Melquíades es una persona marginada que recorre incesantemente mi ciudad recogiendo chatarra que deposita en un carro. Va acompañado de un enorme perro negro, en ocasiones alguno más. Pero en su carro lleva una perra a la que le falta una pata. Esta es la que viaja sobre ruedas en el conjunto de caminantes, que no pueden disimular su afecto y fidelidad mutua. Se pueden intuir los afectos existentes en este extraño grupo de viandantes. Lo conozco desde hace muchos años. Voy a contar algo de su historia, alejándome de las narrativas de las instituciones especializadas de la sociedad que le empuja al margen. La marginación es un proceso múltiple que tiene su origen en las estructuras e instituciones sociales. Por eso, al escribir sobre Melquíades, tengo que superar un cierto sentimiento de vergüenza por ser sociólogo, una disciplina tan distanciada de las víctimas de los procesos de marginación.
Las sociedades vigentes son muy ricas en marginaciones, pero carecen de un conocimiento acreditado acerca de los perjudicados por estos procesos. Las ciencias sociales los han etiquetado con el término “desviación social”, que insinúa la responsabilidad individual del desviado, al tiempo que libera a las instituciones de cualquier compromiso con aquellos que se distancian de la “normalidad”. Así se conforma un espacio que es gobernado por un continuo que empieza en los servicios sociales y concluye con la policía y el sistema penal. En este espacio se ignora la naturaleza social de los desviados, que generan lazos entre los mismos, de los que resultan microsociedades opacas a la mirada de las instituciones de lo que la sociología denomina como “mayorías centrales”.
En este post le llamo Melquíades, rememorando al mexicano de la película de Tommy Lee Jones sobre un guion de Guillermo Arriaga “Los tres entierros de Melquíades Estrada”. Porque Melquíades es un marginado que comparte con el inmigrante mexicano de la película la ausencia de un relato sobre su propia vida. Su pasado queda en suspenso, nunca apela a él, en tanto que conforma un territorio en el que se produjo la gran fractura que generó su proceso de apartamiento, y que inevitablemente es vivido como un trauma. Esta ha terminado en expulsión de la condición de ciudadano.
Melquíades vive en un lugar suburbial. Es una infravivienda abandonada y aislada. En sus alrededores no hay casas. Duerme sobre un colchón rodeado de sus perros, que se ayudan para pasar las frías y oscuras noches de invierno, en tanto que carece de luz. Hace sus necesidades en el exterior a la intemperie. En una alberca cercana coge agua para lavarse y cocinar. Para comer tiene un recipiente que denomina como candil. Recoge toallas y aceites reciclados en contenedores. Hace tiras que empapa en los aceites, manteniendo así un fuego durante un tiempo que le permite cocinar y calentar cosas básicas.
El estado de la infravivienda es deplorable. Tanto la higiene como la habitabilidad se encuentran muy por debajo de lo aceptable. Pero en este refugio se siente bien con sus perros. Tiene una radio y un dispositivo para escuchar música a pilas, que también recoge de los contenedores. Este es uno de los vínculos que remite a un pasado social. Pero el problema principal de su cobijo estriba en la seguridad. En muchas ocasiones le han robado alguna pertenencia. La inseguridad fue vivida como un episodio traumático cuando hace años, en su ausencia, alguien pegó a su perra y le produjo la ruptura de su pata que concluyó en su mutilación. Este acontecimiento es rememorado permanentemente, acrecentando la percepción de vulnerabilidad. El lugar que habita es un espacio por el que transitan personas situadas en los márgenes.
Pero su marginación total con respecto al trabajo, la vivienda y las instituciones se contradice con la posesión de una vieja furgoneta. En esta acumula la chatarra que vende en un lugar en el otro extremo de la ciudad. Así, su carnet de conducir es su último vínculo con la condición de ciudadano, en el sentido de relación con la sociedad oficial. La furgoneta sólo la usa para su actividad económica y en ocasiones especiales. Es un andarín insólito. Estar siempre en tránsito le protege de las miradas y coacciones de la sociedad de los normales.
Cualquier proceso de exclusión presenta elementos paradójicos, muy alejados de las simples y vacías definiciones imperantes en los servicios sociales. En el caso de Melquíades, resulta que tiene cotizados nada menos que 22 años en actividades laborales en su pueblo de origen, que se encuentra en Extremadura. Ahora le ayuda una persona que le ha acompañado a los servicios sociales para pedir ayuda. El principal componente de una ayuda es una paga. Pero esto no es posible por su brusca interrupción de su actividad laboral y social. Él no explica las razones de su viaje a Granada, donde lleva muchos años.
Aquí radica el meollo de la cuestión. Sólo es posible conversar con él mediante fragmentos de su vida. El no discurso frente a la sociedad oficial es un mecanismo de protección de un espacio vedado a las miradas de los profesionales de las instituciones. Pero su historia de vida laboral acredita que hay un pasado. La hipótesis más verosímil es que se ha producido alguna fractura muy importante con su medio familiar y social. Algo ha ocurrido que provocó su fuga. Él lo mantiene en secreto y no revela nada de su pasado. Algunas de las cosas que dice remiten a su imaginación y no son verosímiles. Dice que trabajaba en la T4 de Barajas en 2006 y que resultó herido en el atentado. Pero desde varios años antes se encontraba en Granada. Quizás sea una fantasía determinada por el impacto de este atentado en los medios de comunicación en la que murieron dos personas que se encontraban en un vehículo, lo cual estimuló su imaginación y activó sus miedos.
En este sentido comparte con el inmigrante mexicano de la película la ocultación de su pasado. Este sólo comparece en algunos fragmentos en un contexto de silenciamiento. Así, cuando este muere, su amigo se propone enterrarlo en su tierra. Pero las referencias que le ha proporcionado son tan evanescentes que no es posible encontrarlo. Porque el pasado es precisamente el origen de la huida. Esta cuestión es difícil de entender para los integrados que otorgan un sentido a su biografía. En el caso de los marginados, su proceso fatal no puede hacerse manifiesto y se interioriza configurando un área secreta que lo protege de intrusiones externas.
De este modo, es difícil comprender su trayectoria y su situación desde la información que proporciona. Se preocupa de tener el carnet de conducir pero renuncia a comparecer en el mercado de trabajo. Para obtenerlo busca un domicilio ficticio. Pero este no lo utiliza para la asistencia sanitaria. Su comportamiento respecto a la posibilidad de obtener una paga es fatalista, pero fundada en sus experiencias personales, interpretadas desde sus coordenadas. En los encuentros con las instituciones el saldo ha sido negativo, lo cual refuerza su desconfianza. Siempre ha sido mal acogido. Pero lo peor es que es entendido a través de prejuicios y estereotipos de los que la única respuesta posible es la ocultación, el silencio y la renuncia.
En varias ocasiones ha estado en situación de demandar asistencia médica, pero ha renunciado después de una mala acogida, primero en urgencias y después en un centro de salud, al que acudió con heridas derivadas de accidentes en la manipulación de la chatarra. Fue rechazado y le denegaron la asistencia por razones burocráticas al carecer de domicilio. Su caso representa un problema de complejo de acceso. El sistema sanitario de los mejores tiempos era universal con excepciones. Ahora, una persona que le ayuda le ha tramitado su acceso a un centro de salud obteniendo un documento que le permite recibir asistencia, pero no es la tarjeta que tenemos los integrados. Pero él vivió como un trauma su rechazo anterior. Su desconfianza es fundada y su capacidad de superar experiencias adversas es muy pequeña. Así, no comprende que le pongan pegas para obtener fármacos, cuando personas externas se los proporcionan pagándolos de su bolsillo. El recuerdo de una gripe pasada en su chabola se presenta como una evidencia de su vulnerabilidad personal.
La crisis de autorreferencialidad de los sistemas de servicios se hace patente en su caso. Por poner un ejemplo le ofrecen arreglarle gratis la boca, mediante un programa de la Junta de Andalucía. Pero desde su situación, el lamentable estado de su boca no supone un problema de salud prioritario. Las ofertas fragmentadas son inadecuadas a una persona en estado de emergencia personal. Se encuentra en una posición tan exterior que es incapaz de resolver el problema de capitalizar los años cotizados para obtener una pensión. Su condición no se inscribe en ninguna de las categorías establecidas por el estado. Su definición más rigurosa es la de paria urbano.
Pero su conocimiento de la ciudad es formidable. Su subsistencia depende de encontrar objetos que pueda revender a un chatarrero. Para ello se desplaza continuamente por las calles. Ha descubierto rutas múltiples y construido un mapa rico en referencias. Ha aprendido donde puede encontrar objetos valiosos preservando su seguridad de las violencias ejercidas sobre él por parte de no pocos de los normales. Sabe qué calles son seguras. También qué tiempos. Le está vedado el acceso a la ciudad comercial, donde se encuentra el núcleo de la policía municipal. Su devenir por las rutas le proporciona un conjunto de ayudas, desde carniceros que le regalan sobras para sus perros o supermercados que le proporcionan comida y otras ayudas.
Tiene que evitar la furia de los niños posmodernos, que en trance de convertirse en consumidores, trabajadores precarizados y alguna variante de hipsters, descargan sobre él su agresividad. Los espacios y tiempos en los que se produzcan euforias le están vedados. Su presencia en cualquier microbotellón o despedida de solteros puede terminar en una agresión. También tiene que sortear las microsociedades marginales de las periferias. Estas están gobernadas por las relaciones de fuerza y su situación es muy débil. Ha recopilado un catálogo de violencias verdaderamente asombroso. En una ocasión presencié la agresión que sufrió por parte de un grupo de niños de unos diez o doce años.
Pero no es un ser totalmente asocial. Vive en una microsociedad invisible en la que tienen lugar múltiples trueques, transacciones y chanchullos. La persona que le ayuda le proporciona comida y está convencida de que, a veces, la intercambia por marihuana. La riqueza de matices de una microsociedad regida por la economía informal es insólita para las miradas convencionales. Está compuesta por relaciones, jerarquías, intercambios, conflictos, informaciones, procesos de influencia, cooperaciones y violencias.
Melquíades se encuentra ahora en una situación crítica. Su problema radica en que sus perros son viejos. Su gran perro negro ya no puede seguirle en sus caminatas laborales. Él cree que es una cuestión que puede resolver con medicación pero no es así. Se trata del inevitable envejecimiento. Como no puede dejar sus perros solos en la chabola, dado el antecedente de la perra, se encuentra en un gran dilema. Sus perros lo son todo para él pero no puede prescindir de su modo de sustento. Se encuentra atrapado y lo vive muy mal. El problema de una persona marginada en este grado es que siempre se encuentra en un precipicio. Puede salir adelante pero la factibilidad de un accidente de consecuencias fatales es manifiesta, dado el equilibrio tan precario de su situación.
Este es el precio de la vulnerabilidad. Él mismo comienza a tener los primeros síntomas de mala salud, que se manifiestan en dolores y otras señales. Alude a dolores en la espalda, en la columna y en las piernas. Pero su tolerancia a la adversidad le permite soportarlo, aunque el no tratamiento tenga un desenlace fatal. Este paria urbano ha aprendido a experimentar la no dependencia de nadie. Vive sin someterse a ninguna reglamentación, caminando en espacios abiertos y acompañado de sus perros que le proporcionan un afecto intenso e incondicional. Una de las barreras de acceso a los servicios es que tiene que dejar sus perros en el exterior. En una situación así lo que se le pide es que acepte la estancia en alguna institución compensatoria, en la que se tiene que someterse a un reglamento y el afecto se encuentra excluido. El mito de la sociedad inclusiva se hace patente en las situaciones vividas por los parias urbanos.
Pero lo peor es que no es comprendido como persona integral. Que no encaja en una sociedad que sólo admite el éxito como único posible. Tanto en este caso como en otros que contaré aquí, el cuestionamiento de las categorías imperantes en los servicios sociales, adquieren proporciones colosales. Hablar de “los sin techo” es una simplificación de gran magnitud. Existen toda una gama de situaciones diferentes para una población en situación de exclusión social, que no se pueden homologar en ninguna etiqueta. Las soluciones habitacionales y la renta básica son partes de cualquier solución, pero tan importante como eso es asumir que en un tiempo de tantas mutaciones el fracaso es un derecho.
Escribiendo este post me he acordado de Luis Buñuel y su película “los olvidados”. El caso de Melquíades no es más que la enésima versión de esa subsociedad que hoy se encuentra más invisibilizada que nunca. Sólo emerge cuando en su seno se producen acontecimientos trágicos que los medios de comunicación presentan como morboso espectáculo que alimenta la factoría del miedo. Estoy convencido de que la medida del progreso de una sociedad es el bienestar mínimo del último de aquellos que la habitan. También de los parias urbanos.
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