domingo, 23 de noviembre de 2014

EL TÍO ARTURO Y EL PRIMER MILLÓN

El tío Arturo es uno de los personajes que pueblan mi infancia. Casado con una hermana de mi padre, experimentó un ascenso social vertiginoso en el final de los años cuarenta. Su figura es muy representativa del capitalismo español, constituyendo un arquetipo personal muy común. Su trayectoria de movilidad social ascendente mediante saltos tiene su anclaje en la oportunidad de negocio que le proporciona un sistema económico tan primitivo. Se trata de una persona que accede a una posición social alta mediante la generación de un patrimonio económico considerable, resultante de los negocios liberados de una organización empresarial. Así, representa la esencia del crecimiento económico español, tanto en el contexto de los años de la autarquía en los que acumuló su patrimonio, como en los felices años del crecimiento del postfranquismo.

La sociología industrial norteamericana de los años sesenta distingue entre tres tipos de empresarios que se suceden en una secuencia temporal. Los fundadores, personas con carisma y cualidades personales para emprender una empresa que tiene éxito y conquista una posición en el mercado. Los herederos, que se hacen cargo de la continuidad de la misma tras el cese del fundador,  pero carecen de sus virtudes. Por último, los gerentes, resultantes del proceso de racionalización y burocratización de las empresas, cuyo perfil es muy diferente a los anteriores. Las primeras generaciones de sociólogos españoles hemos manejado estas categorías. Pero la especificidad española radica en la confusión entre estos papeles, de modo que la mayoría de las empresas son una cobertura para negocios sin pretensión de continuidad, que concluyen sin dejar rastro, con la excepción del beneficio proporcionado a sus protagonistas. La clase dirigente española manifiesta un déficit de empresarios respaldados por una  organización, frente a la abundancia de negocios de ocasión, no necesitados de equipos humanos sólidos.

En la familia de mi padre, en los años de después de la guerra, se acumulaban numerosas hermanas, jóvenes y casaderas en esa época, en la que los varones eran escasos tras las desventuras de la contienda. Mi abuelo tenía una posición alta en aquél Bilbao, por su negocio de gabarras, que transportaban materiales industriales por la ría. La familia había interiorizado la excelencia del símbolo Irigoyen, como un patrimonio sobre el que se cimenta cualquier alianza matrimonial, que exigía cuanto menos igual rango en el intercambio. La sociedad de estos tiempos era marcadamente clasista y elitista, de modo que las posiciones sociales medias y altas eran ocupadas por un segmento de población restringido, frente a un contingente humano mayoritario ubicado en la base, conformando una pirámide perfecta. Las posiciones de clase social tenían un componente simbólico muy pronunciado.

El azar determinó que una de mis tías se ennoviase con mi tío Arturo. Este era entonces un modesto administrativo de Altos Hornos. El rechazo al noviazgo de la familia fue manifiesto. Se entendía como intolerable un casamiento de una Irigoyen con lo que denominaban despectivamente como un “chupatintas”. Pero mi tía Carmela estaba dotada, como todas las hermanas, de un carácter muy fuerte. De modo que la boda terminó siendo inevitable a pesar de la influencia de mis tías Marta y Elena. Mi abuelo era, a pesar de su posición social, un hombre campechano, cuya vida eran sus negocios, que le exigían madrugar y acudir a programar y supervisar sus gabarras, tratando diariamente con sus trabajadores y clientes. Los domingos caminaba por la ruta del monte Pagasarri, evocando la nostalgia de su infancia en un caserío, llegando hasta la cima a un intenso ritmo. Se mantuvo así hasta casi los ochenta y nueve años, muriendo por un cólico provocado por tomar un kilo de cerezas como postre  en la cena. Esta es la explicación que siempre me dieron.  El  abuelo no movilizó su autoridad paterna para evitar el desenlace, haciendo oídos sordos a la coalición que se oponía al riesgo de un descenso social de una de sus hijas.

La boda se celebró y el tío Arturo fue marcado por un estigma originario. La paradoja consistía en que era una persona muy educada, ponderada y considerada. Lo recuerdo como un hombre siempre cordial, callado, pero atento con todas las personas. Cuando, después de la muerte de mi padre, financiaron a mi madre mediante varias dádivas mensuales sufragadas por distintos familiares, él fue uno de los donantes. Recuerdo que siempre lo hizo con dignidad y sin humillar. Era patente el contraste con otros familiares contribuyentes. Siempre trató a mi madre con respeto, aún a pesar de su descenso de posición. También conservo el recuerdo de algunos domingos que nos invitaba al Fútbol en San Mamés. Era su única pasión conocida en un hombre tan austero, correspondiendo al estereotipo de hombre gris de la era industrial, acrecentada en España con el nacional catolicismo severo.

En los años siguientes a la boda su patrimonio se incrementó espectacularmente. Tenía un piso en la calle General Concha, muy cerca de la Gran Vía. Era muy espacioso, como los de aquella época, en el que recuerdo que jugábamos con todos los primos al escondite y otros juegos necesitados de espacios, en los días de encuentro familiar. Además, pronto abandonó su trabajo de Altos Hornos y compró una finca impresionante en Logroño. Esta  propiedad fue uno de los lugares simbólicos de mi infancia. Todos los veranos nos desplazábamos algún día  para visitarlos. No era lo que se entiende como un chalet. Se trataba de una casa de dos plantas muy grande y lujosa, con una zona de jardín muy espacioso, una piscina, un campo de tenis, un campo de fútbol de hierba, un huerto cuyas dimensiones se contaban en hectáreas y una casa para la familia que se ocupaba de su explotación y cuidado. En Andalucía lo llaman cortijo.

En la piscina se congregaban en los veranos muchas personas de altas posiciones de la sociedad local. Asimismo, las fiestas nocturnas con música de orquesta. Siempre que acudíamos íbamos tensos por cumplir con la rigurosa etiqueta. La comida era servida por lo que llamaban “doncellas”, que iban impecablemente vestidas con un vestido negro, un delantal blanco y una cofia. Las reglas de urbanidad y los rituales en la mesa eran axfisiantes. Siempre estábamos deseando que concluyese la comida para recuperar la normalidad. Las conversaciones se encontraban determinadas por las posiciones en la jerarquía familiar y la severidad de los comensales jerárquicamente superiores. Los adolescentes teníamos que limitarnos a responder a preguntas. La espontaneidad estaba excluida por tanta mesura. El tío Arturo no desempeñaba el papel rector en la mesa. Este lo ejercía con vigor su mujer.

Tenían un verdadero complejo de sirvientes. La cocinera, dos doncellas, el jardinero, el personal ocupado de la huerta, así como alguna persona que ayudaba en ocasiones, cuando el flujo de invitados se intensificaba. Así se conformaba un séquito considerable, insólito en la sociedad de la época. Las distancias sociales eran muy marcadas y los papeles de los sirvientes se encontraban rigurosamente determinados. Se hacían manifiestos mediante un conjunto variado de uniformes. Es curioso que en una sociedad tan atrasada proliferaran los uniformes en todas las esferas. Todos los años nos enviaban pimientos, patatas, tomates y distintas verduras celestiales de su huerta riojana tan excelsa.

Tenían tres hijos y atribuían mucha importancia a la educación. Por eso habían contratado a una persona que se ocupaba tanto de su educación como de hablar en francés con los niños. Era una persona integrada en la vida familiar, que tenía el estatuto de tía. La “mademoiselle” era una persona entrañable, que desempeñaba un papel de director en las relaciones afectivas, así como de acoger a los visitantes. Era una mujer fuerte, muy educada y afectuosa. Su cultura y su modo de estar en el mundo, contrastaba con el de las señoras de la casa, denotando la diferencia abismal existente entre Francia y España en esta época. Tengo un recuerdo agradable de ella. Cuando pasábamos alguna larga tarde en la casa, siempre nos acompañaba en los juegos, se mostraba complaciente y terminaba por proponernos leer algo. Mi madre siempre nos decía que era malo leer después de las comidas.

Pocos años después compraron varios pisos en una casa en Las Arenas, dejando su casa del centro. Tenían dos pisos unificados y un ático fantástico, desde el que se veía el Abra de Bilbao, en el que jugábamos los primos por las tardes, después de pasar las mañanas en la playa de Ereaga en Getxo. Pero unas casas tan dotadas y elegantes, carecían de libros. Es el signo de identidad de la clase acomodada en el franquismo. Fueron de los primeros en protagonizar muchos de los cambios que después siguieron las clases medias, llegadas hacia el final de los sesenta mediante una expansión considerable. En particular, tener un cuarto de baño para cada miembro de la familia, rompiendo con la antigua pauta de las casas de la época, en las que había varias habitaciones de comedor y estar, muchos dormitorios, espacios comunes muy amplios, una zona de servicio doméstico, pero sólo un cuarto de baño. Este se convirtió en la primera cola que tuve que sufrir en mi infancia.

Uno de los secretos familiares es no apelar a la prodigiosa expansión económica del tío Arturo. ¿Cómo fue posible que dejara su trabajo y acumulase su fortuna en pocos años? Nunca se habló de esto en la familia. Cuando preguntaba mi madre no me respondía, pero ella solía decir que lo más difícil es hacer el primer millón de pesetas. Después, decía,  todo es fácil. Naturalmente se refería a los negocios que forman el sustrato del capitalismo español. Ahora, después del huracán del ladrillo, los negocios se han disipado, dejando una estela de beneficiarios y víctimas que conforman el presente. Hacer el primer millón parece imposible para aquellas personas que se relacionan con el trabajo mediante una nómina.

En los años siguientes, me informaron acerca de la clave del milagro del tío Arturo. Resulta que los procesos industriales de los Altos Hornos, generaban múltiples residuos de materiales que se acumulaban en un depósito, siendo considerados por la empresa como residuos carentes de valor. Este era gestionado por la oficina de mi tío. De modo que en un contexto de autarquía severa, los emprendedores industriales de la época, que regentaban talleres y pequeñas industrias, muy numerosas en el Bilbao industrial,  necesitaban de esos materiales imperativamente. Así formaban colas en la oficina en donde se vendían y compraban. Así se hizo el primer millón, en los términos de mi madre. Después todo más fácil.

Se trata de un estraperlo industrial, muy común en esa época de penuria. Me viene a la cabeza la analogía con otros tiempos. Imagino la cola de industriales en los años cincuenta. La comparo con los alcaldes y constructores congregados en la sala de espera de Juan Guerra, en la delegación del gobierno de Sevilla, en los años ochenta. La mayoría esforzándose por hacer el primer millón, aunque algunos ya en la etapa de la multiplicación que mi madre denominaba “fácil”. En el comienzo del nuevo siglo las colas en espera de la participación en los generosos fondos europeos o los múltiples edificios y obras estimulados por la imaginación de esta penúltima generación. También en las cajas de ahorros, una institución que genera las colas para los estraperlos del último modelo. Pero ahora el primer millón es de euros, porque los tiempos cambian para que permanezca el espíritu de las instituciones permanentes. Así se suceden y se reinventan los estraperlos, el de productos de primera necesidad en el franquismo primitivo se transforma en estraperlos financieros y estatales, estimulando la creatividad de los grupos que consiguen el primer millón. El saqueo de los fondos del empleo es el cénit de esta institución.

Esta es la metamorfosis de mi familia, en la que el aspirante a villano, el tío Arturo, pasa a ser el héroe familiar, conquistando una posición económica y social más elevada que la de mi abuelo. Lo peor para la marca Irigoyen es que sus hijos sólo tienen ese privilegio en el segundo apellido. Hace muchos años un dentista ambicioso apellidado Irigoyen fue un tormentoso presidente del equipo del fútbol de Cádiz. Su condición garantizaba que había hecho con creces el primer millón. En una ocasión, en una agencia de viajes en Granada, cuando me encontraba cerrando un viaje, el cliente que aguardaba detrás de mí, me interpeló muy efusivamente pues él también era un Irigoyen. Me invitó a una reunión para recomponer las relaciones entre los portadores de este símbolo que él entendía desde otras coordenadas menos elitistas. Esto me ayudó a comprender mejor mi identidad personal. Soy un Irigoyen que, a pesar de ser tan mayor, no he logrado hacer el primer millón. En palabras de personas tan autorizadas como Fabra, Bono, Pepe Blanco o Cospedal,  un inútil. Para mi madre ser un hombre hecho y derecho es conseguir esa mítica y millonaria recompensa. Pero me siento pequeño, en tanto que hago cuentas y no puede salir de mi trabajo. Debe ser que no soy suficientemente creativo.



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