lunes, 10 de agosto de 2015

LA DECADENCIA DE LAS UNIVERSIDADES DE VERANO

Nacieron en los años ochenta al amparo de la experiencia de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. En su fundación manifestaron su aspiración a ser complementarias, pero diferentes, a las universidades convencionales. Se reclamaban las metodologías docentes que propiciasen los diálogos, la relación personal entre profesores y alumnos, la pluralidad de enfoques, los contenidos orientados  a los problemas vivos, la relación entre diferentes disciplinas y la desformalización de las actividades académicas. En los años iniciales se crearon expectativas compartidas que se inscribían en un horizonte abierto de recuperación de la universidad como instancia de distribución del conocimiento y espacio de encuentro. El verano era el tiempo en que era factible esta convocatoria.

El contexto político polarizado en torno a la idea del cambio favoreció su impulso. Pero el factor más importante radicaba en un resarcimiento de la universidad tras los años oscuros del franquismo, en el que las libertades de pensamiento habían sido secuestradas y las élites académicas intervenidas por el poder político autoritario. En el ambiente se palpaba ese deseo de libertad y de comparecencia de las múltiples voces marginadas en los años de dictadura. Se trataba de una aspiración ampliamente compartida que incrementaba la disposición a recepcionar las corrientes de pensamiento y ciencias humanas y sociales relegadas. También a recuperar la voz y la palabra.

Los primeros años registraron una actividad creciente de cursos y seminarios programados por las nuevas universidades. Estas lograron reunir a un número importante de alumnos-viajeros, constituyendo un antecedente del presente, en el que un universitario es una entidad circulante por programas múltiples que anticipan la licuación y fluidez de la vida profesional. También concitaron la presencia de públicos ajenos a la institución interesados por el acceso a los cursos. Las sedes de las actividades fueron seleccionadas de modo que ofreciesen  entornos agradables favorecedores de las actividades de ocio complementarias.

Pero el proyecto inicial se instaura inevitablemente determinado por los códigos de la institución. Los programas privilegian la presencia de las élites académicas y culturales. El formato de las actividades es el mismo que en la universidad, pero dotado de una concentración más intensa. De este modo, un curso resulta de cuatro conferencias diarias, en doble sesión de mañana y tarde, de lunes a jueves. El viernes es la traca final de la clausura y el reparto de credenciales entre los alumnos. La sobrecarga es patente, acrecentada porque un buen programa suele ofrecer varios ponentes fuertes para ser atractivo.

De este sistema resulta un excedente de escucha manifiesto. El alumno es considerado de facto como un recipiente en el que se vierten muchas horas de disertaciones. La gran aspiración a tomar la voz por parte de muchos de los asistentes, contrasta con la metodología convencional de limitar las intervenciones de los alumnos  a preguntas, que tienen lugar al final de cada exposición. El resultado suele ser cuasi catastrófico,  debido a la dispersión, al agotamiento por los largos turnos y la emergencia de múltiples aspirantes a ponente que aprovechaban las oportunidades. Me refiero a las personas que intervenían en todas las sesiones, exhibiendo su competencia en el tema mediante largas disertaciones, que remitían a conceptos acerca de la desmesura de los egos.

Además, el número de alumnos era muy numeroso, en la idea de que lo verdaderamente importante era llenar la sala. Los elementos apuntados hasta aquí convergen generando un impacto acumulado en el estado de  los efectivos del curso. A partir del miércoles la audiencia bajaba considerablemente. Las primeras horas de la mañana mostraban la saturación en la recepción pasiva junto a los estragos de las noches, en las que muchos de los participantes se transformaban en sujetos activos en las actividades complementarias, dotadas de una versatilidad mucho mayor que las sesiones académicas. Las presencias iban decreciendo para concluir en la ceremonia de la resurrección que tenía lugar el último día, en el que se entregaban los títulos y tenían lugar las despedidas.

Los cursos de verano fueron instituidos en el supuesto de la ausencia de diálogo entre los ponentes y los inscritos. Pero, otro rasgo esencial de la universidad española hizo acto de presencia: la carencia de cualquier relación entre los ponentes. En España apenas existen controversias públicas entre científicos o profesores. Está mal considerado discutir o deliberar manifestando las diferencias, conformándose un pacto mutuo de silencio, en el que cada uno ignora al otro. Así, cada conferencia era radicalmente autónoma. Como entre las intervenciones, en ocasiones, existían diferencias notables, la sobrecarga sobre el inscrito era tóxica, en tanto no había espacio alguno para analizarlo.

En una ocasión asistí a un curso  en la Menéndez Pelayo de Santander en la que intervenían varios conferenciantes relevantes, uno de ellos era Maffesoli. En este curso hubo un relator. Era un semiólogo argentino, Norberto Chaves. Ejerció su papel de forma admirable, pues presentaba síntesis de las distintas intervenciones, mostrando las relaciones entre las mismas, siempre de un modo abierto que facilitase la reflexión. Aprendí muchísimo en este curso, pero del relator, que alivió la carga sádica derivada de este sistema que se configuró de una forma justamente contraria a su proyecto inicial.

Tras los primeros años, en los que la que la institución universitaria reconfigura el proyecto inicial, transformándolo en un anexo institucional de sí misma, en el que predominan las funciones de feria de conferenciantes ilustres, altavoz de las producciones de los ponentes, señalización de los estatus académicos, intercambio entre las élites disciplinares y sistema de relaciones con las empresas, los media y las instituciones del estado. El agotamiento del modelo fue inevitable, en tanto que la composición de los inscritos en la primera época, en la que se encontraban las gentes ajenas a la universidad atraídas por su expectativa de aprender y encontrar un ámbito en el que pudieran expresarse. La frustración de este contingente concluye con su abandono. Así la composición de los grupos fue homologándose con la universidad de invierno.

El entorno inicial que favoreció las universidades de verano se disipó en los años siguientes, reconvirtiéndose en otro completamente diferente, en el que resaltaba  la preponderancia del poder económico, la subordinación al mismo del poder político, la recuperación de elementos autoritarios del pasado, especialmente las liturgias académicas que hacían imposible la comunicación, el debilitamiento del periodismo y la universidad de los años de la transición, de modo que este tiempo inicial queda convertido en una primavera, que siempre tiene un final. Esta mutación se hizo patente en los años noventa mediante la reconfiguración de los cursos de verano, que seleccionaban a los conferenciantes con poder empresarial desplazando a las ciencias humanas y sociales. La financiación de los cursos por las empresas y los bancos determina un giro radical en la agenda. La mayoría de los programas se fundan en una selección en la que los intereses económicos desempeñan un papel relevante.

Este giro de las universidades de verano es paralelo a la deriva de la universidad, que manifiesta un bloqueo incuestionable. Sobre estas bases se produce el asalto a la institución por parte de los poderes globales, iniciando una secuencia de reformas en el camino del logro de un nuevo capitalismo académico, que es inequívocamente salvaje en el caso español. Uno de los elementos centrales de estas reformas consiste en la explotación de los alumnos como material sobre el que se fundan  los proyectos. La instauración del crédito y la libre configuración constituye el núcleo sobre el que pivota esta transición. Con los años se construye una masa de consumidores de créditos para configurar su currículum personal.

De este modo se produce una explosión de las actividades académicas que se cuentan en créditos en todos los tiempos y estaciones. Así se debilita el sentido del interés por las actividades docentes, ahora devenidas en oferta intercambiable. El efecto perverso de esta transformación estriba en que cada feudo académico programa sus créditos para sus públicos. De este modo el localismo y la disciplina se refuerzan considerablemente. El espacio del verano queda cercenado por la poderosa maquinaria de producción de créditos, que se extiende a las prácticas reforzando los privilegios de las empresas.

Es un poco duro lo que voy a decir, pero lo voy a hacer. Esta reforma produce una masa de buscadores de créditos y prácticas, focalizada en su propio proyecto y progresivamente ajena a los contenidos vivos. Así se mutila el espacio de las universidades de verano y se sepulta el espíritu que las generó. También para las nuevas autoridades disciplinares, centradas en la gestión de la producción de titulaciones y productos de investigación, ejecutadas por los nuevos profesores, integrantes del emergente cognitariado. No, no hay espacio para reflexionar en común, ni para conversar, ni para discutir. Todo eso perjudica la lógica de la factoría industrial de méritos. Las universidades de verano van decreciendo su actividad, focalizándose a los públicos locales.

Me acuerdo del esplendor inaudito de las intervenciones de Borges; de las sesiones en las que los ministros de economía intercambiaban señales con los banqueros presentes; de la energía de las clases de algunos heterodoxos, Agustín García Calvo o Ivan Illich en particular. También de otros muchos. Este es un tiempo pasado. Me pregunto por las gentes que acudían a las universidades de verano en los primeros tiempos, que aspiraban a escuchar y también a decir. Representan un fenómeno de disipación, barridos por las reformas del tiempo presente, tan bien sintetizadas por el cartel de mi facultad que he comentado en este blog: Dos créditos, dos euros. Insuperable.

Todavía quedan rescoldos del pasado y algunos cursos representan tribunas donde se exponen los resultados de las últimas investigaciones para un público restringido interesado por el tema. Pero el verano es otro tiempo en el capitalismo global, en el que los contingentes que conforman la base de la producción inmaterial siguen sus rutas y se instalan en nuevas estaciones siempre provisionales, que anticipan el siguiente destino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario