Llevo una semana asolado por una impertinente gripe, que castiga mi cuerpo sin piedad alguna. Se ha manifestado en el peor de los momentos posibles, pues me encuentro en una situación de sobrecarga de clases y otras obligaciones. El año pasado se hizo presente levemente, molestándome durante tres o cuatro días. Pero esta semana ha invadido mi persona de forma absoluta. Voy a contar mi vivencia de estos días sufridos de andanzas y desventuras. Mi cuerpo y mi mente todavía se encuentran interferidos por los efectos sucesivos de las medicaciones y las actividades de respuesta a la impetuosa e invasiva gripe.
Como es sabido por las personas que siguen el blog, soy un enfermo diabético. La combinación entre la gripe y la diabetes me selecciona en la amenazadora etiqueta de población de riesgo. He sufrido ya en alguna ocasión la desestabilización de la glucosa derivada de la fiebre. Pero mi persona reúne varias características que se difuminan en las historias y bases de datos clínicos al uso. Además de diabético dependiente de la insulina, así como de mi edad de sesenta y seis años, soy sobreocupado profesionalmente, y, además, ahora vivo sólo. La vivencia de la gripe que voy a narrar es inédita para mí, en tanto que, cuando Carmen se encontraba a mi lado, todo era diferente. Ahora me encuentro con los recursos restringidos, al simultanear la condición de enfermo y acompañante. La ausencia de una cuidadora no profesional cotidiana, crea un vacío insustituible, así como una nostalgia intensa.
Dice la socióloga María Ángeles Durán que una gripe conlleva un número de horas variable, pero considerable, de trabajo de cuidado no profesional. Aquí se encuentra la clave de todo el proceso. Cuando los síntomas comparecen, el tiempo acrecienta su importancia. El primer movimiento es neutralizarlos mediante la medicación, de modo que se puedan preservar las actividades de la vida profesional. Así, cuando la tos persistente, un leve dolor en la garganta y un malestar en la cabeza que te dificulta las actividades, haciéndote sentir espeso, se instalan durante un tiempo, lo primero es responder mediante el Eferalgan. También esperar a la noche para ingerir un Frenadol. Aquí el cálculo es más arriesgado, puesto que sus efectos sobre mi cuerpo son demoledores. Si tengo clase a las nueve de la mañana, no puedo hacerlo pues me genera un estado de dispersión inasumible. La administración de los fármacos está regida por la prioridad de las actividades, sólo realizables en un estado personal aceptable.
La primera noche es un tiempo de cálculo de posibilidades. Se incrementa la autoobservación, se recuerdan las anteriores experiencias y se espera el mejor desenlace posible, que es que los síntomas se debiliten. Pero los cálculos no remiten sólo al control de la situación, sino a preservar un estado en el que sea factible desempeñar de modo óptimo las actividades profesionales. En mi caso, tanto las clases como las tareas en las que tengo que valorar textos o escribirlos, es fundamental realizarlo en un estado que lo permita. De esta finalidad resulta mi estrategia triple: medicarme para minimizar la gripe, estimularme para la realización del trabajo y recombinarlo con el control de la glucosa, que se desboca en estados de inestabilidad.
El día siguiente abre un tiempo incierto, en el que se va a decantar la dirección del proceso de la enfermedad. Si ocurre, como ha ocurrido en estos días, que se abre un proceso de agravamiento de los síntomas, que mi cuerpo registra mediante desplazamientos del centro de gravedad del catarro desde la garganta a los bronquios, la intensificación de las secreciones de mi nariz, la persistencia amplificada de un estado de bloqueo en mi cabeza y la temible aparición de una sensación de frío que, al avanzar el día se transforma en escalofríos. La proliferación de sensaciones extrañas y contradictorias es inevitable. Cuando aparece la ausencia de apetito y la pérdida del gusto, se consolida la certeza de que el virus ha ganado posiciones y se queda varios días. En estos las diferentes partes de mi aparato respiratorio van a emitir una gama diversificada de sonidos.
Entonces aparecen dos dilemas: Uno es acudir al médico, el otro es pedir una baja laboral. Pero, en una situación de emergencia, aunque todavía bajo control, ambas cuestiones implican entrar en un estado de dependencia que restringe mi capacidad de respuesta. Tanto el médico como la gestión de la baja son ladrones voraces de tiempo, tan valioso para mí en una situación adversa. He tenido varias experiencias con Carmen y otras personas de solicitar asistencia domiciliaria. En estas siempre se ha manifestado el carácter compensatorio de esta prestación. El médico o la enfermera pueden retrasarse varias horas y tenerte inmovilizado en la casa en estado de espera. Pero lo peor es que en una situación tan variable los profesionales no son accesibles. Para consultar cualquier cosa nueva es preciso solicitar una nueva consulta o visita. Esta es la verdadera diferencia entre un profesional y un burócrata.
Un factor fundamental radica en que no me he vacunado. Con mi edad, enfermedad y profesión, eso supone una transgresión considerable para tan protocolizados profesionales. Pero la diferencia esencial radica en que mis definiciones y cálculos, que estoy contando, se fundan en una valoración y priorización de las actividades de mi vida, que pienso que puedo preservar. Esto es incomunicable a un médico cuya referencia se agota en el tratamiento de la enfermedad. Así, su estrategia es inevitablemente inmovilizarme. En tanto pueda responder físicamente y la deriva del proceso no se agrave, no dudo en preservar mi autonomía.
Por eso me apresuro para aprovisionarme de comidas adecuadas a mi situación. Así acumulo pescado blanco, queso blanco, jamón york, pechugas de pollo, bolsas de espinacas, caldos bajos en grasas y manzanas Golden, que son las únicas frutas que puedo comer con el gusto alterado. Así puedo afrontar mi estado de excepción patológico preservando mi poder de decisión y en espera de que mi cuerpo se recupere de modo natural.
Los días siguientes son complicados en tanto que cumplo con las actividades profesionales mediante la recombinación de fármacos, que cobran su precio en la fatiga corporal, y también psicológicamente en el estado de alarma por la factibilidad de la fiebre que me pueda desestabilizar. Tengo que transitar por las farmacias, en las que me recomiendan jarabes, como el Mucosan, que ayudan a limpiar mis castigados bronquios. También pasar por pequeñas situaciones de humillación, en las que un empleado me trata como si fuera tonto, al explicarme lo que me gusta llamar como prólogo del tratamiento sin fin. El viernes pasado no pude concluir una de las clases por mi estado mental espeso, derivado de la medicación y el fin de semana lo he pasado entre sudores, toses y escalofríos.
Pero lo peor en una situación en la que intervienen tantos factores es la desestabilización de la glucosa. Sólo he tenido fiebre leve un día. Para prevenir una hiperglucemia aumenté mis dosis de insulina, pero como he reducido considerablemente mi dieta habitual, debido a la alteración del gusto, he tenido dos hipoglucemias sucesivas, de las que me he recuperado muy bien. Me siento muy satisfecho de aprender de mis experiencias y de descifrar las señales que me envía mi cuerpo.
Ahora me encuentro mejor. He dejado los frenadoles y eferalganes pero ayer tuve que tomar dos ibuprofenos porque tenía una contractura leve en el cuello derivado de las posturas de tantas horas de somnolencia este fin de semana. El signo del proceso es de clara recuperación y me reincorporo gradualmente a mi vida bajo control. Espero resolver satisfactoriamente mi situación, aunque con el cuerpo que tengo, tengo dudas de que esta tarde pueda dar la clase. Mañana espero encontrarme en el camino de la normalidad, quedando atrás las distintas sensaciones, dolores, toses, fatigas y hasta temores. Si alguna vez las cosas van mal tendré que llevar mi cuerpo a las urgencias.
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