jueves, 15 de enero de 2015

MEMORIAS DE LA EXTRAVAGANCIA: EN LAS UNIDADES DOCENTES DE MEDICINA FAMILIAR

Uno de los factores más importantes para una profesión es el control efectivo  de la formación de sus miembros. En el caso de los médicos de familia este principio se encuentra amenazado, debido a su débil posición en el campo médico, por la hegemonía de los especialistas. Las unidades docentes de MF, cuya función es la formación de los residentes, registran inequívocamente esta tensión. Así, se configuran como recintos amurallados al exterior. En los procesos de formación de MF,  contrasta el rígido monopolio de la clínica en detrimento de otras competencias profesionales, que se asientan sobre  distintos saberes, entre los que las ciencias sociales son relevantes. Apenas algún sociólogo o antropólogo ha participado puntualmente en la formación de los médicos. En este sentido, he tenido el privilegio de atravesar ese muro impartiendo durante varios años un curso en la unidad docente de Huelva. Esto constituye una rara excepción.

Las unidades docentes son lugares en los que se produce, conserva y administra el conocimiento teórico-práctico que constituye el ejercicio profesional. Estas son muy cerradas, adquiriendo  una impronta que los asemeja a los viejos monasterios, en donde una categoría de maestros conduce a los aprendices hacia la profesionalidad. En estas condiciones los contenidos son codificados en manuales,  que sintetizan los saberes que se administran, adquiriendo inevitablemente una naturaleza similar a las sagradas escrituras. Estos son los fundamentos de los docentes y tutores, siempre en espera de la siguiente versión avalada por la autoridad profesional. Me encanta contemplar los procesos de reproducción del saber en los que se trata de preservar la lectura ortodoxa de la práctica profesional frente a otras influencias impuras. En este campo, como en todos, mi posición siempre es exterior a los códigos de los manuales.

He tenido el privilegio de trabajar para múltiples proyectos sanitarios pero, aún a pesar de mi posicionamiento a favor de la atención primaria, las unidades docentes eran un territorio profesional inaccesible y cargado de misterio. Llegué a trabajar para proyectos extraños para mí, como la vigorosa reconversión de las urgencias por parte de los intensivistas. Colaboré en los cursos de formación en Santander y me ofrecieron hacerlo en Valencia. Lo rechacé en tanto que estoy firmemente convencido de que la asistencia sanitaria es una cuestión que depende más de la infantería que de los comandos especiales, entendiendo este proyecto como una intervención desde el aire, con sus helicópteros y tecnologías de choque. Pero, con el paso del tiempo me percaté de que las unidades docentes eran inaccesibles también para otros profesionales. El fundamento de la gran muralla de las unidades docentes, radica en la misma naturaleza de la medicina de familia como especialidad médica, en la que los novicios tienen que rotar por el bazar de las especialidades, siendo partícipes de sus seductores escaparates, para adiestrarse en las maravillas diagnósticas y terapéuticas de cada una, en un viaje que les separa de su medio y de los sentidos de su rol profesional tan específico.

La reforma de la atención primaria de los años ochenta instauró un modelo que significaba la articulación de cuatro elementos: la salud colectiva, la planificación, el equipo y la participación. Su implementación significó una drástica reestructuración de los tres primeros, en interacción con la situación existente, para adaptarlos al modelo médico hegemónico. Así, la participación, quedó escindida del conjunto, desamparada al quedar en el exterior de la lógica de la novísima organización. De este modo,  se constituyó como un problema exterior a la producción de los servicios asistenciales de los centros de salud. Esta es la razón por la que deviene, desde los primeros años, en un campo profesional bloqueado, en tanto que en las condiciones vigentes no puede integrarse en el conjunto. Así se configura un problema permanente que  suscita la atención de una pequeña parte de los profesionales.

Durante muchos años he trabajado en este extraño campo. Mi experiencia es muy amplia. Estudié el tema desde mi perspectiva sociológica y terminé elaborando un producto de autor, ubicado en el exterior de las sagradas escrituras de los manuales. He impartido cursos en  numerosos lugares, por los que han transitado directivos curiosos, médicos militantes, profesionales de las disciplinas comunitarias, gentes decepcionadas que participaron en la refundación originaria de la atención primaria, personas escépticas, buscadores de nichos profesionales, así como  otros con distintas motivaciones. También he participado en múltiples jornadas y congresos relacionados con este tema.

Así llegué a traspasar la muralla de las unidades docentes, con un tema que ilustra el concepto de extravagancia. En la década de los noventa me llamaron de la unidad docente de Huelva para impartir un curso reglado en la formación de los mir. Los dos médicos responsables de la docencia tenían una posición muy convencional y rigurosa con respecto a la cuestión de la participación en términos del modelo original de los años setenta. También conocían mi posición personal acerca del tema. El primer curso se organizó en un centro de salud, el Molino de La Vega. Participaba la mayor parte del equipo, varios residentes y algunas personas interesadas, tanto trabajadores sociales como técnicos de la delegación de salud.

En estos cursos coexistían dos posiciones. Una era la de aquellos profesionales partidarios de la participación, que esperaban de mí que actuase como un héroe libertador, que removiese el obstáculo de la disipación de la misma en las políticas sanitarias,  ignorando lo que ellos entendían como “el mandato de Alma Ata”.  Junto a ellos,  se posicionaba una mayoría de profesionales que no sólo eran escépticos, sino que entendían la participación como un juego extraño que erosionaba su preponderancia en este campo profesional, así como una cuestión estrictamente política. Pero no sólo los participantes se encontraban polarizados, sino que, además, sus posiciones no se expresaban claramente. Las sesiones se transformaban en monumentos semiológicos en los que se manifestaban múltiples y diversas señales implícitas, que era preciso interpretar, manteniendo su estado de reserva. La verdad es que no sólo aprendí en estos cursos, sino que mis competencias de conductor de grupos en estado de conflictos subterráneos,  alcanzó límites insospechados.

Hice tres cursos con equipos completos de salud. El mejor fue el del Torrejón, dadas las características de la zona y del equipo, que era magnífico. Pero una vez que se terminaron los centros de salud interesados, así como los voluntarios externos, los cursos se desplazaron al hospital donde los alumnos eran sólo los residentes. Eran los años finales de la década de los noventa, en los que se hacía perceptible la congelación de la reforma sanitaria y las limitaciones del mercado profesional. En estas condiciones, el grupo de mir acrecentó su posición de distanciamiento de lo que entendía, en el mejor de los casos, como un excedente, y, en el peor, como una imposición política exterior.

Llegué a añorar a los primeros participantes alumnos voluntarios, aún a pesar de que muchos  terminaban defraudados con mi intervención. Las interpretaciones acerca de mi posición oscilaban entre aquellos que me ubicaban en el campo de la herejía, en tanto que portadora de  una versión diferente, y los que me categorizaban sencillamente como renegado, que se asociaba al estereotipo de traición.  En el curso se presentaba la participación como un sistema de relaciones entre el equipo y el entorno, tratando de establecer un vínculo entre las mismas y las finalidades del trabajo. Así quedaba dotada de cierto sentido, proporcionando la posibilidad de abrir varias líneas factibles que podían mejorar los procesos y resultados del centro. Este enfoque resultó atractivo para algunas personas en distintos cursos que impartí. Pero los residentes no se sentían atraídos por este enfoque y su posición inicial era de rechazo. Era obligatorio romper con los prejuicios iniciales, cuestión no siempre sencilla.

Tuve que manejarme en situaciones límite que tanto me estimulan. Recuerdo la primera edición. El horario era de una de la tarde a dos y media. Tras la comida lo retomábamos a las tres y media hasta las seis y media. Ese era el ciclo que se sucedía tres días. El primer curso, en la sesión inicial presenté a los residentes la actividad y traté de compartir algún objetivo en un ambiente gélido de no respuesta. A las dos y media fui a comer al comedor del hospital. Nadie se me acercó. Tres mesas más allá se encontraba el nutrido grupo de los residentes. Nadie me hizo ningún gesto de aproximación. De repente, el camarero me preguntó que si era del hospital. Cuando le respondí que no, me conminó a irme al comedor de usuarios. Me encantó levantarme y salir ante la mirada de los mir. En las siguientes sesiones pude establecer unas relaciones aceptables que se reforzaban en comidas compartidas.

En otra edición aparecieron el primer día con batas y fonendos. También se superó el conflicto latente. Mi experiencia en la unidad docente fue sobreponerme a la situación de hacerme el vacío. Pero para mí esta cuestión no es nueva. Admiro a los héroes de las pelis norteamericanas de detectives o abogados del norte que viajan a Alabama a investigar algún caso que hace patente la ley del silencio de la sociedad local. Una de las dimensiones es el vacío. Soy un experto en gestionar los múltiples vacíos que he experimentado en mi vida.

La enfermedad de Carmen, la rutinización de los cursos,   los cambios en el perfil de los participantes, cada vez más alejados de este tema, así como mi propia evolución personal, me hicieron tomar la decisión de concluir los cursos de participación. Agradezco a los responsables de la unidad docente su invitación, pues fue una experiencia positiva. En mi memoria ha quedado la ciudad, la cual pude explorar por la disponibilidad de los horarios. Entre mis recuerdos queda un bar fantástico, que sirve un choco insuperable. El choco y la participación hicieron una buena pareja.

En los últimos treinta años se han producido cambios sociales de gran profundidad. Estos han modificado la participación radicalmente. Ahora forma parte del repertorio de los poderes; es radicalmente individual; se simultanea en varios mundos superpuestos; registra la crisis de la representación y la gran aspiración de autonomía y autogestión. Sin embargo, en el ámbito de la asistencia sanitaria la participación se encuentra en un estado de definición congelado. Sigue siendo un espectro que integra distintos conceptos, prácticas, métodos y definiciones.

A veces me acuerdo de algunos residentes que pasaron por esos cursos y me pregunto sobre su situación. Años después, en el 2011, la SAMFyC me invitó a unas jornadas para tutores de MF. Impartí la conferencia inaugural de las jornadas, en las que se concentraban las misteriosas unidades docentes. El contenido de la conferencia era la participación. La verdad es que los encontré muy mayores y se lo dije públicamente. Los percibí como un grupo cuya energía se agotaba en la administración y conservación de sus intereses presentes, ya entonces amenazados por los recortes, materializados mediante el estilo andaluz que puede denominarse como “puño de hierro y guante de seda”.

 Hablé del mundo nuevo que abre internet y que ha modificado todo. Pero en algunas conversaciones personales posteriores confirmé que, muchos de ellos no habían percibido bien sus efectos. Unos me dijeron que ya tienen una buena página web. Así ilustraban que entendían el mundo como prolongación de la consulta. Pero resulta que el paciente de la consulta y eventual visitante de la web profesional es un navegante con acceso a múltiples informaciones. Cuando les pregunté cómo entienden su presencia en internet, alguno me dijo que estaban mayores para eso. Es el precio de contemplar el mundo desde las instituciones blindadas.

He tenido y tengo relación con MF pero lo de las unidades docentes es especial. Por eso cuento mi experiencia de viajero curioso tras la línea de fortificaciones que conforman como un muro, tras el cual vive y se reproduce su mundo peculiar, que lee su entorno selectivamente, acentuando su descentramiento. Pero este es un problema común compartido por múltiples organizaciones.

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