses, poniendo a su servicio su supuesto potencial técnico avalado por su imagen de neutralidad.
En este marco de referencia cabe entender los sucesivos virajes de la OMS. Las antiguas tecnoburocracias profesionales que anidan en su seno, se han reconfigurado para adaptarse a las nuevas definiciones de salud, coherentes con la expansión del formidable dispositivo industrial de la salud, amplificado por un crecimiento exponencial de los consumos inmateriales derivados de la misma. Esta expansión coexiste con el estancamiento de la salud en una parte considerable de los territorios y poblaciones del sistema- mundo. El sobreconsumo sanitario coexiste con el infraconsumo en una asistencia sanitaria dual.
La gran expansión de los servicios sanitarios y la redefinición del valor salud para las poblaciones dotadas de recursos materiales, impulsa una medicalización desbocada, en la que la multiplicación de la prevención abre unos mercados susceptibles de crecer, en los que no se vislumbra el umbral de la saturación. De este modo, la nueva medicalización se apodera de toda la vida, transformándola en un campo de localización de sus productos y servicios. Pero la acción de esta venerable organización es muy selectiva respecto a las poblaciones destinatarias. Por eso he dicho al principio, que la OMS y sus locas epidemiologías combatían a las bombas de las carnes tratadas. Porque con relación a las bombas y las armas que producen víctimas, desplazamientos de grandes contingentes humanos y otras catástrofes, su discreto silencio y distanciamiento se encuentra dotado de una incuestionable elegancia.
La OMS se encuentra en un campo de realidad formado por la red interorganizativa global, que le confiere una posición desde la que ve, percibe y entiende el mundo. De este modo, la perspectiva global congruente con ese medio organizativo, se importa a todas sus actividades. El descentramiento de esta insípida tecnoburocracia es transferido a sus investigaciones. Así, las epidemiologías convencionales, son afectadas por el descentramiento, configurando las epidemiologías locas. Desancladas de muchas realidades, los investigadores entienden el mundo desde las relaciones con el complejo del crecimiento que termina por orientar las investigaciones y alterar los sentidos convencionales. El resultado es la conformación de un conjunto de investigadores extraviados, más relacionados con los grandes mercados sanitarios que con las poblaciones caracterizadas por sus carencias.
En este territorio del descentramiento y el extravío crece la idea medicalizada del estilo de vida. Tras el mismo se encuentra latente la idea de la eterna juventud de los consumidores opulentos que invierten sin límites en los bienes saludables que garanticen sus satisfacciones. De este modo, el cáncer se configura como la principal amenaza de las poblaciones inversoras en servicios de salud, constituyéndose en una prioridad imponderable. Así se genera un estado de movilización que genera una exigencia a los investigadores, de rango superior al de otras enfermedades fatales enraizadas en otros sectores sociales.
En este estado de expectación se producen los estudios amplificados mediáticamente. Un estudio dotado de recursos termina por aislar algunas variables que adquieren preponderancia en la situación del laboratorio de la investigación. Pero las enfermedades fatales que crecen, como el cáncer y otras, no pueden ser reducidas a dimensiones que pueden descomponerse en un ensayo. Por el contrario, son inseparables de las sociedades desarrolladas en su conjunto. La óptica estrecha de los estudios epidemiológicos huérfanos de las ciencias sociales, terminan por construir una solución dotada de simplicidad y carente de fundamentos. Las ciencias que nutren los mercados sanitarios sobresaturados, terminan por transferirles el falso supuesto de que existen soluciones unidimensionales que pueden ser administradas en recetas.
Así se constituyen las epidemiologías locas fundadas en los estudios producidos en el contexto de “la fábrica de estudios”, que termina por remitirse a sí misma, distanciándose de los contextos en los que viven las unidades muestrales. Estos descomponen el medio ambiente, la biología y el estilo de vida en variables susceptibles de modificación aislada. La OMS y las epidemiologías extraviadas terminan configurando una variante de lo que en este blog he denominado como “traficantes de decimales”. El tráfico de cifras contribuye a la pérdida de una visión global adecuada a la complejidad del mundo y los procesos en curso. Los traficantes de decimales de salud, insertos en el dispositivo global del crecimiento, trasfieren a la población mediante los altavoces mediáticos, una propuesta que atenta contra las racionalidades cotidianas. El formato mediático impulsa el desconcierto, en tanto que construye la comunicación mediante una simplificación monumental. El resultado es la difusión de un mensaje basado en ecuaciones simples como que comer carnes tratadas más de dos veces a la semana produce cáncer. Bien.
Del sumatorio de disparates de la OMS y sus compañeros de viaje extraviados resulta un cuestionamiento de la vida ordinaria de muchos millones de personas. Digo la vida y no el estilo de vida. Porque el estilo de vida es solo un constructo. Lo que se hace presente para las personas son sus verdaderas condiciones de vida, que para muchos se definen por sus carencias múltiples. Pero la vida es otra cosa que ese modelo denominado “estilo”. La vida es la relación entre gratificaciones y penas. Para lograr un balance favorable a las primeras es necesario desarrollar prácticas que aseguren las gratificaciones. En estas desempeñan un papel fundamental los sentidos, todos los sentidos.
Cualquier ser humano experimenta sensaciones estupendas mediante los cinco sentidos. La vista y el oído son selectivos y se relacionan con la educación y las posiciones sociales confortables que los educan, los desarrollan y les ofrecen posibilidades. De ahí resulta un diferencial en la intensidad de su disfrute. El olfato tiene un estatuto especial que dejaré en el margen de este texto. Pero el gusto y el tacto son los sentidos más universales. La comida, la bebida, el sexo y los mundos de la piel son los más accesibles y proporcionan muchas de las grandes gratificaciones que hacen que la vida merezca la pena.
Las epidemiologías locas, extraviadas en el laberinto global del tiempo presente, introducen una racionalización sin fundamento problematizando el gusto, que deviene en cálculo de probabilidades del tiempo de vida. Un sentido que representa tanto en la vida cotidiana y social como este, es insertado en un campo de análisis racionalizado y temporal. Así se cuestiona uno de los elementos de la vida, que es privado de su misterio. Todas las sociedades anteriores han comido lo que han inventado en el medio físico en que se encuentran. El gusto se ha formado en la infancia y siempre ha sido aproblemático hasta la llegada de las tecnocracias salubristas.
Pero lo más significativo de este episodio radica en que supone una regresión, en tanto que se difunde el miedo sin una alternativa, de modo que la propuesta es la abstención. En el caso del tacto, hace ya varias décadas, ocurrió lo contrario. El mensaje era “no te prives pero no te descuides”. Esta recomendación iba acompañada de los anticonceptivos, accesibles para las personas para las que el placer era factible y sencillo. No puedo olvidar la excepción de muchas poblaciones en el espacio-mundo, privadas material y socialmente en grado extremo. Pero ahora, esta tecnoburocracia de la OMS lanza su bomba informativa sobre la población, limitando el sentido del gusto, de modo que converge con las milenarias propuestas que entienden el mundo y la vida como un valle de lágrimas.
Porque la vida ordinaria, privada del gusto -que en mi entorno son las pizzas y las hamburguesas para los más jóvenes y los embutidos y el jamón para los mayores, siempre presentes en múltiples combinaciones y formas sociales de consumo- es una cosa diferente. La única opción razonable es sustituir esa sensación gustativa sublime por otras más acordes con un buen estado de salud. Pero las magias compartidas del tapeo, en el que las sartenes desempeñan un papel fundamental, son insustituibles. En mi caso, sólo hay una objeción muy importante. Así como he experimentado que es posible modificar la dieta haciéndola más saludable, pero manteniendo las sensaciones gustativas gratificantes, hay excepciones imposibles. La principal es el jamón. Este es el límite que no puede ser afectado por el miedo infundido por la nueva OMS y sus epidemiologías locas, ajenas a los sentidos de la vida buena, que no siempre es rigurosamente saludable.
jueves, 29 de octubre de 2015
domingo, 25 de octubre de 2015
DOSCIENTOS. MI VIDA CONMIGO Y CON LO QUE ME RODEA
Esta es la entrada doscientos. Como soy un socializado súbdito del sistema métrico decimal, me veo en la obligación de escribir un texto especial, como hice con la cien, en la que traté con el objeto-rey de la civilización vigente: el automóvil. He decidido hablar sobre mi vida. De ahí que utilice la metáfora de una de las películas de Isabel Coixet, Mi vida sin mí, para reivindicar justamente lo contrario, mi vida conmigo, lo vivido como territorio inseparable de mi persona, la imprescindible preponderancia de lo interior a lo exterior. Porque en el tiempo presente predomina la reconfiguración de lo interior por un exterior agresivo.
La referencia principal de este texto es el inevitable Ortega. Uno de sus viejos libros, tan queridos por mí, “El hombre y la gente”, que he releído varias veces en distintos momentos de mi vida, que se encuentra vivo en mi biblioteca, que tiene propiedades mágicas, en tanto que me aporta cosas nuevas en cada relectura, además de no necesitar de enchufes para usarlo y proporcionarme sensaciones agradables a mi tacto, y hasta mi olfato. En este libro afirma “Sólo es humano, en sentido estricto y primario lo que hago yo por mí mismo(…)que solo es propiamente humano en mí lo que pienso, quiero, siento y ejecuto con mi cuerpo, siendo yo el sujeto creador de ello (…)sólo es humano mi pensar si pienso algo por mi propia cuenta, percatándome de lo que significa. Solo es humano lo que al hacerlo lo hago porque para mí tiene un sentido, es decir, que lo entiendo (…) que mi humana vida que me pone en relación directa con cuanto me rodea…es por esencia, soledad” (P. 17-18).
En el tiempo presente, los seres humanos nos encontramos con lo que nos rodea, la sociedad total, con sus distintas estructuras, microsociedades y sistemas de comunicación, muy diferentes al pasado. Ahora lo externo es intrusivo, interfiere lo interior, dificulta el proceso de convertirse en humano en el sentido orteguiano, al tiempo que hace transparentes a los sujetos, inscritos en una sofisticada clasificación que incluye un número creciente de dimensiones, necesarias para configurarlos como blancos de las empresas de domesticación y los escultores de las almas. Así, ser humano y vivir la propia vida es un episodio cada vez más difícil. El gobierno de la época, que se instala en los territorios de lo vivido, tiene la pretensión de conducir a las personas de modo tan eficaz, que es preciso revisar todas las versiones de una cuestión tan fundamental como es la libertad. De este modo se configura una paradoja inquietante: la hiperestimulación, junto a la proliferación de las comunicaciones, termina minimizando el espacio íntimo, privado de un tiempo reposado de reflexión. Así se configura la carencia de vida interior acompañada de la velocidad en las comunicaciones. De ahí que la sentencia de Coixet, mi vida sin mí, sea tan frecuente en tan avanzada sociedad y adquiera la carta de naturaleza de un veredicto de nuestro tiempo.
Desde hace muchos años me defino a mí mismo como un náufrago. Es decir, como un ser viviente que se encuentra en un medio líquido que me limita severamente, en tanto que siempre tengo que adaptarme a él. Por eso he aprendido a vivir en este medio adverso. En tanto que lo líquido adquiere la forma de velocidad y aceleración después del primer gran accidente, narrado por Paul Virilio, he aprendido a fugarme provisionalmente para reapropiarme de una parte de mi vida. En este tiempo liberado reina la serenidad; el bienestar reducido a su expresión más simple y sobria; la práctica de los sentidos, de todos los sentidos; el silencio que me permite pensar, sentir y estimular mi imaginación y mi fantasía, así como gozar de las pequeñas cosas de la vida.
En este islote de mi vida se encuentra vigente la desprogramación de mis entornos, el distanciamiento del implacable ruido, la suspensión crítica de los estímulos múltiples, la negación de lo social-coercitivo imperante en este tiempo - que comparece en los guiones producidos en las fábricas de las necesidades, las carreras profesionales y las vidas requeridas-. Pero, sobre todo, en este territorio puedo negar el terrible imperativo de la época, que es el precepto de asumir la mejora continua en todas las esferas. No, eso no. Aquí radica el núcleo del vaciamiento existencial, la conversión en un productor eterno de méritos, así como la aceptación de la domesticación de la vida.
Sí, mi vida está llena de pequeños paréntesis, que conquisto todos los días, no en los fines de semana, tal y como hacen los desdichados súbditos de la vida entendida como sumatorio de excelencias renovables. En estos intervalos de paréntesis puedo descansar de la tiranía de lo nuevo y recupera mi espesor personal, que se niega a ser sometido a moldes y cuantificaciones generadas por las instituciones de la conducción. Los tiempos de calma me permiten establecer una barrera a los flujos de imágenes, sonidos y narrativas que me cercan. La cuestión estriba en saber escapar y volver, para no ser afectado por los sucesivos huracanes de las modas, las tecnologías de poder, el marketing, la publicidad y la vida laboral caníbal.
Confieso que he hecho un arte de la fuga para desembarcar en mis paréntesis cotidianos. Los paseos silenciosos con mi perra entre árboles, en los que reina la calma y el juego, constituyen la grandeza de la vida diaria. Así me libero de las tiranías de las homologaciones derivadas de los medios de comunicación, así como de la hiperestimulación del Smartphone, el correo electrónico y otros artilugios que me descentran, convirtiéndome en un ser guiado por lo que algunos optimistas denominan como las multitudes inteligentes. No, me autoprogramo yo mismo y construyo mi barrera de acceso. No estoy disponible 24 horas para mis conciudadanos estimuladores.
De este modo puedo resolver una cuestión esencial de mi identidad. Las maquinarias de la fabricación de relatos y de la realidad, condenan al pasado como un tiempo muerto y obsoleto. Las personas que tenemos varios pasados somos descalificadas en nombre de la velocidad que gobierna el presente. Pues también no. Vivo el presente y, como sociólogo, me esfuerzo por no quedar atrás y comprender los procesos en curso. Pero mis pasados no son tiempos carentes de valor. No. Son una parte esencial de mi vida que comparece en mis tiempos de paréntesis. En ellos revivo y celebro mis vivencias, mis amores, mis músicas, mis poesías, mis viajes y todos los elementos que configuran mi vida. Así, mis pasados constituyen una fuente de bienestar que impulsa mis nostalgias. No renuncio frente a la tiranía del presente eterno.
De este modo puedo envejecer con elegancia a los ojos de los demás. Porque renunciar al pasado es renunciar a mí mismo, que soy inseparable de él. Mis prácticas vitales, mis fantasías, mis opciones, mis saberes, mis limitaciones, todo ello conforma mi singularidad y mi identidad como ser único. Ninguna psicología positiva puede reinventarme, convirtiéndome en nadie. No, soy un producto de mi accidentada biografía. Mis cualidades y mis defectos se encuentran enraizados en esta. Por eso, sin esforzarme por entender y vivir el presente, en el que constato algunas limitaciones, vivo gozosamente mis pasados en mis retiros cotidianos en los que la memoria es estimulada. No, no me considero un trasto viejo en la definición de los profesionales de los guiones de la vida buena, porque no soy un valor de cambio, sino un ser humano individual.
En la situación que he descrito, mi principal problema de comunicación con el entorno radica en que las instituciones y las tecnologías de la época han construido un arquetipo humano caracterizado por su respuesta continuada a los estímulos que provienen de sus dispositivos portátiles de comunicación. Estos no les proporcionan descanso y les confieren algunas ventajas, pero el problema principal radica en que la atención no puede ser fijada, en tanto que tienen la obligación eterna de responder a los mensajes y estímulos permanentes, que terminan por constituir una condena perpetua. Me gusta mirar a los estudiantes las noches de preparación de exámenes en las salas de lectura de las facultades. Los smartphones no les permiten concentrarse. Así, la gran mayoría de los seres vivos que me rodean, que desarrollan otras inteligencias, tienen el problema de que su atención es modificada numerosas veces en intervalos temporales que se cuentan en horas. Lo mínimo que diré aquí es que son dispersos. Esto explica muchos de los problemas colectivos.
Entre las múltiples transformaciones de mi entorno se encuentra la perversión de las instituciones. Sin ánimo de desarrollar aquí el tema, este es un factor fundamental de mi vida. Porque en una sociedad tan móvil y opaca, las grandes organizaciones tienen una dificultad insalvable para conseguir sus finalidades. De este hecho se derivan distintos procesos que confluyen en la configuración de lo perverso, que ahora se muestra sin ambigüedades a pesar de que ha hecho de la construcción de sus máscaras un arte mayor. El destino fatal de los refugiados sirios ilustra la perversión. Ya han salido de la actualidad y el espacio mediático, adquiriendo el estatuto de los fantasmas. La perversión de las instituciones se articula con la perversión de la inteligencia en este tiempo nuevo.
En este presente móvil y evanescente tiene lugar mi experiencia de escribir este blog. Para mí la escritura es una cuestión fundamental, tanto para mi subjetividad como para mis valores, que se derivan de mi vida interior rescatada a las estructuras que me asedian. Porque pienso que en un tiempo en el que la espesa niebla asociada a la decadencia del pensamiento y las instituciones que lo acompañan, en favor de las nuevas instituciones de la velocidad, enunciar tu propia perspectiva adquiere la naturaleza de obligación ineludible. Ya he recibido las primeras señales de desaprobación desde los poderes interesados en el silencio, en algunas ocasiones vehiculizadas en mis próximos. El silencio es el peor mal moral en esta situación que requiere tomar la palabra.
Lo que más me estimula es experimentar hasta qué punto mi perspectiva puede resultar incomprensible, y por consiguiente incomprendida. Por esta razón pienso en el futuro, este es el que verdaderamente me motiva. Puede ser factible un futuro en el que estos textos puedan ser recuperados por su utilidad para entender este tiempo de silencios atronadores. Entretanto, valoro positivamente el seguimiento del blog , teniendo en cuenta su contenido y el aislamiento de su autor. No obstante, como amante de lo pequeño y lo minúsculo, coincido con el precepto de Ernesto Sábato, cuando afirma que “y aunque no me hago muchas ilusiones sobre la humanidad en general(…) me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme, aunque sea una sola persona”.
Lo dicho, en tiempos de tanta uniformidad y evanescencia, vivo mi vida conmigo, y también con lo que me rodea. Una de las dimensiones de esa vida es la reflexión, que anticipa lo que digo y lo que hago. Porque aspiro a que mi inteligencia emane de mi interior, siendo intrasferible a mi smartphone.
La referencia principal de este texto es el inevitable Ortega. Uno de sus viejos libros, tan queridos por mí, “El hombre y la gente”, que he releído varias veces en distintos momentos de mi vida, que se encuentra vivo en mi biblioteca, que tiene propiedades mágicas, en tanto que me aporta cosas nuevas en cada relectura, además de no necesitar de enchufes para usarlo y proporcionarme sensaciones agradables a mi tacto, y hasta mi olfato. En este libro afirma “Sólo es humano, en sentido estricto y primario lo que hago yo por mí mismo(…)que solo es propiamente humano en mí lo que pienso, quiero, siento y ejecuto con mi cuerpo, siendo yo el sujeto creador de ello (…)sólo es humano mi pensar si pienso algo por mi propia cuenta, percatándome de lo que significa. Solo es humano lo que al hacerlo lo hago porque para mí tiene un sentido, es decir, que lo entiendo (…) que mi humana vida que me pone en relación directa con cuanto me rodea…es por esencia, soledad” (P. 17-18).
En el tiempo presente, los seres humanos nos encontramos con lo que nos rodea, la sociedad total, con sus distintas estructuras, microsociedades y sistemas de comunicación, muy diferentes al pasado. Ahora lo externo es intrusivo, interfiere lo interior, dificulta el proceso de convertirse en humano en el sentido orteguiano, al tiempo que hace transparentes a los sujetos, inscritos en una sofisticada clasificación que incluye un número creciente de dimensiones, necesarias para configurarlos como blancos de las empresas de domesticación y los escultores de las almas. Así, ser humano y vivir la propia vida es un episodio cada vez más difícil. El gobierno de la época, que se instala en los territorios de lo vivido, tiene la pretensión de conducir a las personas de modo tan eficaz, que es preciso revisar todas las versiones de una cuestión tan fundamental como es la libertad. De este modo se configura una paradoja inquietante: la hiperestimulación, junto a la proliferación de las comunicaciones, termina minimizando el espacio íntimo, privado de un tiempo reposado de reflexión. Así se configura la carencia de vida interior acompañada de la velocidad en las comunicaciones. De ahí que la sentencia de Coixet, mi vida sin mí, sea tan frecuente en tan avanzada sociedad y adquiera la carta de naturaleza de un veredicto de nuestro tiempo.
Desde hace muchos años me defino a mí mismo como un náufrago. Es decir, como un ser viviente que se encuentra en un medio líquido que me limita severamente, en tanto que siempre tengo que adaptarme a él. Por eso he aprendido a vivir en este medio adverso. En tanto que lo líquido adquiere la forma de velocidad y aceleración después del primer gran accidente, narrado por Paul Virilio, he aprendido a fugarme provisionalmente para reapropiarme de una parte de mi vida. En este tiempo liberado reina la serenidad; el bienestar reducido a su expresión más simple y sobria; la práctica de los sentidos, de todos los sentidos; el silencio que me permite pensar, sentir y estimular mi imaginación y mi fantasía, así como gozar de las pequeñas cosas de la vida.
En este islote de mi vida se encuentra vigente la desprogramación de mis entornos, el distanciamiento del implacable ruido, la suspensión crítica de los estímulos múltiples, la negación de lo social-coercitivo imperante en este tiempo - que comparece en los guiones producidos en las fábricas de las necesidades, las carreras profesionales y las vidas requeridas-. Pero, sobre todo, en este territorio puedo negar el terrible imperativo de la época, que es el precepto de asumir la mejora continua en todas las esferas. No, eso no. Aquí radica el núcleo del vaciamiento existencial, la conversión en un productor eterno de méritos, así como la aceptación de la domesticación de la vida.
Sí, mi vida está llena de pequeños paréntesis, que conquisto todos los días, no en los fines de semana, tal y como hacen los desdichados súbditos de la vida entendida como sumatorio de excelencias renovables. En estos intervalos de paréntesis puedo descansar de la tiranía de lo nuevo y recupera mi espesor personal, que se niega a ser sometido a moldes y cuantificaciones generadas por las instituciones de la conducción. Los tiempos de calma me permiten establecer una barrera a los flujos de imágenes, sonidos y narrativas que me cercan. La cuestión estriba en saber escapar y volver, para no ser afectado por los sucesivos huracanes de las modas, las tecnologías de poder, el marketing, la publicidad y la vida laboral caníbal.
Confieso que he hecho un arte de la fuga para desembarcar en mis paréntesis cotidianos. Los paseos silenciosos con mi perra entre árboles, en los que reina la calma y el juego, constituyen la grandeza de la vida diaria. Así me libero de las tiranías de las homologaciones derivadas de los medios de comunicación, así como de la hiperestimulación del Smartphone, el correo electrónico y otros artilugios que me descentran, convirtiéndome en un ser guiado por lo que algunos optimistas denominan como las multitudes inteligentes. No, me autoprogramo yo mismo y construyo mi barrera de acceso. No estoy disponible 24 horas para mis conciudadanos estimuladores.
De este modo puedo resolver una cuestión esencial de mi identidad. Las maquinarias de la fabricación de relatos y de la realidad, condenan al pasado como un tiempo muerto y obsoleto. Las personas que tenemos varios pasados somos descalificadas en nombre de la velocidad que gobierna el presente. Pues también no. Vivo el presente y, como sociólogo, me esfuerzo por no quedar atrás y comprender los procesos en curso. Pero mis pasados no son tiempos carentes de valor. No. Son una parte esencial de mi vida que comparece en mis tiempos de paréntesis. En ellos revivo y celebro mis vivencias, mis amores, mis músicas, mis poesías, mis viajes y todos los elementos que configuran mi vida. Así, mis pasados constituyen una fuente de bienestar que impulsa mis nostalgias. No renuncio frente a la tiranía del presente eterno.
De este modo puedo envejecer con elegancia a los ojos de los demás. Porque renunciar al pasado es renunciar a mí mismo, que soy inseparable de él. Mis prácticas vitales, mis fantasías, mis opciones, mis saberes, mis limitaciones, todo ello conforma mi singularidad y mi identidad como ser único. Ninguna psicología positiva puede reinventarme, convirtiéndome en nadie. No, soy un producto de mi accidentada biografía. Mis cualidades y mis defectos se encuentran enraizados en esta. Por eso, sin esforzarme por entender y vivir el presente, en el que constato algunas limitaciones, vivo gozosamente mis pasados en mis retiros cotidianos en los que la memoria es estimulada. No, no me considero un trasto viejo en la definición de los profesionales de los guiones de la vida buena, porque no soy un valor de cambio, sino un ser humano individual.
En la situación que he descrito, mi principal problema de comunicación con el entorno radica en que las instituciones y las tecnologías de la época han construido un arquetipo humano caracterizado por su respuesta continuada a los estímulos que provienen de sus dispositivos portátiles de comunicación. Estos no les proporcionan descanso y les confieren algunas ventajas, pero el problema principal radica en que la atención no puede ser fijada, en tanto que tienen la obligación eterna de responder a los mensajes y estímulos permanentes, que terminan por constituir una condena perpetua. Me gusta mirar a los estudiantes las noches de preparación de exámenes en las salas de lectura de las facultades. Los smartphones no les permiten concentrarse. Así, la gran mayoría de los seres vivos que me rodean, que desarrollan otras inteligencias, tienen el problema de que su atención es modificada numerosas veces en intervalos temporales que se cuentan en horas. Lo mínimo que diré aquí es que son dispersos. Esto explica muchos de los problemas colectivos.
Entre las múltiples transformaciones de mi entorno se encuentra la perversión de las instituciones. Sin ánimo de desarrollar aquí el tema, este es un factor fundamental de mi vida. Porque en una sociedad tan móvil y opaca, las grandes organizaciones tienen una dificultad insalvable para conseguir sus finalidades. De este hecho se derivan distintos procesos que confluyen en la configuración de lo perverso, que ahora se muestra sin ambigüedades a pesar de que ha hecho de la construcción de sus máscaras un arte mayor. El destino fatal de los refugiados sirios ilustra la perversión. Ya han salido de la actualidad y el espacio mediático, adquiriendo el estatuto de los fantasmas. La perversión de las instituciones se articula con la perversión de la inteligencia en este tiempo nuevo.
En este presente móvil y evanescente tiene lugar mi experiencia de escribir este blog. Para mí la escritura es una cuestión fundamental, tanto para mi subjetividad como para mis valores, que se derivan de mi vida interior rescatada a las estructuras que me asedian. Porque pienso que en un tiempo en el que la espesa niebla asociada a la decadencia del pensamiento y las instituciones que lo acompañan, en favor de las nuevas instituciones de la velocidad, enunciar tu propia perspectiva adquiere la naturaleza de obligación ineludible. Ya he recibido las primeras señales de desaprobación desde los poderes interesados en el silencio, en algunas ocasiones vehiculizadas en mis próximos. El silencio es el peor mal moral en esta situación que requiere tomar la palabra.
Lo que más me estimula es experimentar hasta qué punto mi perspectiva puede resultar incomprensible, y por consiguiente incomprendida. Por esta razón pienso en el futuro, este es el que verdaderamente me motiva. Puede ser factible un futuro en el que estos textos puedan ser recuperados por su utilidad para entender este tiempo de silencios atronadores. Entretanto, valoro positivamente el seguimiento del blog , teniendo en cuenta su contenido y el aislamiento de su autor. No obstante, como amante de lo pequeño y lo minúsculo, coincido con el precepto de Ernesto Sábato, cuando afirma que “y aunque no me hago muchas ilusiones sobre la humanidad en general(…) me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme, aunque sea una sola persona”.
Lo dicho, en tiempos de tanta uniformidad y evanescencia, vivo mi vida conmigo, y también con lo que me rodea. Una de las dimensiones de esa vida es la reflexión, que anticipa lo que digo y lo que hago. Porque aspiro a que mi inteligencia emane de mi interior, siendo intrasferible a mi smartphone.
martes, 20 de octubre de 2015
LAS TRASHUMANCIAS DE PACIENTES
Ayer fui espectador de una escena de dolor frecuente en la época actual. En una farmacia, una mujer de unos sesenta años se encontraba sentada en un taburete pidiendo a gritos una dosis de fármacos. Sollozaba y suplicaba en un tono verdaderamente trágico. Las personas que nos encontrábamos allí permanecíamos ajenas al espectáculo de su dolor, cada uno iba a lo suyo, cumpliendo estrictamente el guion prescrito vigente en este tiempo. La excepción era el empleado, que era insensible a la situación de la mujer, situando la conversación con la misma en el plano de lo racional-terapéutico, lo que excluía la perspectiva de la misma. Se trataba de una enferma cuyo tratamiento de larga duración incluye varios fármacos, cuyas dosis se encuentran rigurosamente determinadas en la novísima historia farmacéutica, que es el último episodio de modernización de la atención sanitaria.
El caso es que la mujer había consumido su ración de analgésicos o similares y pedía desesperadamente los medicamentos de la dosis siguiente a crédito. Sacaba su cartera y afirmaba que estaba dispuesta a pagarlos en su precio de mercado. Este acontecimiento muestra prístinamente varios elementos singulares de la época. La mendicidad de fármacos, convertidos en necesidades primarias, no sólo frente a patologías establecidas, sino también para aliviar los dolores y malestares de muchos enfermos sin solución terapéutica, al tiempo que la llegada del crédito a tan modernizado, tecnologizado y racionalizado sector sanitario.
Pero los argumentos supuestamente racionalizadores del empleado, basados en la administración de las dosis prescritas por la autoridad profesional, que descalificaban a la mujer como hiperconsumidora e incumplidora del tratamiento, eran sordos y ciegos al estado personal de esta paciente. Este estado negativo, causante de la crispación no era reconocido en su singularidad. En coherencia, la negativa a dialogar y la burla acompañada de una versión del “porqué no se calla”. De este modo la paciente era severamente descalificada, siendo ubicada en el cubo de la basura de los afectados por trastornos psicológicos.
Así se manifiesta la preponderancia sin contrapartidas de la visión del profesional, basada en la patología y el diagnóstico, que es aislada de la vida y del estado personal del paciente. Aquello que no es patología codificada y homologada es desplazado y marginado. De esta forma, se consolida una visión profesional de progreso optimista, que coordina a los médicos y farmacéuticos en las administraciones de los tratamientos, fundadas en un sistema de información que convierte a los pacientes en conjuntos de datos que se interpretan, homologan y etiquetan.
La visión profesional se impone como pensamiento único en su triunfal carrera hacia el objetivo de control de la enfermedad. Los etiquetados con patologías específicas son tratados con rigor técnico-clínico. Pero este enfoque es externo al creciente flujo de malestares que afectan a las vidas de los enfermos. Estos son el resultado de la combinación de factores ajenos a la asistencia. Se han debilitado las estructuras convivenciales para los mayores; también el tejido de vecindad de la antigua sociedad protectora; los medios de comunicación invaden las intimidades mediante un conjunto de imágenes, relatos y guiones que se sobreponen a lo que es posible en las vidas reales de muchos de los pacientes y las calidades de los consumos modifican el umbral de la tolerancia al dolor. El resultado es que un gran contingente se encuentra atrapado en su vida diaria entre la ficción mediática y la realidad.
De esta situación resulta la multiplicación de malestares, dolores, síntomas inespecíficos, síndromes y otras contingencias, cuya definición y tratamiento no son equivalentes al rigor de las patologías, los diagnósticos y los tratamientos, sobre los que se erigen las comunidades profesionales, la investigación y los infinitos bancos de datos. Los malestares varios que se hacen presentes en el día a día, reconfigurando la vida y haciéndola problemática, no se encuentran en las tarjetas sanitarias de última generación que portan tan sofisticados enfermos.
Sin embargo, la ausencia de reconocimiento específico de los malestares múltiples crecientes, genera una sociedad enferma, que Ivan Illich intuyó como efecto del desarrollo de las instituciones de la productividad, una de las cuales es precisamente la medicina moderna. Esta sociedad enferma, que adquiere la forma de una red de microsociedades que albergan contingentes de personas que comparten problemas, uno de cuyos factores son los diagnósticos, no está visibilizada en tanto que se encuentra más allá de los paradigmas vigentes, fundados en esquemas y premisas que modelan radicalmente las miradas, dejando en su exterior un excedente de lo no visto y no dicho. El caso que estoy comentando es claro.
En mis largos años de colaboración con el sistema sanitario he podido constatar la gran distorsión que acompaña a las ciencias de la salud pública, que construyen la realidad desde sus selectivos esquemas. Así, esta sociedad enferma, es descalificada por sus comportamientos considerados como atrasados, sin considerar sus prácticas y sus trashumancias por los distintos territorios de los sistemas (en plural) de la atención a la salud. Desde el sector público, todo es acumulado en el contenedor de la privada, lo cual implica una simplificación de gran envergadura.
Porque esa sociedad enferma de los malestares es atendida en una red de instituciones por la que transitan los flujos de problemas no tratados, en tanto que ajenos a las etiquetas diagnósticas. Las poblaciones portadoras de dolores, los encuadrados en enfermedades raras o sin tratamiento, los mal tratados en términos de diagnóstico y tratamiento, los que tienen enfermedades que se acompañan de efectos adversos, los discapacitados múltiples, los que son víctimas de la velocidad y la desestructuración social, que afecta a su equilibrio psicológico y aquellos que no aceptan que envejecer comporta un declive de ciertas capacidades. Estos contingentes son reforzados por los efectos de las patologías del hiperconsumo y por poblaciones con carencias cognitivas, afectivas y relacionales.
Este conjunto humano, que forma parte inseparable de la sociedad del bienestar, transita por una red de caminos que comunican el sistema de atención a la salud. Este no sólo es el sistema sanitario público o privado acreditado, sino que, junto a ellos, se extienden múltiples ramificaciones que conforman una densa red que estimula la trashumancia de los pacientes. Al igual que en la trashumancia del ganado, los pacientes tienen una localización principal, que es el sistema de atención que les corresponde. Pero junto a este, cuando tienen un problema no reconocido o resuelto, exploran por las vías pecuarias de los múltiples sistemas complementarios. Se configuran así como seres trashumantes, condición que no es reconocida desde el sistema de atención principal, que ignora los desplazamientos de sus propios pacientes, a los que visibiliza sólo en sus consultas y sistemas de información.
Así se configura una demanda sanitaria conformada por los públicos penalizados a los que he aludido. Esta demanda se funda en la esperanza que anima a los trashumantes de encontrar una solución mágica a su problema. Este componente de milagrería determina la expansión de un sector profesional de baja calidad técnica, cuyo objetivo es captar y mantener a los pacientes trashumantes, dispuestos a ensayar cualquier cosa que estimule su esperanza invirtiendo parte de sus recursos económicos. Es el lado oscuro de los mercados del dolor.
Porque en este vasto sector, que como muchos de los mercados desregulados, carece de cifras y reina el engaño y la chapuza asociados a la desprofesionalización. Pero su fundamento es el conjunto de malestares y carencias de grandes sectores sociales, junto a los vacíos de la asistencia basada en el diagnóstico y la información. Digo desprofesionalización, porque los pacientes trashumantes buscan una solución basada en un medicamento providencial, más que un servicio profesional, porque la trashumancia es fruto de la decepción en la asistencia. La verdad es que muchos esperan una salida basada en la química. No es casualidad que los transeúntes se congreguen ahora en las farmacias, que los reciben implementando programas múltiples.
La mujer aludida tiene varias patologías, todas diagnosticadas y tratadas. Para su médico, la cuestión fundamental es reequilibrar las medicaciones y vigilar mediante pruebas y revisiones sus indicadores patológicos. Aquí se cierra su campo de realidad. Cuando ella alude a dolores o malestares, sus quejas son tratadas con un estatuto de problema subordinado al del estado de la enfermedad. No son registradas ni definidas con rigor. Pero en la vida cotidiana de esta mujer, los malestares la limitan severamente y adquieren centralidad. Su larga enfermedad le ha hecho perder la perspectiva de la curación, asumiendo un comportamiento fatalista en la que sólo importa ahora. De ahí su adicción a los fármacos y su sordera a las definiciones profesionales.
Así se encuentra predispuesta a escuchar mensajes sobre terapias alternativas o soluciones mágicas a sus problemas no tratados. Lo que me gusta llamar como “complejo asistencial de segundo orden”, que es una versión modernizada del antaño delirio colectivo de Lourdes o Fátima, está ahí. En el mismo cada vez es más importante el producto -antes el agua milagrosa- que el profesional. Sus mensajes con sus amables semiologías proporcionan soluciones. Carlos Sobera promete el control del colesterol con una dosis diaria de Danacol, con independencia de los componentes de la ingesta total. La manipulación destinada para los públicos con carencias adquiere todo su esplendor.
Mientras tanto, en los mundos profesionales de la salud pública siguen haciendo cálculos y pronósticos sobre los censos de población, así como sobre la información resultante del sistema sanitario público, ignorando que este es la residencia estacional de los pacientes trashumantes por las vías pecuarias de tan intrincado sistema. No quiero acabar siendo negativo, por eso pienso sobre el valor económico asociado al invisible complejo asistencial de segundo orden, así como a los puestos de trabajo que genera. Esta es la visión dominante en esta época. Por eso no está mal visto este mercado perverso, porque crece continuamente, invitando a instalarse a la institución central del crédito, que siempre se presenta de la mano de la mendicidad, en este caso de medicamentos.
El caso es que la mujer había consumido su ración de analgésicos o similares y pedía desesperadamente los medicamentos de la dosis siguiente a crédito. Sacaba su cartera y afirmaba que estaba dispuesta a pagarlos en su precio de mercado. Este acontecimiento muestra prístinamente varios elementos singulares de la época. La mendicidad de fármacos, convertidos en necesidades primarias, no sólo frente a patologías establecidas, sino también para aliviar los dolores y malestares de muchos enfermos sin solución terapéutica, al tiempo que la llegada del crédito a tan modernizado, tecnologizado y racionalizado sector sanitario.
Pero los argumentos supuestamente racionalizadores del empleado, basados en la administración de las dosis prescritas por la autoridad profesional, que descalificaban a la mujer como hiperconsumidora e incumplidora del tratamiento, eran sordos y ciegos al estado personal de esta paciente. Este estado negativo, causante de la crispación no era reconocido en su singularidad. En coherencia, la negativa a dialogar y la burla acompañada de una versión del “porqué no se calla”. De este modo la paciente era severamente descalificada, siendo ubicada en el cubo de la basura de los afectados por trastornos psicológicos.
Así se manifiesta la preponderancia sin contrapartidas de la visión del profesional, basada en la patología y el diagnóstico, que es aislada de la vida y del estado personal del paciente. Aquello que no es patología codificada y homologada es desplazado y marginado. De esta forma, se consolida una visión profesional de progreso optimista, que coordina a los médicos y farmacéuticos en las administraciones de los tratamientos, fundadas en un sistema de información que convierte a los pacientes en conjuntos de datos que se interpretan, homologan y etiquetan.
La visión profesional se impone como pensamiento único en su triunfal carrera hacia el objetivo de control de la enfermedad. Los etiquetados con patologías específicas son tratados con rigor técnico-clínico. Pero este enfoque es externo al creciente flujo de malestares que afectan a las vidas de los enfermos. Estos son el resultado de la combinación de factores ajenos a la asistencia. Se han debilitado las estructuras convivenciales para los mayores; también el tejido de vecindad de la antigua sociedad protectora; los medios de comunicación invaden las intimidades mediante un conjunto de imágenes, relatos y guiones que se sobreponen a lo que es posible en las vidas reales de muchos de los pacientes y las calidades de los consumos modifican el umbral de la tolerancia al dolor. El resultado es que un gran contingente se encuentra atrapado en su vida diaria entre la ficción mediática y la realidad.
De esta situación resulta la multiplicación de malestares, dolores, síntomas inespecíficos, síndromes y otras contingencias, cuya definición y tratamiento no son equivalentes al rigor de las patologías, los diagnósticos y los tratamientos, sobre los que se erigen las comunidades profesionales, la investigación y los infinitos bancos de datos. Los malestares varios que se hacen presentes en el día a día, reconfigurando la vida y haciéndola problemática, no se encuentran en las tarjetas sanitarias de última generación que portan tan sofisticados enfermos.
Sin embargo, la ausencia de reconocimiento específico de los malestares múltiples crecientes, genera una sociedad enferma, que Ivan Illich intuyó como efecto del desarrollo de las instituciones de la productividad, una de las cuales es precisamente la medicina moderna. Esta sociedad enferma, que adquiere la forma de una red de microsociedades que albergan contingentes de personas que comparten problemas, uno de cuyos factores son los diagnósticos, no está visibilizada en tanto que se encuentra más allá de los paradigmas vigentes, fundados en esquemas y premisas que modelan radicalmente las miradas, dejando en su exterior un excedente de lo no visto y no dicho. El caso que estoy comentando es claro.
En mis largos años de colaboración con el sistema sanitario he podido constatar la gran distorsión que acompaña a las ciencias de la salud pública, que construyen la realidad desde sus selectivos esquemas. Así, esta sociedad enferma, es descalificada por sus comportamientos considerados como atrasados, sin considerar sus prácticas y sus trashumancias por los distintos territorios de los sistemas (en plural) de la atención a la salud. Desde el sector público, todo es acumulado en el contenedor de la privada, lo cual implica una simplificación de gran envergadura.
Porque esa sociedad enferma de los malestares es atendida en una red de instituciones por la que transitan los flujos de problemas no tratados, en tanto que ajenos a las etiquetas diagnósticas. Las poblaciones portadoras de dolores, los encuadrados en enfermedades raras o sin tratamiento, los mal tratados en términos de diagnóstico y tratamiento, los que tienen enfermedades que se acompañan de efectos adversos, los discapacitados múltiples, los que son víctimas de la velocidad y la desestructuración social, que afecta a su equilibrio psicológico y aquellos que no aceptan que envejecer comporta un declive de ciertas capacidades. Estos contingentes son reforzados por los efectos de las patologías del hiperconsumo y por poblaciones con carencias cognitivas, afectivas y relacionales.
Este conjunto humano, que forma parte inseparable de la sociedad del bienestar, transita por una red de caminos que comunican el sistema de atención a la salud. Este no sólo es el sistema sanitario público o privado acreditado, sino que, junto a ellos, se extienden múltiples ramificaciones que conforman una densa red que estimula la trashumancia de los pacientes. Al igual que en la trashumancia del ganado, los pacientes tienen una localización principal, que es el sistema de atención que les corresponde. Pero junto a este, cuando tienen un problema no reconocido o resuelto, exploran por las vías pecuarias de los múltiples sistemas complementarios. Se configuran así como seres trashumantes, condición que no es reconocida desde el sistema de atención principal, que ignora los desplazamientos de sus propios pacientes, a los que visibiliza sólo en sus consultas y sistemas de información.
Así se configura una demanda sanitaria conformada por los públicos penalizados a los que he aludido. Esta demanda se funda en la esperanza que anima a los trashumantes de encontrar una solución mágica a su problema. Este componente de milagrería determina la expansión de un sector profesional de baja calidad técnica, cuyo objetivo es captar y mantener a los pacientes trashumantes, dispuestos a ensayar cualquier cosa que estimule su esperanza invirtiendo parte de sus recursos económicos. Es el lado oscuro de los mercados del dolor.
Porque en este vasto sector, que como muchos de los mercados desregulados, carece de cifras y reina el engaño y la chapuza asociados a la desprofesionalización. Pero su fundamento es el conjunto de malestares y carencias de grandes sectores sociales, junto a los vacíos de la asistencia basada en el diagnóstico y la información. Digo desprofesionalización, porque los pacientes trashumantes buscan una solución basada en un medicamento providencial, más que un servicio profesional, porque la trashumancia es fruto de la decepción en la asistencia. La verdad es que muchos esperan una salida basada en la química. No es casualidad que los transeúntes se congreguen ahora en las farmacias, que los reciben implementando programas múltiples.
La mujer aludida tiene varias patologías, todas diagnosticadas y tratadas. Para su médico, la cuestión fundamental es reequilibrar las medicaciones y vigilar mediante pruebas y revisiones sus indicadores patológicos. Aquí se cierra su campo de realidad. Cuando ella alude a dolores o malestares, sus quejas son tratadas con un estatuto de problema subordinado al del estado de la enfermedad. No son registradas ni definidas con rigor. Pero en la vida cotidiana de esta mujer, los malestares la limitan severamente y adquieren centralidad. Su larga enfermedad le ha hecho perder la perspectiva de la curación, asumiendo un comportamiento fatalista en la que sólo importa ahora. De ahí su adicción a los fármacos y su sordera a las definiciones profesionales.
Así se encuentra predispuesta a escuchar mensajes sobre terapias alternativas o soluciones mágicas a sus problemas no tratados. Lo que me gusta llamar como “complejo asistencial de segundo orden”, que es una versión modernizada del antaño delirio colectivo de Lourdes o Fátima, está ahí. En el mismo cada vez es más importante el producto -antes el agua milagrosa- que el profesional. Sus mensajes con sus amables semiologías proporcionan soluciones. Carlos Sobera promete el control del colesterol con una dosis diaria de Danacol, con independencia de los componentes de la ingesta total. La manipulación destinada para los públicos con carencias adquiere todo su esplendor.
Mientras tanto, en los mundos profesionales de la salud pública siguen haciendo cálculos y pronósticos sobre los censos de población, así como sobre la información resultante del sistema sanitario público, ignorando que este es la residencia estacional de los pacientes trashumantes por las vías pecuarias de tan intrincado sistema. No quiero acabar siendo negativo, por eso pienso sobre el valor económico asociado al invisible complejo asistencial de segundo orden, así como a los puestos de trabajo que genera. Esta es la visión dominante en esta época. Por eso no está mal visto este mercado perverso, porque crece continuamente, invitando a instalarse a la institución central del crédito, que siempre se presenta de la mano de la mendicidad, en este caso de medicamentos.
jueves, 15 de octubre de 2015
LA IZQUIERDA Y LA PUERTA DE ALCALÁ
El largo viaje de la izquierda por distintos territorios históricos desemboca en el presente en un estado manifiesto de senilidad y decadencia. Como en la canción de Ana Belén y Víctor Manuel “Ahí está, ahí está viendo pasar el tiempo la Puerta de Alcalá”. Quiero decir que, como este monumento, se encuentra petrificada, orientada a su pasado, incapaz de interpretar el nuevo contexto histórico en el que habita ahora. Pero el tiempo que pasa ante sus ojos es un tiempo vigoroso e intenso, en el que se producen grandes transformaciones que desbordan la capacidad de percibir, conocer y aprender de la izquierda convertida en un elemento del pasado que sobrevive en el presente.
Ciertamente, en la trayectoria recorrida desde su fundación, la izquierda ha desempeñado un papel fundamental en la conformación del capitalismo keynesiano, que disemina el bienestar económico y los derechos sociales por todo el tejido social. Pero, en el esplendor de los años gloriosos del fordismo benevolente comparecen los primeros signos de decrepitud. Su proyecto queda congelado e implica la aspiración a que el tiempo se detenga. Así, el futuro se disipa en los programas y los imaginarios partidarios. Este síntoma fatal se asocia a la desintegración del pensamiento que la ha acompañado. Las cuotas de poder y gobierno que consiguen en el orden político keynesiano se contrapone a la disipación de su pensamiento, que siempre conduce a la desubicación y el extravío.
Así, convertido el pasado en un relato heroico, embriagados del presente, entienden las conquistas materiales de modo irreversible, como parte de un presente eterno. Mientras tanto, una gran transformación está aconteciendo: la emergencia de un novísimo capitalismo global hibridado con el neoliberalismo. Desde final de los setenta este proceso no ha dejado de intensificarse. La izquierda, extraña al nuevo contexto y carente de pensamiento, se ubica en la defensa del capitalismo de rostro humano que se desvanece. Su acción política y sus propuestas se agotan en la rememoración del pasado inmediato que desfallece inexorablemente. La consecuencia es la disipación de la energía, de modo que sus actuaciones se agotan en los sollozos ante los efectos del asentamiento firme del nuevo capitalismo neoliberal, que revierte las conquistas sociales y debilita las instituciones reguladoras del orden social fordista-keynesiano. Se puede calificar su discurso ritual y monocorde como “los sermones contra las desigualdades crecientes”, por su tono de plegaria carente de cualquier vocación de generar una alternativa a un orden político emergente, que expulsa de la condición de ciudadanía a una parte muy importante de la sociedad.
En los años de declive senil ha modificado sus territorios de asentamiento. Los centros de trabajo o los barrios han cedido el sitio a las instituciones y la constelación de organismos técnicos que las acompañan. También las terminales mediáticas, en donde anida la inteligencia de la izquierda menguante subordinada a la hegemonía neoliberal, mediante la centralidad de la demoscopia y la imaginería de la comunicación en detrimento de las ciencias sociales. La implosión de la izquierda la disemina sectorialmente, de modo que se configura una fragmentación sectorial, que, en ausencia de un proyecto global, reduce su campo de acción a los compartimentos de la salud, la educación u otros. Así, se configura como un dispositivo político que agota su acción en replicar las reformas neoliberales en cada parcela, sin vínculos entre las mismas, carentes de un proyecto político fundado.
Los sindicatos de masas, que han constituido el soporte de la izquierda política, son disueltos por las transformaciones tecnológicas asociadas a las reformas desreguladoras que socavan la negociación colectiva, modifican los contratos laborales y cambian los sentidos del trabajo y de la empresa. El trabajo cambia su estatuto, deslocalizándose en un océano de empresas y una multiplicidad de formas de relación. La antigua clase trabajadora industrial, concentrada y homogénea, estalla en mil pedazos generando una masa laboral heterogénea y dispersa. Tras este terremoto sólo quedan las burocracias sindicales constituidas en un grupo de presión para conservar sus privilegios frente a los precarizados, subempleados y trabajadores discontinuos, cuyos intereses no se encuentran representados de facto en el sistema político.
En este contexto, en los cuatro años negros de Rajoy, la izquierda ha mostrado su escasa competencia y voluntad para defender los intereses de los desclasados y los penalizados. Sus actuaciones parlamentarias desprovistas de energía, sus comparecencias mediáticas grises, la ausencia en las movilizaciones defensivas fragmentadas de los afectados y la ritualización de la oposición, en la que solo tocan una partitura sórdida y desgastada. Durante todo el cuatrienio negro, su actuación no se correlaciona con la intensidad de los cambios operados. La izquierda siempre se sitúa en una escala inferior de respuesta al utilizado por la maquinaria política dualizadora. Su único proyecto es desgastar al PP con la ilusión de ganar las próximas elecciones. Su actuación es plana, carente de tensión, con independencia de la escalada e intensificación de las reformas neoliberales.
Sobre los fragmentos autónomos de la izquierda sectorial, los grupos sindicales, los presentes en los medios y los colectivos que conforman el archipiélago de los movimientos sociales y las asociaciones defensivas se encuentran los dos partidos convencionales: socialistas y comunistas. El caso de los socialistas es paradigmático. Los años de presencia en el gobierno y sus vínculos con la socialdemocracia lo han convertido en una organización bífida. Conserva una parte de sus bases tradicionales mediante la excelencia de su sistema clientelar. Pero, en tanto que quienes se encuentran en las sucesivas cúpulas partidarias, cuya función es la consecución de los gobiernos, para lo cual deben cumplir el imperativo de implementar políticas públicas redistributivas, se encuentran constreñidos por el complejo global presente en el partido.
Estos son, principalmente, los que desempeñan cargos directivos en las instituciones europeas y globales; los exdirigentes vinculados a las empresas, los bancos y los intereses fuertes; también los expertos de distintas áreas, principalmente de las agencias,que detentan una centralidad creciente en el orden neoliberal; los periodistas y comunicadores vinculados a las empresas de comunicación que respaldan el proyecto global. Todos ellos conforman una aristocracia interior que se moviliza en las ocasiones críticas, mediante el control de su entorno institucional, de modo que las tentaciones populistas de las élites partidarias que compiten en la arena electoral, son neutralizadas. Así, las palabras pronunciadas en los foros mediáticos por los ubicados en las actividades de recolección de votos carecen de cualquier credibilidad. El campo en el que se asienta el socialismo determina su dilema: Puede conciliarse con su electorado cuando está en la oposición, pero colisiona con él cuando accede al gobierno en esta era de aceleración del proceso hacia una sociedad neoliberal.
El caso de los comunistas es paradigmático. Su contribución a la resistencia contra el franquismo se contrapesa con su dificultad insalvable de superar el cuadro histórico de los años de la república y la oposición. Instalados sobre la contradicción de su gran contribución a la resistencia al franquismo y la degeneración radical de los regímenes del este, así como de los partidos comunistas, antes, durante y después de Stalin, muestran su incompetencia para reinventarse en el presente. Así, su proyecto político se ha desplomado, en tanto que las siglas sobreviven haciendo arte de su ocultación.
En su libro “La izquierda divina”, Baudrillard proporciona la clave de la decadencia de los partidos comunistas. Dice que tienen “vergüenza de la revolución”, entendida tal y como se ha encarnado en los regímenes del socialismo real. Esto es. Pero esta vergüenza no implica autocrítica o una rectificación, sino bochorno y retraimiento público, que se compatibiliza con una intimidad nostálgica. Así, las dos partes pueden representarse en el no discurso en las instituciones o en los platós, frente la apoteosis del viejo imaginario que comparece en la fiesta del partido, en la que se manifiesta la verdad antropológica. La consecuencia es el camuflaje de las siglas en la circulación política.
En estas condiciones, los límites de la actuación del partido son patentes. Genera unas barreras de acceso al mismo mayúsculas; una vida interior con el modelo de una secta, siempre manteniendo la frontera con el exterior para evitar la infiltración del enemigo eterno; la erosión cognitiva y comunicativa inevitable, derivada del mantenimiento de los dogmas; la vida partidaria dominada por representaciones cerradas en las que conocer parece imposible. En este contexto de partido-secta, es inevitable la conformación de un aparato sobredimensionado, que ejerce el poder de forma férrea.
No obstante, todas las organizaciones fundadas en el modelo de las iglesias, como es evidente en este caso, terminan adoptando un pragmatismo adaptativo considerable, adecuándose a su entorno mediante los intercambios para la obtención de bienes, en este caso bienes públicos. Este es el modelo resultante de los largos años del postfranquismo, en el que la élite partidaria se instala en los parlamentos, diputaciones y ayuntamientos, en los que muestra su competencia para maximizar la relación con sus beneficios derivados de su presencia en estas instituciones.
Pero las relaciones con la sociedad se establecen mediante la creación de un conjunto de asociaciones, cuyos objetivos se corresponden con causas sociales, pero cuya dependencia del partido es evidente. El modelo histórico del sindicato sucursal, se extiende a las distintas asociaciones. La consecuencia principal es el debilitamiento de la acción colectiva, en tanto que en un campo de acción específico existen distintas asociaciones asociadas a los partidos. La unidad de acción sostenida es imposible. El campo de asociaciones controladas por el partido declina con el paso de los años y la ausencia de relevos generacionales. El 15 M significó la emergencia de una nueva generación portadora de nuevos objetivos, métodos, aspiraciones e imaginarios.
Pero el aspecto más negativo de la izquierda desubicada en el presente es que todo aquello que nace, en términos de movimientos sociales, es absorbido por ella misma, mediante su inserción en su campo de acción conformado por las asociaciones y sus consiguientes divisiones. Así, lo nuevo emergente pierde potencialidad y se desvirtúa. En el caso del feminismo, pacifismo y ecologismo es patente. Estos son incompatibles con la cultura jerárquica, los métodos viejos de organización y la subordinación de facto a lo político-estatal-electoral. El caso de los verdes respalda este argumento. Se incorpora el nombre y la retórica, pero sus aportaciones quedan en el exterior. Este sí que es un problema de envergadura que disminuye la capacidad de réplica de los movimientos.
En estas coordenadas cabe interpretar el acontecimiento generador del 15 M, que conforma un campo de acción completamente nuevo, en el que comparece una nueva generación de activistas, organizaciones y conflictos sociales. Estos sí que están inscritos en el presente. Uno de los efectos del 15 M es el nacimiento de Podemos. Este es un acontecimiento en el que se congregan varios elementos esperanzadores. Se trata de un movimiento político completamente nuevo; lo protagoniza una generación nueva insertada en el presente; aporta una energía considerable; sus actuaciones iniciales se sitúan en una escala de desafío adecuada al contexto, aspira a disputar el gobierno; además se funda en un proyecto débil, pero respaldado por un conocimiento especializado. El peligro de este proyecto naciente es ser reabsorbido por las organizaciones y los campos de acción sobrevivientes del pasado, como ocurre actualmente con la plataforma “Ahora en Común”.
En este escenario, un movimiento nuevo necesita de un éxito electoral contundente que le proporcione recursos para abrirse camino en el campo de acción local. Las elecciones europeas relanzaron a Podemos. Pero tras los primeros momentos, se ha empantanado en el terreno cenagoso de la acción local, donde las asociaciones declinantes y segmentadas, los movimientos de viejo molde jerárquico y otras formas, dificultan la emergencia de lo nuevo. Si no consigue un éxito electoral y, además, regenera el sistema de acción colectiva mediante renovados movimientos sociales, Podemos está condenado al bloqueo y será una versión modernizada de la vieja izquierda.
En la hipótesis del estancamiento, Podemos reducirá su papel a ser un mediador antropológico entre las dos generaciones de activistas, además de ser un invitado en la defensa simbólica de la fachada del viejo estado del bienestar, que es el objetivo máximo con la hegemonía del PSOE. Al menos podrá aspirar a ser una nueva estatua que siga viendo pasar el tiempo en la Puerta de Alcalá. Mientras tanto el proyecto sigue adelante y el poder que lo sustenta se ha extendido mucho más allá de lo político. Pero esto desborda los esquemas de la izquierda convencional. Contemplando a los dirigentes de Podemos me interrogo acerca de la luz cegadora de los focos mediáticos y su interferencia en el proceso de aprendizaje, imprescindible en cualquier transformación social.
Ciertamente, en la trayectoria recorrida desde su fundación, la izquierda ha desempeñado un papel fundamental en la conformación del capitalismo keynesiano, que disemina el bienestar económico y los derechos sociales por todo el tejido social. Pero, en el esplendor de los años gloriosos del fordismo benevolente comparecen los primeros signos de decrepitud. Su proyecto queda congelado e implica la aspiración a que el tiempo se detenga. Así, el futuro se disipa en los programas y los imaginarios partidarios. Este síntoma fatal se asocia a la desintegración del pensamiento que la ha acompañado. Las cuotas de poder y gobierno que consiguen en el orden político keynesiano se contrapone a la disipación de su pensamiento, que siempre conduce a la desubicación y el extravío.
Así, convertido el pasado en un relato heroico, embriagados del presente, entienden las conquistas materiales de modo irreversible, como parte de un presente eterno. Mientras tanto, una gran transformación está aconteciendo: la emergencia de un novísimo capitalismo global hibridado con el neoliberalismo. Desde final de los setenta este proceso no ha dejado de intensificarse. La izquierda, extraña al nuevo contexto y carente de pensamiento, se ubica en la defensa del capitalismo de rostro humano que se desvanece. Su acción política y sus propuestas se agotan en la rememoración del pasado inmediato que desfallece inexorablemente. La consecuencia es la disipación de la energía, de modo que sus actuaciones se agotan en los sollozos ante los efectos del asentamiento firme del nuevo capitalismo neoliberal, que revierte las conquistas sociales y debilita las instituciones reguladoras del orden social fordista-keynesiano. Se puede calificar su discurso ritual y monocorde como “los sermones contra las desigualdades crecientes”, por su tono de plegaria carente de cualquier vocación de generar una alternativa a un orden político emergente, que expulsa de la condición de ciudadanía a una parte muy importante de la sociedad.
En los años de declive senil ha modificado sus territorios de asentamiento. Los centros de trabajo o los barrios han cedido el sitio a las instituciones y la constelación de organismos técnicos que las acompañan. También las terminales mediáticas, en donde anida la inteligencia de la izquierda menguante subordinada a la hegemonía neoliberal, mediante la centralidad de la demoscopia y la imaginería de la comunicación en detrimento de las ciencias sociales. La implosión de la izquierda la disemina sectorialmente, de modo que se configura una fragmentación sectorial, que, en ausencia de un proyecto global, reduce su campo de acción a los compartimentos de la salud, la educación u otros. Así, se configura como un dispositivo político que agota su acción en replicar las reformas neoliberales en cada parcela, sin vínculos entre las mismas, carentes de un proyecto político fundado.
Los sindicatos de masas, que han constituido el soporte de la izquierda política, son disueltos por las transformaciones tecnológicas asociadas a las reformas desreguladoras que socavan la negociación colectiva, modifican los contratos laborales y cambian los sentidos del trabajo y de la empresa. El trabajo cambia su estatuto, deslocalizándose en un océano de empresas y una multiplicidad de formas de relación. La antigua clase trabajadora industrial, concentrada y homogénea, estalla en mil pedazos generando una masa laboral heterogénea y dispersa. Tras este terremoto sólo quedan las burocracias sindicales constituidas en un grupo de presión para conservar sus privilegios frente a los precarizados, subempleados y trabajadores discontinuos, cuyos intereses no se encuentran representados de facto en el sistema político.
En este contexto, en los cuatro años negros de Rajoy, la izquierda ha mostrado su escasa competencia y voluntad para defender los intereses de los desclasados y los penalizados. Sus actuaciones parlamentarias desprovistas de energía, sus comparecencias mediáticas grises, la ausencia en las movilizaciones defensivas fragmentadas de los afectados y la ritualización de la oposición, en la que solo tocan una partitura sórdida y desgastada. Durante todo el cuatrienio negro, su actuación no se correlaciona con la intensidad de los cambios operados. La izquierda siempre se sitúa en una escala inferior de respuesta al utilizado por la maquinaria política dualizadora. Su único proyecto es desgastar al PP con la ilusión de ganar las próximas elecciones. Su actuación es plana, carente de tensión, con independencia de la escalada e intensificación de las reformas neoliberales.
Sobre los fragmentos autónomos de la izquierda sectorial, los grupos sindicales, los presentes en los medios y los colectivos que conforman el archipiélago de los movimientos sociales y las asociaciones defensivas se encuentran los dos partidos convencionales: socialistas y comunistas. El caso de los socialistas es paradigmático. Los años de presencia en el gobierno y sus vínculos con la socialdemocracia lo han convertido en una organización bífida. Conserva una parte de sus bases tradicionales mediante la excelencia de su sistema clientelar. Pero, en tanto que quienes se encuentran en las sucesivas cúpulas partidarias, cuya función es la consecución de los gobiernos, para lo cual deben cumplir el imperativo de implementar políticas públicas redistributivas, se encuentran constreñidos por el complejo global presente en el partido.
Estos son, principalmente, los que desempeñan cargos directivos en las instituciones europeas y globales; los exdirigentes vinculados a las empresas, los bancos y los intereses fuertes; también los expertos de distintas áreas, principalmente de las agencias,que detentan una centralidad creciente en el orden neoliberal; los periodistas y comunicadores vinculados a las empresas de comunicación que respaldan el proyecto global. Todos ellos conforman una aristocracia interior que se moviliza en las ocasiones críticas, mediante el control de su entorno institucional, de modo que las tentaciones populistas de las élites partidarias que compiten en la arena electoral, son neutralizadas. Así, las palabras pronunciadas en los foros mediáticos por los ubicados en las actividades de recolección de votos carecen de cualquier credibilidad. El campo en el que se asienta el socialismo determina su dilema: Puede conciliarse con su electorado cuando está en la oposición, pero colisiona con él cuando accede al gobierno en esta era de aceleración del proceso hacia una sociedad neoliberal.
El caso de los comunistas es paradigmático. Su contribución a la resistencia contra el franquismo se contrapesa con su dificultad insalvable de superar el cuadro histórico de los años de la república y la oposición. Instalados sobre la contradicción de su gran contribución a la resistencia al franquismo y la degeneración radical de los regímenes del este, así como de los partidos comunistas, antes, durante y después de Stalin, muestran su incompetencia para reinventarse en el presente. Así, su proyecto político se ha desplomado, en tanto que las siglas sobreviven haciendo arte de su ocultación.
En su libro “La izquierda divina”, Baudrillard proporciona la clave de la decadencia de los partidos comunistas. Dice que tienen “vergüenza de la revolución”, entendida tal y como se ha encarnado en los regímenes del socialismo real. Esto es. Pero esta vergüenza no implica autocrítica o una rectificación, sino bochorno y retraimiento público, que se compatibiliza con una intimidad nostálgica. Así, las dos partes pueden representarse en el no discurso en las instituciones o en los platós, frente la apoteosis del viejo imaginario que comparece en la fiesta del partido, en la que se manifiesta la verdad antropológica. La consecuencia es el camuflaje de las siglas en la circulación política.
En estas condiciones, los límites de la actuación del partido son patentes. Genera unas barreras de acceso al mismo mayúsculas; una vida interior con el modelo de una secta, siempre manteniendo la frontera con el exterior para evitar la infiltración del enemigo eterno; la erosión cognitiva y comunicativa inevitable, derivada del mantenimiento de los dogmas; la vida partidaria dominada por representaciones cerradas en las que conocer parece imposible. En este contexto de partido-secta, es inevitable la conformación de un aparato sobredimensionado, que ejerce el poder de forma férrea.
No obstante, todas las organizaciones fundadas en el modelo de las iglesias, como es evidente en este caso, terminan adoptando un pragmatismo adaptativo considerable, adecuándose a su entorno mediante los intercambios para la obtención de bienes, en este caso bienes públicos. Este es el modelo resultante de los largos años del postfranquismo, en el que la élite partidaria se instala en los parlamentos, diputaciones y ayuntamientos, en los que muestra su competencia para maximizar la relación con sus beneficios derivados de su presencia en estas instituciones.
Pero las relaciones con la sociedad se establecen mediante la creación de un conjunto de asociaciones, cuyos objetivos se corresponden con causas sociales, pero cuya dependencia del partido es evidente. El modelo histórico del sindicato sucursal, se extiende a las distintas asociaciones. La consecuencia principal es el debilitamiento de la acción colectiva, en tanto que en un campo de acción específico existen distintas asociaciones asociadas a los partidos. La unidad de acción sostenida es imposible. El campo de asociaciones controladas por el partido declina con el paso de los años y la ausencia de relevos generacionales. El 15 M significó la emergencia de una nueva generación portadora de nuevos objetivos, métodos, aspiraciones e imaginarios.
Pero el aspecto más negativo de la izquierda desubicada en el presente es que todo aquello que nace, en términos de movimientos sociales, es absorbido por ella misma, mediante su inserción en su campo de acción conformado por las asociaciones y sus consiguientes divisiones. Así, lo nuevo emergente pierde potencialidad y se desvirtúa. En el caso del feminismo, pacifismo y ecologismo es patente. Estos son incompatibles con la cultura jerárquica, los métodos viejos de organización y la subordinación de facto a lo político-estatal-electoral. El caso de los verdes respalda este argumento. Se incorpora el nombre y la retórica, pero sus aportaciones quedan en el exterior. Este sí que es un problema de envergadura que disminuye la capacidad de réplica de los movimientos.
En estas coordenadas cabe interpretar el acontecimiento generador del 15 M, que conforma un campo de acción completamente nuevo, en el que comparece una nueva generación de activistas, organizaciones y conflictos sociales. Estos sí que están inscritos en el presente. Uno de los efectos del 15 M es el nacimiento de Podemos. Este es un acontecimiento en el que se congregan varios elementos esperanzadores. Se trata de un movimiento político completamente nuevo; lo protagoniza una generación nueva insertada en el presente; aporta una energía considerable; sus actuaciones iniciales se sitúan en una escala de desafío adecuada al contexto, aspira a disputar el gobierno; además se funda en un proyecto débil, pero respaldado por un conocimiento especializado. El peligro de este proyecto naciente es ser reabsorbido por las organizaciones y los campos de acción sobrevivientes del pasado, como ocurre actualmente con la plataforma “Ahora en Común”.
En este escenario, un movimiento nuevo necesita de un éxito electoral contundente que le proporcione recursos para abrirse camino en el campo de acción local. Las elecciones europeas relanzaron a Podemos. Pero tras los primeros momentos, se ha empantanado en el terreno cenagoso de la acción local, donde las asociaciones declinantes y segmentadas, los movimientos de viejo molde jerárquico y otras formas, dificultan la emergencia de lo nuevo. Si no consigue un éxito electoral y, además, regenera el sistema de acción colectiva mediante renovados movimientos sociales, Podemos está condenado al bloqueo y será una versión modernizada de la vieja izquierda.
En la hipótesis del estancamiento, Podemos reducirá su papel a ser un mediador antropológico entre las dos generaciones de activistas, además de ser un invitado en la defensa simbólica de la fachada del viejo estado del bienestar, que es el objetivo máximo con la hegemonía del PSOE. Al menos podrá aspirar a ser una nueva estatua que siga viendo pasar el tiempo en la Puerta de Alcalá. Mientras tanto el proyecto sigue adelante y el poder que lo sustenta se ha extendido mucho más allá de lo político. Pero esto desborda los esquemas de la izquierda convencional. Contemplando a los dirigentes de Podemos me interrogo acerca de la luz cegadora de los focos mediáticos y su interferencia en el proceso de aprendizaje, imprescindible en cualquier transformación social.
domingo, 11 de octubre de 2015
ARCHIVOS DE LA DESTITUCIÓN
Con esta entrada inicio los archivos de la destitución, en los que voy a contar el extraño mundo universitario que vivo, que resulta del conjunto de reformas neoliberales que se intensifican en los últimos años. Una de las dimensiones primordiales de estos cambios es la destitución de la vieja profesión docente por parte del complejo de fuerzas que abren el camino a la nueva universidad, congruente con la transición hacia la nueva sociedad neoliberal avanzada. En las siguientes entradas me propongo narrar cómo opera la destitución de los docentes, ahora convertidos en emprendedores en el tráfico de méritos global, del que resultan nuevos mecanismos de poder, que estratifican a los profesores, generando una nueva casta de empresarios académicos y un creciente contingente severamente desprofesionalizado y proletarizado.
Una cuestión fundamental del proceso instituyente de la nueva universidad es que, tanto los objetivos como las estrategias del mismo, se presentan encubiertos, de modo que su visibilidad es escasa. Las transformaciones operadas son de gran profundidad, pero no son bien percibidas, en tanto que los esquemas mentales de los participantes en la organización permanecen anclados en el pasado. Así, los cambios son registrados de uno en uno, sin tener en cuenta su adición y recombinación. Además, la mutación más importante, que es la reestructuración de la universidad para adaptarla a los requerimientos del proyecto global, se oculta deliberadamente en el no discurso. Las reformas en curso se ejecutan, pero no se hacen visibles en su integralidad, presentándose como una secuencia de medidas puntuales.
El resultado es la configuración de una realidad difícilmente inteligible, que refuerza los comportamientos adaptativos de los profesores y estudiantes, que responden al alud de estímulos programados mediante comportamientos automatizados, así como la adopción de un sentido común parco y comedido en un grado extremo, que es incompatible con el espíritu de la libertad de pensamiento y de la creación. La universidad se ha convertido en una realidad fragmentada, opaca y automatizada, en la que la monotonía, la autorreferencialidad y el distanciamiento de la sociedad se hace patente.
Uno de los cambios más importantes que se están produciendo es el que denomino como destitución. Este es un término que propone Ignacio Lewcowicz, un historiador argentino cuya obra es extremadamente sugerente. La destitución del estado es el elemento más importante asociado al nuevo orden social emergente, en el que el mercado detenta una centralidad incuestionable. La destitución del estado significa su remodelación radical, así como la pérdida del papel de amparo de las instituciones, entre ellas las educativas, que quedan desvalidas en el orden social mercadocéntrico, desprovistas de un anclaje sólido. En este blog he contado cómo opera con respecto a los médicos en la entrada "Los médicos destituidos".
La destitución es un proceso complejo que incluye varias estrategias. De un lado se modifican drásticamente las normas emanadas del nuevo estado, de modo que se genera una secuencia de medidas y decisiones que remueven el orden organizativo convencional. Pero, junto a la maquinaria de la gestión que produce un flujo de regulaciones incesante, tiene lugar una mutación de los sentidos de la institución. Las significaciones compartidas son alteradas sustancialmente generando una crisis cultural difusa y permanente. La importación del mercado de los sentidos empresariales subvierte el sentido común compartido, dando lugar a un estado de confusión considerable.
La destitución es una consecuencia de los modos de ejercicio de poder postdisciplinarios, en los que la coerción se combina con otras formas de actuación sobre las personas y las organizaciones. No se trata principalmente de prohibir, sino de una conminación permanente que debilite al sujeto gestionado, de modo que capitule gradualmente al comprobar cómo los que le rodean ceden inexorablemente al asedio amable.
Pero la destitución es la forma mediante la que el complejo instituyente, que incluye los mercados, las tecnologías, los media, los consumos y otros elementos, se hace presente en el aula. Las subjetividades de los estudiantes son formateadas por sus dispositivos y contribuyen a generar nuevos sentidos en la educación. La educación es resignificada como competencias para la carrera profesional y como soporte de un proyecto psicológico individual. Todos los saberes y los métodos docentes son reestructurados para subordinarse a estos principios. La forma de visibilizarse son las señales que llegan de todas las partes y que se hacen perceptibles y continuadas.
La destitución resulta de la rectificación de cada uno ante el cerco que se manifiesta en la multiplicación, diversificación e intensificación de las señales emitidas por los sitiadores. Entonces, cada uno de los resistentes va aceptando la retirada lenta, que implica inexorablemente una renuncia final. De esta resulta una reprofesionalización severa de los antaño profesores. En ciencias humanas y sociales se manifiesta mediante la aceptación de un nuevo modo de inteligir, dotado de baja intensidad, derivado de la hegemonía incuestionable de los media, que representan el núcleo duro del complejo instituyente que sitia a la educación convencional.
La destitución es entonces un fenómeno social difuso, que se presenta de modo opaco, de modo que carece de un discurso explícito, al tiempo que es muy consistente en su modo de operar. Por eso en estos archivos de la destitución voy a tratar con realidades que se manifiestan en discursos dobles. Dice el sociólogo Román Reyes, que “El sociólogo es un analista con vocación de terapeuta: escribe sobre lo que está oculto, sobre lo que no se manifiesta de inmediato”. Esto es justamente lo que voy a hacer: escribir sobre acontecimientos que se manifiestan en señales difusas, pero cuyo fundamento es muy sólido.
Porque la destitución es inseparable de la subversión del sentido común de las organizaciones educativas. De ahí la proliferación de lo que antaño parecía inverosímil. Como conocer no es reproducir la realidad, sino construir una realidad mediante el filtro por un esquema referencial de categorías previas y de premisas incuestionables, no pocos lectores percibirán algunos textos como una antología de lo insólito. Pero en una situación de una reforma que disfraza sus finalidades y estrategias, es posible la apoteosis de lo no esperado.
Uno de los saberes que inspira al complejo instituyente es el del management. Desde hace años leo atentamente los textos sagrados de la gestión para comprender el nuevo mundo. Uno de los autores más relevantes es Peter Senge. Fue director de la Sloan School of Management del MIT. En uno de sus libros “La quinta disciplina” propone un concepto fundamental, que es la necesidad de “desaprender”. Manifiesta que para aprender es preciso liberarse de los esquemas cognitivos anteriores. Este concepto representa un papel fundamental del saber managerial, así como de su modo de operar. Desaprender es disolver la identidad profesional para reactualizarse. Así, el pasado se entiende como una carga de la que hay que liberarse en el camino de la reinvención permanente.
Pero la reinvención de los profesores es un proceso en el que se abandona una identidad para convertirse, no en otra, sino en un ser en tránsito permanente, es decir en nadie. No acepto que me conviertan en nadie las fuerzas de mercado. Soy un profesor, nada más y nada menos. Desde mi perspectiva crítica, un miembro de una profesión que se emparenta con un pasado ambivalente. Pero no nadie, un ser sin sustancia que reniega de su pasado y que está en disposición para ser remodelado por el poder gerencial y su maquinaria de recursos humanos.
No, no soy una cosa cuyo valor reside en la siguiente evaluación, que anula todo mi pasado. Mi valor no es el valor de cambio en el campo programado por los gestores. Dice el psiquiatra Guillermo Rendueles que el proyecto neoliberal implica que las personas acepten que al estar en un medio gobernado por fuerzas incontrolables, su valor no depende de ellas mismas, de modo que son como las acciones de la bolsa cuyo valor resulta de equilibrios contingentes. No acepto esto, ser convertido en una persona-acción.
Por estas razones no acepto mi destitución. En ocasiones pido permiso en la clase a las fuerzas que me destituyen como las grandes empresas, haciendo ironías. Lo que reconozco es que me encuentro en una situación adversa, pero los sitiadores no han podido llegar a mi mente ni afectarla. Esto me da fuerza para resistir el asedio y para comportarme orgullosamente frente a las realidades programadas, a las que denomino como fantasías gerenciales. Pienso que en el nuevo orden universitario, una gran parte de la realidad es pura ficción y simulación. Así, muchos de los méritos convertidos en productos docentes y de investigación, son falseados y simulados. Esta convicción vivida durante muchos años fundamenta mi resistencia a la destitución.
Seguimos. Pronto presentaré mi primer archivo acerca del mundo de los traficantes de méritos, antes profesores. También recuerdo que leer este texto y hacer algún comentario no tiene recompensa alguna en créditos. Forma parte de mi programa imaginario de "cero créditos".
Una cuestión fundamental del proceso instituyente de la nueva universidad es que, tanto los objetivos como las estrategias del mismo, se presentan encubiertos, de modo que su visibilidad es escasa. Las transformaciones operadas son de gran profundidad, pero no son bien percibidas, en tanto que los esquemas mentales de los participantes en la organización permanecen anclados en el pasado. Así, los cambios son registrados de uno en uno, sin tener en cuenta su adición y recombinación. Además, la mutación más importante, que es la reestructuración de la universidad para adaptarla a los requerimientos del proyecto global, se oculta deliberadamente en el no discurso. Las reformas en curso se ejecutan, pero no se hacen visibles en su integralidad, presentándose como una secuencia de medidas puntuales.
El resultado es la configuración de una realidad difícilmente inteligible, que refuerza los comportamientos adaptativos de los profesores y estudiantes, que responden al alud de estímulos programados mediante comportamientos automatizados, así como la adopción de un sentido común parco y comedido en un grado extremo, que es incompatible con el espíritu de la libertad de pensamiento y de la creación. La universidad se ha convertido en una realidad fragmentada, opaca y automatizada, en la que la monotonía, la autorreferencialidad y el distanciamiento de la sociedad se hace patente.
Uno de los cambios más importantes que se están produciendo es el que denomino como destitución. Este es un término que propone Ignacio Lewcowicz, un historiador argentino cuya obra es extremadamente sugerente. La destitución del estado es el elemento más importante asociado al nuevo orden social emergente, en el que el mercado detenta una centralidad incuestionable. La destitución del estado significa su remodelación radical, así como la pérdida del papel de amparo de las instituciones, entre ellas las educativas, que quedan desvalidas en el orden social mercadocéntrico, desprovistas de un anclaje sólido. En este blog he contado cómo opera con respecto a los médicos en la entrada "Los médicos destituidos".
La destitución es un proceso complejo que incluye varias estrategias. De un lado se modifican drásticamente las normas emanadas del nuevo estado, de modo que se genera una secuencia de medidas y decisiones que remueven el orden organizativo convencional. Pero, junto a la maquinaria de la gestión que produce un flujo de regulaciones incesante, tiene lugar una mutación de los sentidos de la institución. Las significaciones compartidas son alteradas sustancialmente generando una crisis cultural difusa y permanente. La importación del mercado de los sentidos empresariales subvierte el sentido común compartido, dando lugar a un estado de confusión considerable.
La destitución es una consecuencia de los modos de ejercicio de poder postdisciplinarios, en los que la coerción se combina con otras formas de actuación sobre las personas y las organizaciones. No se trata principalmente de prohibir, sino de una conminación permanente que debilite al sujeto gestionado, de modo que capitule gradualmente al comprobar cómo los que le rodean ceden inexorablemente al asedio amable.
Pero la destitución es la forma mediante la que el complejo instituyente, que incluye los mercados, las tecnologías, los media, los consumos y otros elementos, se hace presente en el aula. Las subjetividades de los estudiantes son formateadas por sus dispositivos y contribuyen a generar nuevos sentidos en la educación. La educación es resignificada como competencias para la carrera profesional y como soporte de un proyecto psicológico individual. Todos los saberes y los métodos docentes son reestructurados para subordinarse a estos principios. La forma de visibilizarse son las señales que llegan de todas las partes y que se hacen perceptibles y continuadas.
La destitución resulta de la rectificación de cada uno ante el cerco que se manifiesta en la multiplicación, diversificación e intensificación de las señales emitidas por los sitiadores. Entonces, cada uno de los resistentes va aceptando la retirada lenta, que implica inexorablemente una renuncia final. De esta resulta una reprofesionalización severa de los antaño profesores. En ciencias humanas y sociales se manifiesta mediante la aceptación de un nuevo modo de inteligir, dotado de baja intensidad, derivado de la hegemonía incuestionable de los media, que representan el núcleo duro del complejo instituyente que sitia a la educación convencional.
La destitución es entonces un fenómeno social difuso, que se presenta de modo opaco, de modo que carece de un discurso explícito, al tiempo que es muy consistente en su modo de operar. Por eso en estos archivos de la destitución voy a tratar con realidades que se manifiestan en discursos dobles. Dice el sociólogo Román Reyes, que “El sociólogo es un analista con vocación de terapeuta: escribe sobre lo que está oculto, sobre lo que no se manifiesta de inmediato”. Esto es justamente lo que voy a hacer: escribir sobre acontecimientos que se manifiestan en señales difusas, pero cuyo fundamento es muy sólido.
Porque la destitución es inseparable de la subversión del sentido común de las organizaciones educativas. De ahí la proliferación de lo que antaño parecía inverosímil. Como conocer no es reproducir la realidad, sino construir una realidad mediante el filtro por un esquema referencial de categorías previas y de premisas incuestionables, no pocos lectores percibirán algunos textos como una antología de lo insólito. Pero en una situación de una reforma que disfraza sus finalidades y estrategias, es posible la apoteosis de lo no esperado.
Uno de los saberes que inspira al complejo instituyente es el del management. Desde hace años leo atentamente los textos sagrados de la gestión para comprender el nuevo mundo. Uno de los autores más relevantes es Peter Senge. Fue director de la Sloan School of Management del MIT. En uno de sus libros “La quinta disciplina” propone un concepto fundamental, que es la necesidad de “desaprender”. Manifiesta que para aprender es preciso liberarse de los esquemas cognitivos anteriores. Este concepto representa un papel fundamental del saber managerial, así como de su modo de operar. Desaprender es disolver la identidad profesional para reactualizarse. Así, el pasado se entiende como una carga de la que hay que liberarse en el camino de la reinvención permanente.
Pero la reinvención de los profesores es un proceso en el que se abandona una identidad para convertirse, no en otra, sino en un ser en tránsito permanente, es decir en nadie. No acepto que me conviertan en nadie las fuerzas de mercado. Soy un profesor, nada más y nada menos. Desde mi perspectiva crítica, un miembro de una profesión que se emparenta con un pasado ambivalente. Pero no nadie, un ser sin sustancia que reniega de su pasado y que está en disposición para ser remodelado por el poder gerencial y su maquinaria de recursos humanos.
No, no soy una cosa cuyo valor reside en la siguiente evaluación, que anula todo mi pasado. Mi valor no es el valor de cambio en el campo programado por los gestores. Dice el psiquiatra Guillermo Rendueles que el proyecto neoliberal implica que las personas acepten que al estar en un medio gobernado por fuerzas incontrolables, su valor no depende de ellas mismas, de modo que son como las acciones de la bolsa cuyo valor resulta de equilibrios contingentes. No acepto esto, ser convertido en una persona-acción.
Por estas razones no acepto mi destitución. En ocasiones pido permiso en la clase a las fuerzas que me destituyen como las grandes empresas, haciendo ironías. Lo que reconozco es que me encuentro en una situación adversa, pero los sitiadores no han podido llegar a mi mente ni afectarla. Esto me da fuerza para resistir el asedio y para comportarme orgullosamente frente a las realidades programadas, a las que denomino como fantasías gerenciales. Pienso que en el nuevo orden universitario, una gran parte de la realidad es pura ficción y simulación. Así, muchos de los méritos convertidos en productos docentes y de investigación, son falseados y simulados. Esta convicción vivida durante muchos años fundamenta mi resistencia a la destitución.
Seguimos. Pronto presentaré mi primer archivo acerca del mundo de los traficantes de méritos, antes profesores. También recuerdo que leer este texto y hacer algún comentario no tiene recompensa alguna en créditos. Forma parte de mi programa imaginario de "cero créditos".
sábado, 3 de octubre de 2015
LAS HIPOGLUCEMIAS ESTACIONALES Y LA REBELIÓN DEL LABORATORIO
DERIVAS DIABÉTICAS
Estos días vivo bajo la amenaza de las hipoglucemias estacionales. El otoño se presenta en mi cuerpo virulentamente mediante sucesivas hipoglucemias cuyo origen no se encuadra en la relación entre la dosis de insulina, la dieta y el ejercicio. Desde el comienzo de mi enfermedad me visitan año a año, pero cuando lo he comunicado a los profesionales del dispositivo de atención, hacen oídos sordos, en tanto que sus definiciones se encuentran determinadas por el campo profesional y los pacientes nos encontramos en el exterior del mismo. De ahí que experimente un extrañamiento que se renueva cada cambio de estación. La mañana de ayer desperté en estado de hipoglucemia sin aparente explicación. Me protegí mediante una cena fuerte aprovechando el viernes, pero esta mañana he amanecido de nuevo en hipoglucemia. Es la señal del cambio de estación.
Lo peor es que la desestabilización otoñal concluye con una hipoglucemia muy severa que cierra el ciclo. Como ocurre con los terremotos, tiene alguna réplica en los primeros días de frio. Después todo se normaliza hasta la primavera. Puedo tener hipoglucemias, pero estas tienen relación con el equilibrio entre los tres factores, a los que mi experiencia suma la estabilidad de los horarios como cuarto componente esencial. Ciertamente, esta enfermedad depara sorpresas y sucesos inesperados, pero la regularidad de los cambios de estación es incuestionable.
Mi experiencia de enfermo me ha enseñado el poder de las hipoglucemias. Cuando comencé con la insulina me prescribieron una dosis determinada por un estudio realizado en el hospital, lugar en el que no hacía ejercicio alguno. Una vez instalado en mi vida, las dosis indicadas resultaron excesivas las y las hipoglucemias fueron terribles. Esperábamos las noches con temor y no nos atrevíamos a modificarlas, en tanto su prescripción tenía la garantía del especialista adecuado en el laberinto de especialidades médicas. Ahora vivo solo y siempre estoy vigilante ante las hipoglucemias.
He buscado en Google información al respecto y apenas he encontrado nada. Ha sido pavoroso leer estudios empíricos sobre niños diabéticos que se pinchaban cuatro veces al día. El resultado fue que un 12% de los mismos sufrió comas en el proceso del cumplimiento de los sagrados-científicos estándares. Como he contado en este blog me pude librar de las hipoglucemias permanentes mediante un endocrino que me recomendaron enfermos diabéticos con criterio, que me cambió el tratamiento y me convenció de que estuviese más alto sin temor. No importaba estar por encima de 7 en la hemoglobina glucosilada, pues más importante es la reducción de las hipoglucemias y un equilibrio al alza tiene más ventajas. La verdad es que la vida me va mejor y tengo un sentimiento de liberación.
Pero el problema de mis hipoglucemias estacionales remite al verdadero estatuto del enfermo diabético. La verdad es que es casi imposible dialogar con los profesionales, tal y como he contado en este blog, en tanto que la vida cotidiana es extraña a los mismos, que carecen de las categorías adecuadas para comprenderla. Así, o bien desempeñan el papel de reducir de un modo rudo la complejidad de la vida a recetas de una simplicidad que atenta a la inteligencia, o bien abren un proceso de diálogo, cuyas funciones son el apoyo psicológico, pero en el que no hay una verdadera indagación a dos en busca de soluciones ni un saber asentado que pueda ser una referencia. Su dominio de la situación en las cuestiones de tratamiento, en los que se muestran seguros, respaldados por el saber médico, se transforma en comentarios triviales cuando se refiere a la vida.
Cada vez que leo las revistas especializadas médicas sobre la diabetes, refuerzo mi convicción de que el tratamiento del enfermo es similar al de una rata de laboratorio. Sólo cuentan los resultados de magnitudes medibles que se comparan con los resultados de otros cuerpos que conforman las medias, así como con otros estudios y las valoraciones sagradas que se presentan en forma de estándar. De este modo, somos privados de nuestra palabra, de nuestro modo de conocer, de nuestra forma de nombrar, de nuestra manera de sentir y del conjunto de emociones que acompañan a una enfermedad crónica. Somos ratas de laboratorio bien tratadas, aunque ni siquiera en todos los casos. La construcción profesional de la enfermedad nos sepulta, convirtiéndonos en sospechosos permanentes de infringir las normas del tratamiento. Lo importante en nuestra asistencia descansa en medir nuestras constantes y administrarnos soluciones con base química. Lo verbal es menos importante y prescindible en no pocos casos.
Esta privación de la palabra también se mantiene en la investigación cualitativa. Esta nació precisamente para recuperar como sujetos a los actores y los contextos sociales mediante un conjunto de métodos y técnicas que se fundan en el supuesto de comprender la perspectiva del actor social. En mis tiempos de la EASP leí varios informes derivados de grupos focales en los que los códigos inmanentes de lo cuantitativo se hacían presentes, transformando a los sujetos en portadores de frases en las que lo verdaderamente importante era la frecuencia. La investigación cualitativa en el campo médico, en general y con alguna excepción, ha adoptado las técnicas pero no sus supuestos. Así la ausencia de estudios de caso y de contextos sociales es impúdica. De este modo, los enfermos somos fuentes de datos que se recombinan, ya ajenos a nosotros, para clasificar una serie de perfiles a los que somos asignados.
Un sociólogo crítico español, tan relevante e influyente en mí como Tomás Rodríguez Villasante, denomina al movimiento en la sociología en favor de la recuperación de los métodos cualitativos como “La rebelión del laboratorio”. Me parece muy preciso este término. En la siguiente cita se muestra el nudo de la cuestión “En la rebelión del laboratorio, cuando los animales con los que se experimentan….deciden no obedecer al investigador, plantarle cara. Incluso preguntarle porqué hace tales cosas y no tales otras…Somos los objetos de investigación, quienes en nuestros lenguajes desconocidos, ofrecemos asombros e intuiciones a quienes nos investigan. Porque el laboratorio sólo es una representación de la amplia realidad externa, que es donde se formulan las preguntas de verdad. No pregunta sólo el investigador, sino que este es interpelado por las nuevas realidades continuamente. A los sujetos sociales no es fácil reducirlos a objetos de análisis” (Juan Manuel Delgado y Juan Gutiérrez, Coordinadores. Métodos y técnicas cualitativas de investigación en ciencias sociales. Síntesis. Madrid 1994. Pag. 399).
La cuestión fundamental radica aquí. En ausencia de conversación es la comunidad investigadora quien hace las preguntas en el contexto de significación suyo, que es externo a las realidades de nuestras vidas. Así, somos convertidos en portadores de datos y sujetos de responsabilidad limitada beneficiarios de tan competente y rigurosa comunidad investigadora. Nuestras preguntas quedan fuera del campo de significación y son reducidas a un valor casi cero porque se sobreentiende que lo determinante es lo biológico. Así somos colonizados por una comunidad científica que nos expropia de nuestros lenguajes. En los últimos tiempos también somos considerados como clientes, de modo que una parte del servicio sanitario puede ser interactiva, pero esto no afecta a su núcleo, que radica en la construcción profesional del tratamiento y la subordinación de la vida.
Sí, la analogía de las ratas de laboratorio es perfecta. Nuestra vida se asemeja a las ratas que viven un mundo invisible para los moradores de las viviendas que habitan por encima de nuestro espacio vital. Vivimos de ellos que nos alimentan generosamente, pero ellos ignoran lo que hay por debajo de los suelos. Y lo que hay es nuestro mundo, un laberinto de espacios, huecos y pasarelas por donde transitamos en el subsuelo cada día. Sólo nos ven cuando fugazmente comparecemos en sus estancias, pero retornamos a nuestra invisibilidad al bajar a nuestro mundo subterráneo. Por eso nos entienden como seres individuales, que es como nos hacemos visibles en sus territorios, pero ignoran que somos seres sociales en nuestro mundo sumergido a sus ojos.
Los enfermos diabéticos somos sujetos atendidos e investigados por una portentosa comunidad científica. Pero algunos somos objetos de investigación rebeldes en ausencia de conversación. Desde mi vida diaria me pregunto por las hipoglucemias estacionales y otras cuestiones sin respuesta. El formidable dispositivo de asistencia e investigación que nos atiende descansa sobre los profesionales que gestionan las magnitudes resultantes de nuestras pruebas. Estos son los que se encuentran cara a cara con nosotros en las consultas. Me interrogo acerca del umbral de sensibilidad de los mismos con respecto a la relación con nosotros y de la posibilidad de que estos puedan ser contagiados por los asistidos rebeldes que no acepten que sus preguntas no sean consideradas como relevantes.
Esta es la forma de no renunciar a nuestra condición de enfermos crónicos, seres humanos vivientes, para los que la máxima importancia es nuestra propia vida cotidiana. Esta rebeldía funda la esperanza de que los profesionales con los que nos encontramos no se limiten a ser ejecutores de actos automáticos programados sobre nuestros cuerpos y se interesen por nuestras vidas más allá de los sacrosantos datos que definen el estado de la enfermedad. Así podemos soñar que otra asistencia a los enfermos crónicos es posible y que alguien pueda interesarse por mis hipoglucemias estacionales, evitando que esto pueda terminar en otra especialidad que empobrezca aún más la atención.
Estos días vivo bajo la amenaza de las hipoglucemias estacionales. El otoño se presenta en mi cuerpo virulentamente mediante sucesivas hipoglucemias cuyo origen no se encuadra en la relación entre la dosis de insulina, la dieta y el ejercicio. Desde el comienzo de mi enfermedad me visitan año a año, pero cuando lo he comunicado a los profesionales del dispositivo de atención, hacen oídos sordos, en tanto que sus definiciones se encuentran determinadas por el campo profesional y los pacientes nos encontramos en el exterior del mismo. De ahí que experimente un extrañamiento que se renueva cada cambio de estación. La mañana de ayer desperté en estado de hipoglucemia sin aparente explicación. Me protegí mediante una cena fuerte aprovechando el viernes, pero esta mañana he amanecido de nuevo en hipoglucemia. Es la señal del cambio de estación.
Lo peor es que la desestabilización otoñal concluye con una hipoglucemia muy severa que cierra el ciclo. Como ocurre con los terremotos, tiene alguna réplica en los primeros días de frio. Después todo se normaliza hasta la primavera. Puedo tener hipoglucemias, pero estas tienen relación con el equilibrio entre los tres factores, a los que mi experiencia suma la estabilidad de los horarios como cuarto componente esencial. Ciertamente, esta enfermedad depara sorpresas y sucesos inesperados, pero la regularidad de los cambios de estación es incuestionable.
Mi experiencia de enfermo me ha enseñado el poder de las hipoglucemias. Cuando comencé con la insulina me prescribieron una dosis determinada por un estudio realizado en el hospital, lugar en el que no hacía ejercicio alguno. Una vez instalado en mi vida, las dosis indicadas resultaron excesivas las y las hipoglucemias fueron terribles. Esperábamos las noches con temor y no nos atrevíamos a modificarlas, en tanto su prescripción tenía la garantía del especialista adecuado en el laberinto de especialidades médicas. Ahora vivo solo y siempre estoy vigilante ante las hipoglucemias.
He buscado en Google información al respecto y apenas he encontrado nada. Ha sido pavoroso leer estudios empíricos sobre niños diabéticos que se pinchaban cuatro veces al día. El resultado fue que un 12% de los mismos sufrió comas en el proceso del cumplimiento de los sagrados-científicos estándares. Como he contado en este blog me pude librar de las hipoglucemias permanentes mediante un endocrino que me recomendaron enfermos diabéticos con criterio, que me cambió el tratamiento y me convenció de que estuviese más alto sin temor. No importaba estar por encima de 7 en la hemoglobina glucosilada, pues más importante es la reducción de las hipoglucemias y un equilibrio al alza tiene más ventajas. La verdad es que la vida me va mejor y tengo un sentimiento de liberación.
Pero el problema de mis hipoglucemias estacionales remite al verdadero estatuto del enfermo diabético. La verdad es que es casi imposible dialogar con los profesionales, tal y como he contado en este blog, en tanto que la vida cotidiana es extraña a los mismos, que carecen de las categorías adecuadas para comprenderla. Así, o bien desempeñan el papel de reducir de un modo rudo la complejidad de la vida a recetas de una simplicidad que atenta a la inteligencia, o bien abren un proceso de diálogo, cuyas funciones son el apoyo psicológico, pero en el que no hay una verdadera indagación a dos en busca de soluciones ni un saber asentado que pueda ser una referencia. Su dominio de la situación en las cuestiones de tratamiento, en los que se muestran seguros, respaldados por el saber médico, se transforma en comentarios triviales cuando se refiere a la vida.
Cada vez que leo las revistas especializadas médicas sobre la diabetes, refuerzo mi convicción de que el tratamiento del enfermo es similar al de una rata de laboratorio. Sólo cuentan los resultados de magnitudes medibles que se comparan con los resultados de otros cuerpos que conforman las medias, así como con otros estudios y las valoraciones sagradas que se presentan en forma de estándar. De este modo, somos privados de nuestra palabra, de nuestro modo de conocer, de nuestra forma de nombrar, de nuestra manera de sentir y del conjunto de emociones que acompañan a una enfermedad crónica. Somos ratas de laboratorio bien tratadas, aunque ni siquiera en todos los casos. La construcción profesional de la enfermedad nos sepulta, convirtiéndonos en sospechosos permanentes de infringir las normas del tratamiento. Lo importante en nuestra asistencia descansa en medir nuestras constantes y administrarnos soluciones con base química. Lo verbal es menos importante y prescindible en no pocos casos.
Esta privación de la palabra también se mantiene en la investigación cualitativa. Esta nació precisamente para recuperar como sujetos a los actores y los contextos sociales mediante un conjunto de métodos y técnicas que se fundan en el supuesto de comprender la perspectiva del actor social. En mis tiempos de la EASP leí varios informes derivados de grupos focales en los que los códigos inmanentes de lo cuantitativo se hacían presentes, transformando a los sujetos en portadores de frases en las que lo verdaderamente importante era la frecuencia. La investigación cualitativa en el campo médico, en general y con alguna excepción, ha adoptado las técnicas pero no sus supuestos. Así la ausencia de estudios de caso y de contextos sociales es impúdica. De este modo, los enfermos somos fuentes de datos que se recombinan, ya ajenos a nosotros, para clasificar una serie de perfiles a los que somos asignados.
Un sociólogo crítico español, tan relevante e influyente en mí como Tomás Rodríguez Villasante, denomina al movimiento en la sociología en favor de la recuperación de los métodos cualitativos como “La rebelión del laboratorio”. Me parece muy preciso este término. En la siguiente cita se muestra el nudo de la cuestión “En la rebelión del laboratorio, cuando los animales con los que se experimentan….deciden no obedecer al investigador, plantarle cara. Incluso preguntarle porqué hace tales cosas y no tales otras…Somos los objetos de investigación, quienes en nuestros lenguajes desconocidos, ofrecemos asombros e intuiciones a quienes nos investigan. Porque el laboratorio sólo es una representación de la amplia realidad externa, que es donde se formulan las preguntas de verdad. No pregunta sólo el investigador, sino que este es interpelado por las nuevas realidades continuamente. A los sujetos sociales no es fácil reducirlos a objetos de análisis” (Juan Manuel Delgado y Juan Gutiérrez, Coordinadores. Métodos y técnicas cualitativas de investigación en ciencias sociales. Síntesis. Madrid 1994. Pag. 399).
La cuestión fundamental radica aquí. En ausencia de conversación es la comunidad investigadora quien hace las preguntas en el contexto de significación suyo, que es externo a las realidades de nuestras vidas. Así, somos convertidos en portadores de datos y sujetos de responsabilidad limitada beneficiarios de tan competente y rigurosa comunidad investigadora. Nuestras preguntas quedan fuera del campo de significación y son reducidas a un valor casi cero porque se sobreentiende que lo determinante es lo biológico. Así somos colonizados por una comunidad científica que nos expropia de nuestros lenguajes. En los últimos tiempos también somos considerados como clientes, de modo que una parte del servicio sanitario puede ser interactiva, pero esto no afecta a su núcleo, que radica en la construcción profesional del tratamiento y la subordinación de la vida.
Sí, la analogía de las ratas de laboratorio es perfecta. Nuestra vida se asemeja a las ratas que viven un mundo invisible para los moradores de las viviendas que habitan por encima de nuestro espacio vital. Vivimos de ellos que nos alimentan generosamente, pero ellos ignoran lo que hay por debajo de los suelos. Y lo que hay es nuestro mundo, un laberinto de espacios, huecos y pasarelas por donde transitamos en el subsuelo cada día. Sólo nos ven cuando fugazmente comparecemos en sus estancias, pero retornamos a nuestra invisibilidad al bajar a nuestro mundo subterráneo. Por eso nos entienden como seres individuales, que es como nos hacemos visibles en sus territorios, pero ignoran que somos seres sociales en nuestro mundo sumergido a sus ojos.
Los enfermos diabéticos somos sujetos atendidos e investigados por una portentosa comunidad científica. Pero algunos somos objetos de investigación rebeldes en ausencia de conversación. Desde mi vida diaria me pregunto por las hipoglucemias estacionales y otras cuestiones sin respuesta. El formidable dispositivo de asistencia e investigación que nos atiende descansa sobre los profesionales que gestionan las magnitudes resultantes de nuestras pruebas. Estos son los que se encuentran cara a cara con nosotros en las consultas. Me interrogo acerca del umbral de sensibilidad de los mismos con respecto a la relación con nosotros y de la posibilidad de que estos puedan ser contagiados por los asistidos rebeldes que no acepten que sus preguntas no sean consideradas como relevantes.
Esta es la forma de no renunciar a nuestra condición de enfermos crónicos, seres humanos vivientes, para los que la máxima importancia es nuestra propia vida cotidiana. Esta rebeldía funda la esperanza de que los profesionales con los que nos encontramos no se limiten a ser ejecutores de actos automáticos programados sobre nuestros cuerpos y se interesen por nuestras vidas más allá de los sacrosantos datos que definen el estado de la enfermedad. Así podemos soñar que otra asistencia a los enfermos crónicos es posible y que alguien pueda interesarse por mis hipoglucemias estacionales, evitando que esto pueda terminar en otra especialidad que empobrezca aún más la atención.