Soy un hijo
de hutu. En mi infancia escuché en numerosas ocasiones las versiones hutu de
las terribles historias de la guerra entre los hutus y los tutsis en los años
treinta del siglo pasado. Estos fueron vencidos y condenados a una
subalternidad social implacable. Fueron derrotados y humillados mediante la
denegación de su identidad y la perpetuación de su estigma. Encerrados en sus
pueblos y las sórdidas periferias industriales de las ciudades, permanecieron
inmóviles bajo el control hutu. En los años transcurridos hasta mi adolescencia
despertaron mi curiosidad, en tanto que se hacía patente el contraste entre su
segregación y su sumisión, con las narraciones acerca de su crueldad en el conflicto
en el que resultaron perdedores. Siempre me interesaron los tutsis que
circularon por mi vida.
Cuando
llegué a la universidad apenas había gentes tutsi. Mi curiosidad me condujo a
romper con la recomendación familiar reiterada de no visitar los barrios donde
se concentraban los vencidos, devenidos en sujetos calificados por ser
peligrosos. Al sur de la estación de Atocha comenzaba la transición hacia los
barrios tutsi diseminados por la periferia. Mi primer verano universitario
trabajé en correos, en la sucursal nº 23, si no me traiciona mi memoria, que
estaba ubicada en Vallecas, en la avenida de la Albufera. Allí descubrí verdaderamente
al pueblo tutsi. Trabajaba en una ventanilla donde recibía y enviaba cartas
certificadas, paquetes, giros y otros intercambios. La demanda era muy intensa,
en tanto que en estos años las familias se habían diseminado por territorios
lejanos a su origen, lo que determinaba el volumen de comunicaciones y envíos
debido a su dispersión. En mis encuentros diarios con muchas gentes tutsi se
desplomaron mis prejuicios. Eran personas que habían arribado a la periferia de
Madrid después de largos años de silencio, miedo e inmovilidad social. Eran
animosos, esperanzados en mejorar sus condiciones sociales, y confiados en un
futuro perfectible, sobre todo para sus descendientes.
Recuerdo que
mi trabajo era escribir los resguardos, pues la mayoría de los mayores no leían
o escribían, de modo que eran dependientes en todos los trámites
administrativos y burocráticos. Muchas de
las personas que pasaban por la ventanilla necesitaban de ayuda. Pero
mostraban agradecimiento cuando eran auxiliados. Eran muy generosos, abiertos y sufridos, muchos tenían una
especial facilidad para expresar sentimientos positivos y desembarazarse de su
adversidad. La verdad es que pronto se ganaron mi consideración, respeto y
afecto. Eran muy austeros, sacrificados y su proyecto estaba muy bien definido:
esperaban que sus hijos y nietos pudieran mejorar. Estaban esculpidos por su
sufrimiento y la dureza de las condiciones en que se desarrollaban sus vidas.
Pero este estado era compatible con la cordialidad y el humor.
Terminé por
salir con una chica tutsi que trabajaba en la sucursal. Los primeros besos me
revelaron sensaciones mejores que las experimentadas con algunas chicas hutu
que había conocido. La relación con su
cuerpo era más natural, de modo que neutralizaba las inhibiciones que la
educación religiosa de la época determinaba. Además, era muy inteligente, sensible y cariñosa,
expresando sus sentimientos con una espontaneidad desconocida para mí,
habitante del mundo hutu de la época, en el que era frecuente simultanear
varias caras. Mi madre (hutu) la conoció casualmente y me dijo que era una
“ordinaria”, lo que denota que ella, como los hutus de esa época, se consideraba a sí misma como un ser
extraordinario. Este verano tutsi me dejó una huella importante. Desde entonces
me gustan las chicas ordinarias.
En los años
siguientes, muchos de los tutsi mejoraron manifiestamente sus posiciones sociales
y sus condiciones de vida. En la industria mejoraron las condiciones de trabajo
y los salarios; muchos se abrieron camino como emigrantes en Europa; otros
llegaron a trabajos que con anterioridad les estaban vedados: administrativos,
funcionarios, maestros, y otros similares; también desembarcaron en las
profesiones convencionales: abogados, médicos, ingenieros y otras. Así, los
tutsi fueron expandiéndose y conquistando posiciones en zonas residenciales
mixtas, que resultaban de la expansión de las ciudades, como consecuencia del
crecimiento económico. El apartheid social se minimizó y los guettos tutsi se
redujeron haciéndose más permeables.
La
transición y la constitución de 1978 sancionaron su ciudadanía casi completa.
Integrados en el trabajo, la educación, la sanidad universal, el embrión de
servicios sociales y los dispositivos del estado de bienestar, las barreras
entre los hutus y los tutsi se debilitaron. Los años siguientes fueron testigos
de las euforias y los discursos positivos que ratificaban la integración tutsi,
que operaba en distintos niveles, principalmente en el territorio de los
consumos públicos y privados. Fueron buenos años para las personas ordinarias,
como gustaba llamarlos a mi madre. Pero, sobre todo, fue un buen tiempo para
sus hijos. No pocos jóvenes tutsi experimentaron un ascenso social, mediante la
adquisición de credenciales educativas que los homologaron con los hutu,
entremezclándose en las posiciones sociales medias y altas, aunque siempre en
proporciones menores a su peso demográfico..
No obstante,
en el curso de los años ochenta, comienza a producirse un acontecimiento que
entonces pasa desapercibido. Se trata de la desaparición acumulativa de
industrias, que inicia una reestructuración productiva que amenaza las posiciones
conquistadas por el pueblo tutsi. De este proceso resulta la progresiva
desregulación del trabajo y la aparición y expansión de la precariedad. Algunos
sectores tutsi son apartados del mercado laboral y comienza a configurarse un
nuevo conflicto social, que resulta de la expansión de economías ilegales. La percepción de inseguridad preside la nueva
época y algunas sociedades hutu
comienzan a endurecer sus posiciones con respecto a los tutsi, desenterrando la
etiqueta del peligro.
El recién
inaugurado siglo XXI es el tiempo en el que se recombinan todos estos factores.
Tras los primeros años donde la desindustrialización y el consiguiente
desplazamiento de segmentos de población tutsi, se compensa mediante la
multiplicación de la construcción de edificios e infraestructuras. Además, no
pocos segmentos de la población tutsi son atrapados por los tentáculos de la
expansiva institución del crédito, que los convierte pocos años después en
víctimas. Así devienen en endeudados, hipotecados y otras formas fatales de
dependencia que les empujan a una vida en la que se entrecruzan varias
ficciones.
En el final
de la primera década del nuevo siglo prodigioso se produce un colapso general
que clausura la construcción y termina por bloquear el sistema financiero. Así,
muchos de los tutsi que habían experimentado la integración y el progreso,
identificándose con un imaginario optimista de crecimiento sin fin, son
arrojados al espacio conformado detrás de una gran barrera económica, política,
social y cultural, que resulta de la rigurosa reestructuración social. La nueva
situación convierte en ficción imaginaria las posiciones alcanzadas por los
tutsi después de tres décadas. Pero lo peor es que sus hijos son los más
afectados por el huracán global que es presentado como una crisis. Estos son
excluidos primero del mercado de trabajo, a pesar de su elevada cualificación. Pero
su expulsión de los tramos altos de la educación es más lenta y está teniendo
lugar en estos años. Estas asincronías entre la velocidad de estos cambios
determina que grandes contingentes de tutsi jóvenes queden atrapados y
almacenados en las instituciones educativas, en tránsito hacia un nuevo rol,
consistente en reforzar la poderosa frontera social resultante de la nueva
economía.
Así se configura
una regresión para el pueblo tutsi, cuya ciudadanía total es laminada
inexorablemente por un estado controlado por los hutu, ayudados por la
complicidad de los segmentos tutsi que han llegado a las instituciones políticas
representativas y a las cúpulas de los dispositivos del estado. Expulsados del
mercado regulado de trabajo, siendo ubicados en las sórdidas periferias del
mismo, sometidos a una precarización severa, desplazados al espacio-mundo en
busca de una ubicación, habitando espacios que testifican sociedades en
descomposición, violentados como endeudados insolventes, descalificados en los
medios de comunicación y los discursos políticos. Esta es la nueva condición de
los tutsi, reconvertidos en una masa heterogénea privada de anclaje social.
Al tiempo,
los hutus intensifican su menosprecio hacia ellos mediante la intensificación
de la represión en las protestas que manifiestan la regresión. Son desplazados
de las agendas públicas y privados de la ciudadanía total mediante la
asignación de un destino que conlleva su concentración en una cola que fluye
entre las oficinas de empleo, los breves períodos de trabajo, y el retorno a la
cola que es organizada por las actividades de formación en espera del nuevo
ciclo. Así, retornan a la periferia de la sociedad, en este caso de la sociedad
del bienestar selectivo y fraccionado.
Pero lo peor
de este proceso que defino como ensañamiento es la construcción de una imagen
negativa, que los entiende como personas responsables de su propia situación,
conformando así el umbral de una reconversión en una masa de dígitos, que hace
posible su progresiva penalización. De este modo son entendidos más como un
problema, negando su potencialidad productiva y social. Así se conforma el
umbral en el que se hace coherente la disminución gradual de sus derechos.
Los hutus
intensifican su ensañamiento desplazándolos de las agendas de las instituciones
y generando un vacío de representación de sus intereses. El nuevo destino que
tienen asignado es rotar entre el desempleo y la precariedad, conformando colas
humanas que fluyen en la periferia de la sociedad de bienestar fraccionado. Así
las instituciones los avasallan mediante la generación de una imagen de
población problema. Las maquinarias policiales y judiciales en los últimos años
los tratan con un rigor insólito en los tiempos anteriores, denotando la
minimización de su condición de ciudadanos. El espectáculo de los deshaucios es
pavoroso. No se trata de un acontecimiento aislado sino de un hecho que muestra
el rostro del gran disciplinamiento que acontece en el fin de la época de la
constitución del 78, que es vaciada de su contenido drásticamente. Las
violencias ejercidas sobre la población tutsi son equivalentes a un exterminio
ciudadano de baja intensidad, pero acumulativo.
Lo peor de
este episodio es la perplejidad del pueblo tutsi que se muestra incapaz de
defenderse de este genocidio ciudadano. Sus viejas organizaciones se han
disuelto en el magma institucional hutu. Así, carecen de representación
efectiva. Hace algunos años, el 15 M puso de manifiesto que algunos hijos de
tutsi no aceptaban el destino social que les habían asignado. A partir de
entonces se suceden tensiones derivadas de este monumental proceso de
segregación social. Pero las maquinarias institucionales de los hutu siguen
adelante con este proceso de ensañamiento que revierte el signo del proceso de
integración sucedido en el final de los años setenta.
Soy profesor
universitario y vivo un mundo donde los tutsi son mayoría, aunque se asemejan poco a aquellos que conocí en mis años de adolescencia. Estos son
ajenos a la construcción de la gran barrera social, cuyas obras tienen lugar
ante nuestros ojos. La invención de los grados y la reconversión de los máster
en un mercado segmentado, en el que los niveles de acceso a las posiciones
altas se encuentran determinados por barreras económicas, anticipan un futuro
en el que la formación especializada de alto nivel se asemejará, en su
composición social, a la universidad de mi juventud. De este modo soy testigo
involuntario de la constitución de una gran frontera, que priva de un destino
social abierto a muchos de los habitantes de este extraño mundo de las aulas.
En este singular exterminio ciudadano, las hachas, los machetes y las armas de fuego hutu devienen
en discursos, contenidos audiovisuales
y medidas políticas para discriminar al pueblo tutsi. La ley de
Seguridad Ciudadana es su última razón para amedrantarlos, como en mis lejanos
años de juventud. Esto sí que es peligroso.
https://www.youtube.com/watch?v=No53ewaNy4E
ResponderEliminarGracias por el video. Es urgente una sociología de los hijoputa
ResponderEliminarY sí los tutsis buscamos otros lugares y más para unirnos. Interesante articulo. saludos, Marta.
ResponderEliminarhttp://protestantedigital.com/ciudades/35880/Monedero_Podemos_acoge_a_un_Cristo_humano_a_un_Mesias_hecho_gente
Gracias Marta. Sí, esa es la aspiración de todos los marginados: encontrar una tierra donde ser libres. Por eso siempre termino pensando en Hakim Bey
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