jueves, 25 de diciembre de 2014

SANTANDER

Santander es una ciudad imprescindible en mi subjetividad y mi memoria. Se encuentra permanentemente presente en mi vida. Primero como fuga de mi mundo familiar y  militante de Madrid; después en los años vividos con Carmen allí; desde mi escapada al sur como nostalgia, y, en estos años, como sueño imposible. Como es propio de los grandes amores, mi sentimiento es contradictorio.  Entiendo a su sociedad-balneario local de modo muy crítico. Fui testigo del nacimiento de sus élites en la atormentada transición, que devino en la reconversión como autonomía lo que antaño fue “el mar de Castilla”. La desinteligencia y el conservadurismo alcanzan proporciones insólitas. Pero lo peor es que impera lo que denominé, en un artículo de un periódico local, como “el espíritu de los valles”. Esta es una maldición que determina una guerra permanente contra quien promueva iniciativas. No obstante, a pesar de todo, siempre que  me encuentro allí,  acariciado por sus vientos permanentes, me siento inexplicablemente bien. Ha sido un refugio fundamental en mi vida, siendo además  la tierra de Carmen.

La última vez que estuve en Santander llegué de madrugada en un autobús nocturno procedente de Madrid. Al salir de la estación no pude evitar caminar con mi maleta hacia el muelle. La noche era clara y mi paseo terminó en el Sardinero, donde pude contemplar en solitario un amanecer esplendoroso. Todas las luces posibles se sucedieron sobre el Cantábrico y las playas en un par de horas tan necesarias y gratificantes para mí. Allí pude rememorar mis años de fugas desde Madrid, que concluyeron con mi ubicación definitiva allí. También mi ausencia por el viaje al sur, y los sucesivos retornos, siempre tan fugaces. En todos ellos, como aquella madrugada, a pesar de la magnificencia de las vistas, mi percepción se encuentra dominada por el olor. Huele al Cantábrico, que percibo como algo diferente a los demás mares. Es el olor de mi infancia cuando iba a la playa en Bilbao. También en los regresos de Madrid en el tren, después de días de exámenes, en los que al pasar Reinosa, abría la ventanilla para embriagarme con el olor húmedo tan entrañable para mí.

La primera vez que fui a Santander fue en mis años de infancia en Bilbao. Un hermano de mi madre nos llevó a ver un partido amistoso entre el Racing y el Atleti. En esa visita fugaz me impresionó la cercanía del campo de fútbol a la playa y la belleza del Sardinero y del Casino. Regresé otro verano con mi familia a pasar un día. Unos años más tarde, viviendo ya en Madrid, hice un viaje a Asturias en Semana Santa con varios amigos. Eran muy conservadores y tenían unas amigas en Santander. Pasamos por allí donde estuvimos un día. Quedamos con ellas en el Paseo de Pereda. Me pareció insólito el grado de cumplimiento de la etiqueta festiva. Tanto mis amigos como ellas, parecían salidos de una peli de la época, como Calle Mayor, en donde los encuentros se producen en un sistema visual que los regula severamente. Después descubrí que lo más importante allí era el disfraz, que comenzaba por el opuesto a la cabeza, es decir, los pies. Una amiga de infancia de Carmen me dijo muy seria en una ocasión que lo más importante de un hombre son sus zapatos. Tengo la convicción de que su juicio representaba el imaginario dominante en esta ciudad.

Años después, estando ya con Carmen en Madrid, nuestra vida era imposible. Como carecíamos de casa rotábamos por distintos pisos que nos acogían, no teníamos trabajo y yo me encontraba absorbido por las obligaciones militantes en el partido comunista de esa época. Vivimos una situación tan fatal que decidimos que Carmen se fuera a Santander con su familia. Recuerdo la noche de nuestra despedida en la vieja estación de Príncipe Pío de Madrid. Se marchaba con los bolsillos totalmente vacíos y sus pertenencias cabían en un par de bolsas.

Poco tiempo después empecé a colaborar en Metra Seis, una empresa de estudios de mercado, donde aprendí los misterios de la cocina en las encuestas y los estudios, así como los lados oscuros del mercado. Con el primer dinero que cobré decidí darle la sorpresa con una visita inesperada. La llamé por teléfono la noche anterior sin advertirla de mi llegada. A las ocho de la mañana me puse en Alcobendas a hacer autostop. Me recogió un matrimonio mayor en un seiscientos. Me llevaron hasta Burgos. Llegamos allí a la una de la tarde. Como tenía mucha ansiedad de llegar cogí un autobús a las tres de la tarde. Era la segunda quincena de septiembre. Cuando llegamos al puerto del Escudo y comenzamos el descenso, mis emociones se precipitaron. Es un paisaje extraordinario en el que se diseminen múltiples tonos de verde. Esta sensación quedó registrada para siempre. En todas las ocasiones que subo, experimento el mismo sentimiento de plenitud de ese día.

Al bajar del autobús, entonces no había todavía estación de autobuses y la parada final  era en Marqués de la Hermida, sentí una sensación liberadora, al descubrir el pausado ritmo cotidiano de las gentes de la ciudad, pero, sobre todo, el viento. Este es permanente, puede llegar a cambiar varias veces en el día y su efecto sobre la luz es determinante. Así, en mis paseos inacabables  por la ciudad, puedo disfrutar de los vientos y los tonos de la luz siempre  cambiantes. Después aprendí a distinguir las variantes entre la luminosidad asociada al viento del nordeste y  los múltiples tonos de gris que se hacen presentes en la bahía. Uno de ellos es el imponente que se produce en los días de viento sur.

Me adentré por la calle Lealtad y pregunté por la calle Cisneros. Después de atravesar la plaza del ayuntamiento y llegué al principio de esa calle. Al alcanzar el número  90 me situé en un bar situado justo  enfrente de su casa, desde donde la llamé. Hablamos unos minutos y al final le pregunté qué bar me recomendaba de los dos situados frente a su casa: El Segoviano o La Máquina. Se quedó perpleja, entonces le anuncié que estaba allí. Cuando bajó y nos encontramos tuvimos que poner límites a nuestro abrazo, pues nuestro mes largo de separación se debía a nuestra situación de carencia económica. Desde la ventana pude ver a su madre y a su hermana Jovita. La verdad es que le puse en una situación comprometida, pues en ese tiempo, dormir juntos tenía un precio familiar muy alto. Nos fuimos a una pensión de la época muy cercana a su casa.

Ella estuvo tensa toda la noche,  a pesar de que su madre era una persona de una bondad extraordinaria.  Mi recuerdo de esa noche es imborrable. Estaba con ella en ese paraíso que huele a húmedo, a sal, donde los vientos, las luces y las nubes  son majestuosas, en donde la naturaleza es inevitable y la bahía puede aparecer en cualquier esquina inesperadamente. Muy frecuentemente  paseábamos abrazados bajo la lluvia, que combinada con el viento hace imposible los paraguas. Aprendí a apreciar el valor de los chubasqueros. Todavía, cuando llueve, miro distraídamente a las chicas presintiendo sus cuerpos presentes bajo los chubasqueros.

Años después conseguí un trabajo allí. La fundación Botín había organizado un concurso nacional para la defensa del medio ambiente en la bahía. Fui contratado para ejercer las funciones de coordinador allí. Fue el mejor año de mi vida. Descubrí sucesivamente todos los misterios de la ciudad al tiempo que vivimos meses muy intensos en nuestra relación. Una noche de otoño, recién llegado a la ciudad, fuimos a ver “Muerte en Venecia”, de Visconti, en un cine que estaba situado en el edificio del Casino del Sardinero, que todavía no funcionaba como tal. Para un desarraigado madrileño como yo, víctima de una caída brusca en la posición social, además de militante curtido en una vida dura de varios encarcelamientos, siempre en espera de una detención, esa noche fue un éxtasis para mis castigados sentidos. La belleza de la película, de la sala, la compañía de Carmen y la salida en una noche fantástica. Fuimos caminando por el paseo de la línea de costa hasta mi casa de la calle Fernández Isla. Cada diez minutos, el paseo que bordea la bahía cambiaba de paisaje, así como los efectos de luz de la luna llena sobre las aguas. Nos besábamos cada pocos metros. Nunca olvidaré esa noche, en la que me prometí que ese era mi lugar.

Años después, recuerdo una noche fantástica, que fue la siguiente a la muerte de Franco. Entonces yo era el responsable del partido comunista y me dedicaba a su reconstitución en Cantabria. Vivíamos en una buhardilla de la casa familiar de Carmen, con la complicidad de su madre, que fingía no saberlo. Como era muy factible mi detención en cualquier momento, había alquilado una habitación en una pensión de la calle Magallanes, para evitar que la policía fuera a casa de Carmen en caso de que fuera detenido. La noche que se anunció el óbito, casualmente estaba en la pensión. Dediqué el día siguiente a los encuentros con muchos militantes para compartir la alegría y advertirles del cumplimiento riguroso de las medidas de seguridad para prevenir posibles redadas. Pero, al concluir el día, después de la cena me fui con Carmen y mi perra Sara a tomar un café a un sitio fantástico para nosotros. Era una cafetería en Puerto Chico que se llamaba “La Austríaca”. Tenía una terraza acristalada frente al  atracadero  y el club marítimo. Después regresamos a casa por el muelle en una noche templada, contemplando las luces de Pedreña, al otro lado de la bahía, en completa soledad, en tanto que la gran mayoría desconocía que lo fundamental se encontraba atado y bien atado. Fue un paseo maravilloso, que siempre evoco cuando paso por el paseo de Pereda.

En los años siguientes abandoné el partido; terminé mi carrera;  me casé con Carmen por lo civil;  participé en  un despacho de sociólogos con dos colegas; escribí en los periódicos locales; comencé como profesor de sociología; aterricé en el sistema sanitario; me convertí en el sociólogo de guardia de tan noble localidad y adquirí un nivel de vida aceptable, incluyendo nuestra motorización,  que nos permitió disfrutar de las maravillas de la provincia, que se había reconvertido en región. En los viajes que hicimos en esos años, siempre a lugares espléndidos, al regresar,  experimentaba la misma sensación de ansiedad y de reenamoramiento. Teníamos un ritual instituido de reencuentro con la tierruca, que era acudir a cenar una sopa de pescado a un restaurante de la zona de Puerto Chico, muy cercano a la Diputación. También se incubó en este tiempo mi diabetes.

Pero todos los avatares colectivos no interfieren la vida diaria de la ciudad. Algunos ilustres corresponsales internacionales enviados a la guerra civil española para narrar la ferocidad con la que se batían los contendientes, al desembarcar en Santander mostraban su asombro por la tranquilidad de la vida de sus gentes que parecía ajena a las pasiones del conflicto. La vida transcurre con el sosiego de un balneario de época. La naturaleza tan inmediata sumerge a cada uno en sus rutinas y constituye una vida privada plena de posibilidades cotidianas. Recuerdo a los intelectuales paseantes las mañanas de invierno, los primeros contingentes de jóvenes surfistas, los hombres y mujeres maduros que juegan a las palas en la playa, los partidos de futbol múltiples de los sábados de todas las edades, los paseantes del sardinero, los distintos ambientes en las zonas de bares y los diversos públicos playeros. En la ciudad se hace presente la naturaleza de una forma prodigiosa. Abierta al mar y dominada por la bahía.

Pero mi recuerdo más nítido es el de los pobladores de las cafeterías del paseo de Pereda, que todos los días comparecían a su cita con unos atavíos impecables. Estos se multiplicaban los veranos con la llegada de legiones de foráneos que reproducían el viejo veraneo. A media tarde comienzan a comparecer en las terrazas del Sardinero con sus convencionales ropas dotadas de una elegancia convencional. Así todos los días se ponía en escena una versión de “La Regenta”. La última vez que estuve por allí tuve la sensación de que eran los mismos de siempre, inmutables en sus formas, sus uniformes, sus miradas, sus conversaciones y sus puestas en escena.

Por el contrario, me fascina el ritmo que adquiere la ciudad en las tardes  entre Cuatro Caminos y el Ayuntamiento. Los moradores de la antigua ciudad industrial ocupan los espacios públicos en un ambiente muy convivencial que no espera al sábado. Me encantan las concentraciones en los bares y cafeterías de esa zona en el tiempo de la media tarde y la entrada de la noche. Los fines de semana se reduce la ocupación callejera,  en tanto que el pueblo soberano motorizado se disemina por las múltiples posibilidades de espacios públicos que ofrece el entorno. Así se conforman dos mundos sociales diferentes que se hacen y deshacen en las tardes-noches de la ciudad.

El día que me fui intuía que no volvería. En septiembre de 1988 me marché a Granada a la escuela andaluza de salud pública. El 31 de enero del 89 viajé toda la noche desde Granada para recoger a Carmen y las perras. Era una fría noche de invierno. Llegué a la estación de Atocha en Madrid y me fui andando a la estación de la calle Alenza, cerca de Cuatro Caminos. En ese paseo repasé mi vida y tenía cierto sentimiento de pérdida. Llegué a las dos de la tarde a Santander. Comimos y Carmen insistió en no demorar la salida. Viajamos toda la noche y llegamos a Granada muy de mañana.

Siempre tuvimos nostalgia de Santander. Cuando regresamos de vacaciones en el verano siguiente, al entrar en la calle San Fernando, cerca de nuestra casa, una de nuestras perras, la Baby,  lanzó un grito sostenido de júbilo. Nos reímos mucho y celebramos estar tan compenetrados. Tengo mala conciencia de que la enfermedad y muerte de Carmen tuviera lugar tan lejos de su tierra. Parte de sus cenizas están en San Juan de la Canal. También en la sierra de Huétor de Granada, donde disfrutamos tanto en nuestras caminatas de invierno.

Cuando regreso, a pesar de la modernización urbana, que ha expulsado a los jóvenes y ha generado la ciudad escaparate, encuentro las huellas del pasado. Las tardes con las calles repletas de gentes, el entrañable bar Peña Prieta y el inigualable Casa Mariano, ya reconvertido pero con el mismo espíritu. Las ausencias son numerosas. Guardo luto por Casa Melquíades, una taberna en el centro junto a la calle San Luis, en la que muchos obreros de la vieja industria, jugaban a las cartas y conversaban animadamente. Allí servían un plato delicioso, los morros con tomate. Sería imposible para mí ahora. Pero lo llevo en mi memoria. Lo que sí permanece igual es el viento que siempre me abraza al llegar y me hace sentir cerca la naturaleza, que allí es la bahía, el faro de Mataleñas y la majestuosa e inevitable playa de Somo como fondo de cualquier rincón urbano.  En mi despacho de la facultad tengo en la pared una foto aérea que miro frecuentemente. Me ayuda a imaginarme allí, en los múltiples lugares maravillosos, dotados además  de autonomía con respecto a la peculiar sociedad local.

2 comentarios:

  1. La melancolía como fuente de creación, lucha y vida. Gracias Juan por tus palabras sinceras. Me dan aliento y esperanza triste.
    En estos tiempos donde los golpes vienen de todos los lados siempre es fuente de libertad escribir el testimonio de vida, en este caso "Santander". Lugar que, como otros tantos, han contenido la vida de romances, paseos irrepetibles, amores verdaderos, vínculos inquebrantables, que despejan las nubes de retrógrados y reaccionarios. Que la melancolía y el recordar sean fuente de vida plena. Un abrazo sincero desde el otro lado,

    el amante imaginario.

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  2. Muchas gracias, siempre bienvenido por aquí Amante imaginario.
    Un abrazo

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