miércoles, 26 de noviembre de 2014

EL NUEVO ESPÍRITU DE LOS CONGRESOS

Los congresos son acontecimientos que ilustran el devenir del cambio social. En los años siguientes al final del franquismo, se generó un tiempo indeterminado, un horizonte de espera perfectible para los sectores profesionales y sociales penalizados en este período concluido. La democracia naciente era entendida como un marco que favorecía el desarrollo de múltiples líneas de cambio. Así, los congresos que congregaban a los nuevos actores y problemas nacidos al amparo del cambio político, se caracterizaban por un espíritu relativamente abierto, que convocaba a la construcción de un futuro.  En los años noventa comienza a manifestarse la vigorosa reestructuración global, que impone sus sentidos, sus saberes y sus expertos, remodelando todas las organizaciones. Este cambio se manifiesta mediante la instauración de un tiempo cerrado, en el que cada cual tiene que tener la competencia de ajustarse a los patrones imperantes y sobrevivir con expectativas de mejora. En este tiempo se produce el nuevo espíritu de los congresos.

Los cambios globales se manifiestan de modo muy diferenciado en distintas realidades. En el caso de los congresos, los de los sectores científicos y profesionales predominantes hasta entonces, permanecieron invariantes, salvo en alguna excepción. Tanto su sistema de selección de élites como sus finalidades y sus reglas internas permanecieron inmóviles. El cambio político se manifestó en la aparición de nuevos campos profesionales, que se encontraban vinculados a problematizaciones que escapaban de la atención de los sectores profesionales convencionales. En estos nuevos campos se produjo cierta efervescencia, innovación o tensiones hacia el cambio.

He tenido relación con algunos de esos nuevos campos. El advenimiento de la nueva atención primaria de salud; la constitución de la medicina de familia; la reforma del sistema sanitario; la cuestión crónica de la participación; la aspiración a la humanización de la asistencia médica; la emergencia de la nueva enfermería; los derechos de los pacientes; la multiplicación de la intervención en aquellos problemas ubicados más allá de las fronteras de las organizaciones asistenciales; la irrupción del sida, que conllevaba cambios en la asistencia sanitaria; la reforma de la administración pública; la diferenciación generacional o la explosión del feminismo. Todos ellos formaban parte de una nueva agenda que suscita distintas iniciativas, aspiraciones y energías que cristalizaron en distintos tipos de reuniones, congresos, cursos de formación (huy) y publicaciones.

En contraposición con los sectores convencionales, los nuevos sectores profesionales y las nuevas agendas temáticas hicieron multiplicar los encuentros. De este modo proliferaron los congresos. En estos, junto a la manifestación patente de las carencias de los nuevos actores profesionales, se conformó una nueva forma de estar y comunicar. Se atenuaban las jerarquías, las formalizaciones y las fronteras entre disciplinas y profesiones. Pero el aspecto más relevante de los congresos de este tiempo radica en su espíritu abierto, que se acompañaba de una energía considerable, así como una polarización hacia el cambio y el futuro. Sobre el ambiente estaba presente una complicidad latente, articulada en torno a la misión de cada cual, que consistía en el regreso a su realidad profesional, iluminado por los nuevos contenidos. Cada uno se percibía como un delegado con una misión. En este contexto existía una disposición colectiva a escuchar otras propuestas y a aliviar la rigidez de las fronteras de lo sectorial. La apertura a lo nuevo era el factor más relevante. Asimismo, esta situación liberada del pasado y abierta al futuro, favorecía cierto pluralismo. Para un heterodoxo fue una situación privilegiada.

La universidad apenas ha conocido este esplendor congresual postfranquista. Las élites convencionales disponen de los mecanismos de control de las carreras profesionales de los novicios, de modo que estos son absorbidos por un proceso reglado de incorporación que disipa las tensiones sociales del lejano entorno. En el caso de la sociología, paradójicamente, las élites fundantes mantienen un marcado carácter aristocrático. El menguado tamaño del mercado sociológico implica el mantenimiento del núcleo de la disciplina en el interior de la universidad. De este modo se establece un distanciamiento de las realidades y las dinámicas de los cambios, que concluye en una introversión aceptada. De ahí que en los congresos apenas aparezcan diferencias y estén presididos por el lema no escrito de que “nosotros no queremos molestar a nadie”. El resultado es que los problemas sociales apenas se encuentran vivos en los congresos profesionales, presididos por contenidos vagos y siempre intencionalmente alejados de la agenda pública viva. Tanto la universidad como la sociología española se encuentran en un estado de ausencia imperecedero.

Con el paso de los años ha ido disminuyendo la energía inicial, al mismo tiempo que los nuevos sectores profesionales se van acomodando en las instituciones. Los dispositivos públicos estatales han incluido a las distintas tribus profesionales que poblaban los congresos iniciales, pero la mayor parte de los problemas que los convocaron no han sido resueltos, sino que, en general, se han perpetuado adoptando nuevas formas. Sin embargo, esta integración implica, paradójicamente, algunos efectos perversos. El más importante es la configuración de unas élites homologadas con las convencionales, que apenas fueron afectadas por el cambio político. También estos sectores se reconvierten adquiriendo el estatuto de expertos, que se incrementan cuando los problemas que los apelan persisten. Los congresos son testigos de esta mutación. Declina el espíritu inicial del cambio y aparecen las liturgias de las élites inmunes a los cambios.

Pero acontecimiento principal que abre el camino a una época diferenciada de los singulares años inciertos del postfranquismo es reestructuración neoliberal global, que implica una verdadera ruptura. Sus elementos principales son la emergencia de nuevas divinidades, cuyos códigos genéticos se encuentran inscritos en las empresas. De estas emanan nuevos saberes, formas de comunicación,  expertos e  instituciones. Así, las organizaciones son reconstituidas sobre nuevas finalidades y métodos. Aunque este cambio se realiza mediante varias estrategias que convergen para impulsar un proceso evolutivo, la radicalidad de este cambio es patente. Me gusta denominar a los programadores de estos procesos como “los camboyanos”. Esta analogía designa la gran ruptura que implica su proyecto.

Este proceso de cambio, imperceptible en su integridad desde los esquemas mentales de los  afectados, termina por remodelar los congresos, que cambian radicalmente su naturaleza. Ahora se entienden desde la multidimensionalidad. Son considerados como eventos que activan las economías locales. Se construyen palacios de congresos para albergarlos. Se clasifican por el gasto por congresista, que genera actividades gastronómicas,  lúdicas y de compras múltiples. En la ciudad que habito la prensa informa celebrativamente y con convicción acerca de los ingresos generados por cada congreso. Así se estimula la competencia entre cenas, que se entienden como un sumatorio de comensales, del que resulta una actividad al por mayor. El record local lo ostentan las cenas de un congreso de la sociedad de médicos de familia y la de otro congreso de la otra sociedad de médicos generales. Ambas  cuentan los comensales por miles y se entienden como la antesala de la gran diseminación de las copas y otras actividades de ocio nocturno.

Pero también se entienden como acontecimientos en los que las empresas pueden presentar sus productos de penúltima generación, así como para intercambios múltiples entre congresistas entendidos como agentes económicos. Se genera un medio para estimular los negocios y establecer relaciones. Así, estos eventos representan un alto grado de movilización relacional. También es un espacio en el que se simbolizan los vínculos entre los campos de los congresistas y el poder político y económico. Los rituales de comparecencia, de saludo y despedida, los espacios de la publicidad y otros elementos simbólicos.

Además, cada congreso hace inventario y presenta las novedades y el estado de su campo específico. También su organización interna, las relaciones entre sus componentes, la escenificación de sus élites, la definición de la escala de sus rangos y la acogida a los recién incorporados. Estas son las funciones  que siempre se han ejercido, pero que ahora se renuevan en presencia del mercado, que es la estructura que supervisa la aportación del campo profesional del congreso al crecimiento global.

Pero el cambio más importante radica en las nuevas significaciones de los participantes. Las nuevas tecnologías de poder, articuladas en torno a las instituciones de la gestión y la evaluación, modifican los sentidos de los congresos. Las motivaciones científicas o profesionales tienden a declinar frente a la emergencia del mercado de méritos que regula el acceso, la permanencia y el lugar en el que cada cual se ubica en una profesión. De este modo, el imperativo de sumar puntos para la cesta de méritos de cada cual, termina por sobreponerse a todo lo demás. La energía en los congresos radica en conseguir ubicarse en actividades cuyo valor implique mayor puntuación. Así se multiplican los roles asociados a las escalas de méritos.

El resultado es la presencia de una masa de personas que minimiza la motivación para la innovación, la pluralidad o la exploración de los problemas. De este modo se mutan los sentidos de los congresos en los que comparece una masa relativamente distanciada de las problematizaciones. Presentar un dilema en este medio es una temeridad. Las gentes transitan entre las superabundantes mesas y exposiciones en las que reina la redundancia, la fragmentación y la trivialización. Estas son magnificadas por el abuso de los audiovisuales y la presentación de power point. Las instituciones de la publicidad y el marketing desplazan a los contenidos. Para llamar la atención en esta sobresaturación inerte, es preciso recurrir a una novedad original en la presentación. Así, los congresos van decreciendo en su asistencia. Si te invitan a hablar a primera hora de la mañana o en la recta final, todos están saturados y la presencia es menguante. La saturación y la dispersión son los elementos dominantes.

Este es el nuevo espíritu de los congresos. Para los sectores profesionales vinculados al estado, un espíritu que se sintetiza en la adaptación y la sobrevivencia a las sucesivas reestructuraciones. Introducir razonamientos que impliquen riesgos es una temeridad en unos tiempos gobernados por las psicologías positivas. Así, disentir en algo supone la estigmatización, que es la antesala de la patologización. El congreso es el espacio de la inversión en la carrera de cada cual. En estas condiciones se produce una regresión sectorial. Cada campo profesional percibe en términos de amenaza a los demás y reconstituye sus fronteras. En los últimos años he vivido episodios “pueblerinos” en algunos congresos temerosos de los bárbaros externos que amenazan su territorio.

No me gustan nada los congresos de este tiempo congelado en el que el macrodiscurso global sobredetermina a los de los distintos campos. Desde mi posición personal son atentados contra la inteligencia y la complejidad, así como vehículos de domesticación. Pero es cierto que existen distintos grados y algunas excepciones. No soy pesimista. Por eso pienso que los gérmenes de cambio se encuentran ahora en el exterior de los congresos.

Me siguen invitando a congresos. Pero detesto que me traten bien, pero asignándome el estatuto de especie protegida, que como es sabido, tiene ese privilegio en tanto se encuentra en peligro de extinción.




domingo, 23 de noviembre de 2014

EL TÍO ARTURO Y EL PRIMER MILLÓN

El tío Arturo es uno de los personajes que pueblan mi infancia. Casado con una hermana de mi padre, experimentó un ascenso social vertiginoso en el final de los años cuarenta. Su figura es muy representativa del capitalismo español, constituyendo un arquetipo personal muy común. Su trayectoria de movilidad social ascendente mediante saltos tiene su anclaje en la oportunidad de negocio que le proporciona un sistema económico tan primitivo. Se trata de una persona que accede a una posición social alta mediante la generación de un patrimonio económico considerable, resultante de los negocios liberados de una organización empresarial. Así, representa la esencia del crecimiento económico español, tanto en el contexto de los años de la autarquía en los que acumuló su patrimonio, como en los felices años del crecimiento del postfranquismo.

La sociología industrial norteamericana de los años sesenta distingue entre tres tipos de empresarios que se suceden en una secuencia temporal. Los fundadores, personas con carisma y cualidades personales para emprender una empresa que tiene éxito y conquista una posición en el mercado. Los herederos, que se hacen cargo de la continuidad de la misma tras el cese del fundador,  pero carecen de sus virtudes. Por último, los gerentes, resultantes del proceso de racionalización y burocratización de las empresas, cuyo perfil es muy diferente a los anteriores. Las primeras generaciones de sociólogos españoles hemos manejado estas categorías. Pero la especificidad española radica en la confusión entre estos papeles, de modo que la mayoría de las empresas son una cobertura para negocios sin pretensión de continuidad, que concluyen sin dejar rastro, con la excepción del beneficio proporcionado a sus protagonistas. La clase dirigente española manifiesta un déficit de empresarios respaldados por una  organización, frente a la abundancia de negocios de ocasión, no necesitados de equipos humanos sólidos.

En la familia de mi padre, en los años de después de la guerra, se acumulaban numerosas hermanas, jóvenes y casaderas en esa época, en la que los varones eran escasos tras las desventuras de la contienda. Mi abuelo tenía una posición alta en aquél Bilbao, por su negocio de gabarras, que transportaban materiales industriales por la ría. La familia había interiorizado la excelencia del símbolo Irigoyen, como un patrimonio sobre el que se cimenta cualquier alianza matrimonial, que exigía cuanto menos igual rango en el intercambio. La sociedad de estos tiempos era marcadamente clasista y elitista, de modo que las posiciones sociales medias y altas eran ocupadas por un segmento de población restringido, frente a un contingente humano mayoritario ubicado en la base, conformando una pirámide perfecta. Las posiciones de clase social tenían un componente simbólico muy pronunciado.

El azar determinó que una de mis tías se ennoviase con mi tío Arturo. Este era entonces un modesto administrativo de Altos Hornos. El rechazo al noviazgo de la familia fue manifiesto. Se entendía como intolerable un casamiento de una Irigoyen con lo que denominaban despectivamente como un “chupatintas”. Pero mi tía Carmela estaba dotada, como todas las hermanas, de un carácter muy fuerte. De modo que la boda terminó siendo inevitable a pesar de la influencia de mis tías Marta y Elena. Mi abuelo era, a pesar de su posición social, un hombre campechano, cuya vida eran sus negocios, que le exigían madrugar y acudir a programar y supervisar sus gabarras, tratando diariamente con sus trabajadores y clientes. Los domingos caminaba por la ruta del monte Pagasarri, evocando la nostalgia de su infancia en un caserío, llegando hasta la cima a un intenso ritmo. Se mantuvo así hasta casi los ochenta y nueve años, muriendo por un cólico provocado por tomar un kilo de cerezas como postre  en la cena. Esta es la explicación que siempre me dieron.  El  abuelo no movilizó su autoridad paterna para evitar el desenlace, haciendo oídos sordos a la coalición que se oponía al riesgo de un descenso social de una de sus hijas.

La boda se celebró y el tío Arturo fue marcado por un estigma originario. La paradoja consistía en que era una persona muy educada, ponderada y considerada. Lo recuerdo como un hombre siempre cordial, callado, pero atento con todas las personas. Cuando, después de la muerte de mi padre, financiaron a mi madre mediante varias dádivas mensuales sufragadas por distintos familiares, él fue uno de los donantes. Recuerdo que siempre lo hizo con dignidad y sin humillar. Era patente el contraste con otros familiares contribuyentes. Siempre trató a mi madre con respeto, aún a pesar de su descenso de posición. También conservo el recuerdo de algunos domingos que nos invitaba al Fútbol en San Mamés. Era su única pasión conocida en un hombre tan austero, correspondiendo al estereotipo de hombre gris de la era industrial, acrecentada en España con el nacional catolicismo severo.

En los años siguientes a la boda su patrimonio se incrementó espectacularmente. Tenía un piso en la calle General Concha, muy cerca de la Gran Vía. Era muy espacioso, como los de aquella época, en el que recuerdo que jugábamos con todos los primos al escondite y otros juegos necesitados de espacios, en los días de encuentro familiar. Además, pronto abandonó su trabajo de Altos Hornos y compró una finca impresionante en Logroño. Esta  propiedad fue uno de los lugares simbólicos de mi infancia. Todos los veranos nos desplazábamos algún día  para visitarlos. No era lo que se entiende como un chalet. Se trataba de una casa de dos plantas muy grande y lujosa, con una zona de jardín muy espacioso, una piscina, un campo de tenis, un campo de fútbol de hierba, un huerto cuyas dimensiones se contaban en hectáreas y una casa para la familia que se ocupaba de su explotación y cuidado. En Andalucía lo llaman cortijo.

En la piscina se congregaban en los veranos muchas personas de altas posiciones de la sociedad local. Asimismo, las fiestas nocturnas con música de orquesta. Siempre que acudíamos íbamos tensos por cumplir con la rigurosa etiqueta. La comida era servida por lo que llamaban “doncellas”, que iban impecablemente vestidas con un vestido negro, un delantal blanco y una cofia. Las reglas de urbanidad y los rituales en la mesa eran axfisiantes. Siempre estábamos deseando que concluyese la comida para recuperar la normalidad. Las conversaciones se encontraban determinadas por las posiciones en la jerarquía familiar y la severidad de los comensales jerárquicamente superiores. Los adolescentes teníamos que limitarnos a responder a preguntas. La espontaneidad estaba excluida por tanta mesura. El tío Arturo no desempeñaba el papel rector en la mesa. Este lo ejercía con vigor su mujer.

Tenían un verdadero complejo de sirvientes. La cocinera, dos doncellas, el jardinero, el personal ocupado de la huerta, así como alguna persona que ayudaba en ocasiones, cuando el flujo de invitados se intensificaba. Así se conformaba un séquito considerable, insólito en la sociedad de la época. Las distancias sociales eran muy marcadas y los papeles de los sirvientes se encontraban rigurosamente determinados. Se hacían manifiestos mediante un conjunto variado de uniformes. Es curioso que en una sociedad tan atrasada proliferaran los uniformes en todas las esferas. Todos los años nos enviaban pimientos, patatas, tomates y distintas verduras celestiales de su huerta riojana tan excelsa.

Tenían tres hijos y atribuían mucha importancia a la educación. Por eso habían contratado a una persona que se ocupaba tanto de su educación como de hablar en francés con los niños. Era una persona integrada en la vida familiar, que tenía el estatuto de tía. La “mademoiselle” era una persona entrañable, que desempeñaba un papel de director en las relaciones afectivas, así como de acoger a los visitantes. Era una mujer fuerte, muy educada y afectuosa. Su cultura y su modo de estar en el mundo, contrastaba con el de las señoras de la casa, denotando la diferencia abismal existente entre Francia y España en esta época. Tengo un recuerdo agradable de ella. Cuando pasábamos alguna larga tarde en la casa, siempre nos acompañaba en los juegos, se mostraba complaciente y terminaba por proponernos leer algo. Mi madre siempre nos decía que era malo leer después de las comidas.

Pocos años después compraron varios pisos en una casa en Las Arenas, dejando su casa del centro. Tenían dos pisos unificados y un ático fantástico, desde el que se veía el Abra de Bilbao, en el que jugábamos los primos por las tardes, después de pasar las mañanas en la playa de Ereaga en Getxo. Pero unas casas tan dotadas y elegantes, carecían de libros. Es el signo de identidad de la clase acomodada en el franquismo. Fueron de los primeros en protagonizar muchos de los cambios que después siguieron las clases medias, llegadas hacia el final de los sesenta mediante una expansión considerable. En particular, tener un cuarto de baño para cada miembro de la familia, rompiendo con la antigua pauta de las casas de la época, en las que había varias habitaciones de comedor y estar, muchos dormitorios, espacios comunes muy amplios, una zona de servicio doméstico, pero sólo un cuarto de baño. Este se convirtió en la primera cola que tuve que sufrir en mi infancia.

Uno de los secretos familiares es no apelar a la prodigiosa expansión económica del tío Arturo. ¿Cómo fue posible que dejara su trabajo y acumulase su fortuna en pocos años? Nunca se habló de esto en la familia. Cuando preguntaba mi madre no me respondía, pero ella solía decir que lo más difícil es hacer el primer millón de pesetas. Después, decía,  todo es fácil. Naturalmente se refería a los negocios que forman el sustrato del capitalismo español. Ahora, después del huracán del ladrillo, los negocios se han disipado, dejando una estela de beneficiarios y víctimas que conforman el presente. Hacer el primer millón parece imposible para aquellas personas que se relacionan con el trabajo mediante una nómina.

En los años siguientes, me informaron acerca de la clave del milagro del tío Arturo. Resulta que los procesos industriales de los Altos Hornos, generaban múltiples residuos de materiales que se acumulaban en un depósito, siendo considerados por la empresa como residuos carentes de valor. Este era gestionado por la oficina de mi tío. De modo que en un contexto de autarquía severa, los emprendedores industriales de la época, que regentaban talleres y pequeñas industrias, muy numerosas en el Bilbao industrial,  necesitaban de esos materiales imperativamente. Así formaban colas en la oficina en donde se vendían y compraban. Así se hizo el primer millón, en los términos de mi madre. Después todo más fácil.

Se trata de un estraperlo industrial, muy común en esa época de penuria. Me viene a la cabeza la analogía con otros tiempos. Imagino la cola de industriales en los años cincuenta. La comparo con los alcaldes y constructores congregados en la sala de espera de Juan Guerra, en la delegación del gobierno de Sevilla, en los años ochenta. La mayoría esforzándose por hacer el primer millón, aunque algunos ya en la etapa de la multiplicación que mi madre denominaba “fácil”. En el comienzo del nuevo siglo las colas en espera de la participación en los generosos fondos europeos o los múltiples edificios y obras estimulados por la imaginación de esta penúltima generación. También en las cajas de ahorros, una institución que genera las colas para los estraperlos del último modelo. Pero ahora el primer millón es de euros, porque los tiempos cambian para que permanezca el espíritu de las instituciones permanentes. Así se suceden y se reinventan los estraperlos, el de productos de primera necesidad en el franquismo primitivo se transforma en estraperlos financieros y estatales, estimulando la creatividad de los grupos que consiguen el primer millón. El saqueo de los fondos del empleo es el cénit de esta institución.

Esta es la metamorfosis de mi familia, en la que el aspirante a villano, el tío Arturo, pasa a ser el héroe familiar, conquistando una posición económica y social más elevada que la de mi abuelo. Lo peor para la marca Irigoyen es que sus hijos sólo tienen ese privilegio en el segundo apellido. Hace muchos años un dentista ambicioso apellidado Irigoyen fue un tormentoso presidente del equipo del fútbol de Cádiz. Su condición garantizaba que había hecho con creces el primer millón. En una ocasión, en una agencia de viajes en Granada, cuando me encontraba cerrando un viaje, el cliente que aguardaba detrás de mí, me interpeló muy efusivamente pues él también era un Irigoyen. Me invitó a una reunión para recomponer las relaciones entre los portadores de este símbolo que él entendía desde otras coordenadas menos elitistas. Esto me ayudó a comprender mejor mi identidad personal. Soy un Irigoyen que, a pesar de ser tan mayor, no he logrado hacer el primer millón. En palabras de personas tan autorizadas como Fabra, Bono, Pepe Blanco o Cospedal,  un inútil. Para mi madre ser un hombre hecho y derecho es conseguir esa mítica y millonaria recompensa. Pero me siento pequeño, en tanto que hago cuentas y no puede salir de mi trabajo. Debe ser que no soy suficientemente creativo.



domingo, 16 de noviembre de 2014

LOS AXIOMAS DE LA CORRUPCIÓN

La corrupción es un fenómeno complejo. Comparece súbitamente en forma de episodios singulares, para desvanecerse después en el lento y opaco devenir de las instituciones judiciales. Por eso se trata de una realidad que se asemeja a las divinidades, que se hacen presentes mediante actos simbólicos en ocasiones excepcionales, permaneciendo en estado de calma en los intervalos temporales que ocurren entre sus comparecencias.  La corrupción es una materia que habita en el subsuelo, pero sus erupciones permiten establecer un conjunto de axiomas, que difícilmente pueden tener un desenlace que las conforme como teoremas demostrables. Desde su volcánica comparecencia se van disipando en espera de disolverse en la frágil memoria colectiva, que es sacudida por la siguiente aparición.

La opacidad de la corrupción se encuentra determinada por varios factores, pero el más relevante, es la carencia de un discurso sobre sí misma. En este sentido es muda y silenciosa, aún a pesar de su vitalidad, su dimensión y permanencia en el tiempo. La  ausencia discursiva facilita su ocultamiento detrás de distintos hechos sociales. La envergadura de la corrupción en el presente, contrasta con la ausencia de “arrepentidos” que produzcan una narrativa sobre la misma. Por el contrario, es definida en términos moralistas desde su exterior. Así, la simplicidad de los discursos imperantes, contrasta con la complejidad de sus tramas y modos de operar.

De este modo, la inexistencia de una comprensión e interpretación adecuada cede su lugar a las narrativas simples, que la definen como un fenómeno individual, sintetizado en la expresión “meter la mano en la caja”. Por el contrario, la corrupción es una realidad colectiva y social,  que es inseparable de las sociedades, las instituciones, las organizaciones, las culturas y las personas. Este es el primer axioma sobre la misma. Justamente ahí radica su complejidad. En la España del postfranquismo es tan importante que se puede ubicar entre los principales factores de crecimiento económico. Quiero decir que muchas de las actividades públicas tienen como móvil verdadero realizar alguna obra material en la que la financiación constituye la materia sobre la que algunos de los actores implicados programan y ejecutan sus acciones en su beneficio.

El Robinson corrupto, es una excepción. Los actos que conforman la corrupción son integralmente sociales, no son factibles en el exterior de la trama de los poderes y las organizaciones de la sociedad oficial. La corrupción es un acto social multidimensional, caracterizado por la existencia de grados y beneficiarios múltiples. Así se entiende la ley del silencio integral que la acompaña, así como las complicidades en múltiples grados que protegen a los actores principales que la ejecutan. Se trata de verdaderos Robin Hood o príncipes de los ladrones, que socializan los beneficios en procesos informales de distribución social entre las microsociedades que los amparan.

Por esta razón, se puede explicar el abismo existente entre los actos de corrupción y la ausencia de reprobación pública por parte de los partidos y las instituciones. En España, cada episodio se produce en un espacio organizativo específico. Pues bien, nadie reprueba públicamente a los corruptos de su sector. Ni una sola palabra de las gentes del pepé a los héroes de la Gurtel o a los valencianos, que representan la creatividad mediterránea aplicada a esa actividad. Asimismo, nadie ha reprobado públicamente a Juan Lanzas, el dirigente ugetista “conseguidor” de los ERE. Nadie del pesoe ha pronunciado su nombre, así como el del consejero Fernández o Guerrero, el Robin Hood de su comarca sevillana cuando ejercía de director general de empleo. Nadie. Ni una sola palabra específica. Tan solo a los casos del contendiente. El denso silencio se deriva de la naturaleza colectiva de las corrupciones.

Sólo ahora, cuando los intereses de todos los señores de la corrupción están amenazados, comparecen mediante puestas en escena en las que la competición por alcanzar el grado sublime de lo patético es muy intensa. En mi opinión, el examen mediático de los candidatos a alcaldes, escenificado por la princesa-Robin Hood madrileña, Esperanza Aguirre, alcanza el cénit. También los gritos de libertad de los cuadros sindicales imputados en Sevilla, en el juzgado de la jueza Alaya, constituye un acontecimiento que presenta un monumento de la degradación, en un tiempo en el que los gobiernos “de progreso” y los sindicatos tenían, en coherencia,  como prioridad el empleo. Las imágenes de Fernández Villa, uno de los  líderes sindicales históricos  de la minería, que extiende las actividades extractivas a los fondos asignados a la reconversión minera. Así transfiere simbólicamente a toda la izquierda española postfranquista institucional su “síndrome confusional”. Ni una sola palabra específica de condena o reflexión  por parte de los suyos, en espera de que el siguiente escándalo lo disuelva en la memoria.

De este modo, el segundo axioma acerca de la corrupción, es que esta tiene lugar en una sociedad oculta, muy viva y compleja, que existe en el seno de la sociedad total. Los grupos que la conforman, que se hacen y deshacen en torno a cada negocio, se definen por un sistema de significación que es perceptible, que comparece en las interacciones cotidianas, pero que se hace oculto a miradas externas. Esta subsociedad, tan emprendedora, tiene la capacidad de producir finalidades, concepciones, actividades, relaciones, saberes, tácticas y aplicaciones. Su sistema valorativo se funda en el precepto del interés de sus miembros presentes en cada episodio, que se sobrepone al interés colectivo, que es reducido a una retórica vacía. La corrupción es una actividad creativa, eficaz y eficiente, que se desentiende de los preceptos moralistas y se funda en el pragmatismo del supremo interés de los participantes en los negocios que la articulan.

Por esta razón la corrupción se deriva de la crisis de  lo axiológico. Se conforma un conjunto de preceptos, premisas, ideologías, dobles discursos, interpretaciones y enunciados morales, que actúan como soporte de las actividades que la conforman. Debido a la intersección entre las microsociedades corruptas, reguladas por sus propias culturas y la sociedad total, regulada por el derecho y la ética oficial, podemos concluir  que el aspecto más relevante es el del doble discurso y la doble moral. De ahí que las instituciones de la sociedad total construyan un verdadero patrimonio de medias verdades y mentiras institucionales, tan importantes como sutiles, que se asientan en el doble discurso. Este es el tercer axioma.

Entonces, la corrupción implica una forma perversa de pensar, en la que existe un cuestionamiento de los fines, pero que no se hace explícito, de modo que lo que se dice se contrapone a lo que se piensa. Así se explica lo que se hace, que aparece tan incongruente a las miradas ingenuas. En la España postfranquista la multiplicación de edificios e infraestructuras materiales contrasta con los déficits de las organizaciones públicas, entendidas desde la perspectiva de los corruptos como puntos de anclaje para los clanes que dominan las organizaciones políticas, empresariales y sindicales, en los que desarrollan sus actividades de desviación de fines.

La línea de argumentación seguida hasta aquí, deconstruye el precepto simplista que entiende la corrupción como un acto individual y procede a entenderla en términos de un indicador grueso,  que designa la relación entre el número de imputados y el número total de cargos. No. Las corrupciones se ubican más allá de las personas. Sólo pueden ejecutarse en un medio institucional deteriorado por la presencia activa de las microsociedades flexibles y sumergidas que la producen.

Pero si la corrupción es un fenómeno colectivo, que se asienta en los intersticios entre la sociedad regulada por el derecho y la ética oficial y las microsociedades corruptas, siendo protagonizada por personas que tienen una doble pertenencia, no sólo es oculta, sino que se asienta sobre un sustrato común en el sistema valorativo. Este es el que otorga coherencia a los apoyos electorales que obtienen los corruptos. Soy sociólogo y una parte de mi actividad es tratar con casos específicos mediante métodos de conversación. En una ocasión entrevistaba a una persona afectada por la reestructuración laboral, que narraba las estrategias empresariales de las que había sido víctima. Todavía impresionado por el relato espeluznante, cuando le comenté que el director de recursos humanos era un verdadero maestro del sadismo, me dijo que él si estuviera en su lugar  haría lo mismo.

Por eso la corrupción se asienta sobre las grietas del sistema valorativo imperante. Ahora voy a decir algunas cosas un poco duras para bienpensantes. La corrupción es un fenómeno cargado de historicidad. Como todas las realidades vivas, evoluciona y se reconvierte a los requerimientos de los sistemas económicos y sociales en las que se encuentra. Los últimos cuarenta años son los de la reconversión del estado del bienestar que se configura como estado relacional, constituido sobre las relaciones entre este el mercado y el tercer sector. Esta es el suelo sobre el que se cimentan las acciones y los contratos corruptos. Representan  las áreas interorganizacionales sobre las que se producen los negocios-actividades que las conforman, propiciadas por sus vacíos legales y la regulación imposible. El brillante grupo que está reconvirtiendo intensivamente  la sanidad madrileña está inventando un modelo estándar, con validez para su generalización, que tiene como código principal la desagregación de las organizaciones sanitarias.

Pero el crecimiento económico en este tiempo se asienta sobre unas significaciones que son producidas por una casta técnica que domina las instituciones del vigente capitalismo global. Esta produce e impone las valoraciones que afectan principalmente a la definición de los objetivos de la acción política. De este modo, cualquier cuestionamiento de estos es desplazado al campo de lo imposible. Sobre este principio de realidad se construye la narrativa oficial, que constituye un campo de realidad que se encuentra blindado al cambio. De ahí se deduce que las instituciones, las organizaciones y las personas deben ajustarse al campo de lo definido como  posible, que resulta de los enunciados de la casta técnica global, que representa el statu quo de equilibrio entre los distintos intereses sociales, favorable a los fuertes.

Las personas debemos entender que sólo es posible lo que los poderes desean. De esta dura realidad resulta un alto grado de fatalismo. La forma de sobrevivir o desarrollarse es seguir el precepto de que la única alternativa es el éxito y el dinero. Además, que estos deben renovarse y crecer sin fin. Por consiguiente, el imperativo social exige ser realista, posibilista, adaptativo, flexible, pragmático y acomodaticio. Este es el material humano sobre el que se asienta la sociedad secreta de la corrupción. Las dosis de flexibilidad y realismo requeridas son superlativas. Aceptar e interiorizar los hechos consumados es el principio que la rige. Así se explica que los corruptos no se sientan culpables.

De este modo, la empresa postfordista  representa el germen de la pervesión en el orden institucional que se transfiere al sector público. En estas condiciones, tanto el control como  la transparencia es una quimera. Lo que realmente brilla es la doble moral y para cada persona, unidad u organización lo decisivo es gestionar su relación con el éxito, que se renueva en cada intervalo temporal. El cinismo y la falsedad institucional reinan inevitablemente en esta galaxia.

La corrupción es una cuestión asentada en la cultura y en la sociedad. Me viene a la cabeza la capacidad de emprendimiento de doña Cristina de Borbón, que no es una funcionaria sin ambiciones que limita su vida laboral al horario de trabajo. No. La infanta emprende sin descanso en los tiempos externos a su trabajo. Las mañanas y las tardes. Porque lo importante es crear, producir, crecer y triunfar. También los hijos de los políticos, bien educados en general en el arte de emprender. Preguntaros sobre su actividad, esta es la pista esencial para entender el fenómeno del que estoy hablando. Volveré pronto a él.

lunes, 3 de noviembre de 2014

IGNACIO

Ignacio es un vecino mío en el Santander de los años ochenta. Se trata de una persona cordial, que encarna un compendio de pequeñas virtudes relacionadas con la vida diaria en común, a la que contribuye haciéndola más vivible. En los primeros años de Carmen como conductora,  siempre estaba atento a ayudarla en el arte del aparcamiento en espacios inverosímiles. Esta persona tan entrañable sufrió un infarto de miocardio, del cual pudo salir adelante. Desde entonces fue designado mediante una nomenclatura muy agresiva y estigmática, que lo nombra  como “cardiópata”. Este término indica muy bien el desencuentro entre la atención sanitaria y la vida. Al Ignacio enfermo habría que denominarle por medio de una palabra dulce que fuera inventada por los poetas.

Era conductor de una furgoneta propia, en la que hacía trabajos para varias empresas en el declinante tejido industrial de esos años. El infarto se produjo en la calle, en su jornada laboral. Fue trasladado al hospital de Valdecilla, donde fue asistido por un buen equipo de cardiólogos, que conjugaba  la tecnología con  la organización. Quince días después, regresó a su mundo con un tratamiento estricto, una de cuyas partes era precisamente cambiar de vida para ajustarse a su nueva condición de cardiópata. El tratamiento farmacológico, la vigilancia de su estado mediante pruebas y revisiones,  así como las prescripciones de alimentación y de cuidado, constituyen el núcleo de su nueva vida.

Me lo encontré un año después, cuando regresé de vacaciones, pues ya estaba en Granada. El encuentro fue cordial. Me contó lo del infarto y hablamos sobre su estado. En esta conversación me dijo una de esas frases  emblema que sintetizan su estado personal y  su percepción de la enfermedad “Estoy jodido porque tengo que comerme el caldo del cocido”. Se tomaba el caldo de un puchero en el que lentamente se condimentaban los platos exquisitos en los que se fusionan las legumbres, las verduras y los prodigiosos productos del cerdo, con esa especial “banda de los cuatro” compuesta por el jamón, el chorizo, la morcilla y el tocino. Le hice saber mi asombro, en tanto que ese caldo no era adecuado para él, tanto para su salud como por la activación de los sabores prohibidos. Así se fraguó una conversación, tan pausada como la elaboración de los platos de cuchara y puchero de esta época.

Ignacio era una persona muy representativa de la clase trabajadora de esos tiempos.  Sus años jóvenes estuvieron regidos por la escasez y el rigorismo de la vida rural. En el curso de su vida fue mejorando mediante saltos continuos. Su aterrizaje en la ciudad;  su conversión en propietario de un piso;  su trabajo, que le proporciona un salario digno; un nivel de vida aceptable, que incluye la sanidad pública, la educación para sus hijos, las pensiones y otros servicios; su conversión en un ser motorizado, que le proporciona movilidad y autonomía; la expansión en su vida de zonas de confort en sus consumos, los bares, los domingos en familia y las vacaciones; también la seguridad respecto al horizonte de sus hijos.

La contrapartida es la aceleración del cambio en todos los órdenes,  que le convierte en un ser extraño, que no comprende muchas de las cosas que aparecen ante sus ojos. En particular, las diferencias con sus hijos y las personas de las nuevas generaciones. Así se incuba un malestar inespecífico pero permanente, que se activa cuando, al intervenir sobre cualquier asunto cotidiano, se percibe desplazado por los que viven un mundo construido a sus espaldas.

Pero el episodio del infarto cambia su vida. La frecuentación de la farmacia, la conversión de la cartilla en un documento de uso cotidiano, la habituación a las visitas a los médicos, las pruebas antes de las revisiones, el temor a un empeoramiento o un nuevo infarto y su nuevo estatuto ante las personas  que le rodean, que le tratan como a un ser especial minimizado, un enfermo, un cardiópata para los entendidos. Junto a estos factores, en el hospital le han recomendado en los días anteriores al alta, algunas normas referentes a su comida, bebida, ejercicio y otras cuestiones cotidianas. Estas forman un conjunto de prescripciones abstractas, que nadie ha traducido a sus condiciones, a su vida singular y a los escenarios en los que esta se desarrolla.

El ciclo de su vida cotidiana, antes del dichoso accidente cardiovascular,  es así, tal como lo voy a contar. Muchas de las pautas recurrentes que las conforman no son elegibles ni individuales. Son sociales y se encuentran determinadas por sus condiciones y por las microsociedades en las que vive. Se levanta muy temprano, toma un café con leche y se va a la furgoneta a comenzar su jornada. Es de la generación que no desayuna nada sólido. A media mañana,  hace una pausa en un bar y come un pincho o un bocadillo junto a un café. En las barras de los bares de desayuno se encuentran varios sabores fuertes, siempre caracterizados por los excesos de grasas. Cuando concluye la media jornada toma un vino blanco en el bar de debajo de su casa. Este es uno de los momentos de relajación para él. Se encuentra con amigos con los que conversa acerca de las cosas cotidianas. También se comentan las cosas públicas que se presentan en los sumarios de los telediarios.

Tras este breve intervalo sube a casa, en donde se procede a la comida en familia. Su mejora continua en la vida no ha impedido que una de sus hijas sea víctima de un matrimonio problemático y desdichado. Su marido no trabaja y la maltrata, por lo que ha tenido que acogerla en casa con su nieto. Este es un acontecimiento muy complejo, que desborda sus capacidades y le genera un malestar constante. En este tiempo familiar se hace presente siempre, flotando sobre la sala donde se desenvuelve la vida común. Pero la comida es elaborada en un territorio extraño a un varón de su generación: la cocina. Este es un espacio donde se toman decisiones que conectan con el presupuesto familiar y el gusto, que tiene su origen en la infancia. Está regida en monopolio por las dos mujeres de la casa. El resultado es la preponderancia de los pucheros, la presencia de las carnes rojas o los pescados, siempre custodiados por las patatas fritas, así como los fritos y otras delicias tan sólidamente relacionadas con el aceite. La fruta y las verduras se encuentran infrarrepresentadas. La comida representa una de las gratificaciones más importantes en sus vidas diarias, así como símbolo del progreso en contraste con sus infancias, caracterizadas por sus carencias de proteínas.

El bar vuelve a ser el momento previo a la jornada de tarde. El café acompaña a los humos de los cigarros o puros, los Farias de esa época,  sin excluir una copichuela de coñac o similar. Varias horas de trabajo terminan de nuevo en el bar, en donde antes de la cena tiene lugar el momento mejor del día, que consiste en compartir un vaso de vino tinto con los amigos. La animada conversación compensa las tensiones laborales, familiares y vitales. Allí se fraguan las amistades y las enemistades. Es el ámbito donde uno cuenta lo que piensa y contrasta con los otros. En este espacio se produce una sociabilidad efervescente compartida.  Después,  la cena en familia, que es dominada por la televisión, que en ese horario  presenta sus productos de mayor impacto.

Este es el ciclo de vida diaria de un trabajador en los años ochenta. Los fines de semana familiares incluyen desplazamientos a pueblos, playas u otros lugares, comidas en las que se congregan más familiares, con sobremesas dilatadas. También son un espacio para encuentro de generaciones, de tiempo con los hijos o nietos, así como para la realización de actividades domésticas. El futbol acompaña el día de fiesta produciendo las pasiones colectivas y las identificaciones.

Pero esta secuencia de la vida diaria, en el que obtiene las gratificaciones que le permiten vivir una vida aceptable, es ignorada por la atención profesional, que privilegia los medicamentos, sólo conversa con él a través de los resultados de las analíticas y pruebas, y le transmite un conjunto de prescripciones abstractas sobre el estilo de vida. Lo hace en unos términos técnicos, en los que los carbohidratos, las proteínas, las calorías y otras palabrotas similares no encuentran vínculos con su mundo. No hay traducción a su gusto y sus prácticas alimenticias. Lo mismo con el alcohol. Así se privilegia la tecnología sobre la relación, que es reducida  a los consejos ajenos a su vida y las  prohibiciones, que siempre apelan a su sacrificio, del que supuestamente es beneficiario.

La incomunicación institucionalizada entre el paciente y los profesionales se funda en el falso precepto de que es un ser individual asocial. De ahí que la comunicación se focalice  sólo en él. Sin embargo, su vida se desenvuelve en una matriz social, circulando por territorios que tienen sus atributos propios, que se sobreponen a las personas que los habitan. Estos territorios tienen sus lógicas, sus normas implícitas, sus supuestos y sus sentidos. Ignacio atraviesa cada día varios espacios influyentes en su estado de salud. En el proceso de su tratamiento y reinserción, nadie habla con las mujeres que gobiernan su cocina,  sala de estar y dormitorio, o se piensan alternativas al trabajo o al universo social del bar.

Cuando me lo encuentro sigue acudiendo al bar, que es donde se encuentra su mundo social y su lugar como persona. Allí es un fumador pasivo intenso y un ser relegado, en tanto que tiene que administrar sus dosis de vino, cuando el consumo de este es social. Cada vaso se corresponde con una secuencia de conversación en un estado colectivo de cierta euforia, donde cada cual celebra su integración en la vida. Pero el tratamiento le constituye como un ser solitario, condenado a no participar en los mejores momentos de la vida común y sus efervescencias y afectos compartidos.

Nadie le ha ayudado a elaborar alternativas. Tiene que hacer un régimen racionalizado en solitario, que le separa de su familia y de su grupo social que se congrega en el bar. Así, el tratamiento lo reconstituye como un ser extraño abocado a la marginación, porque en su vida se come y se bebe en común. La prescripción de hacer ejercicio a las víctimas del corazón  ha congregado grupos de enfermos que se agrupan en lo que se denomina “la senda de los elefantes”, en uno de los fantásticos paseos en las playas de Santander. Allí caminan unidos las legiones de cardiópatas jubilados, que celebran encontrarse, estar juntos y constituir un estado común de compartido, que tiene momentos de efervescencia colectiva. Este pequeño mundo ha sido inventado por ellos mismos, ahí radica su vitalidad. Estos mundos sociales se definen por encontrar una compatibilidad entre lo lúdico social y las restricciones del tratamiento.

Existe una gran distorsión en la atención sanitaria respecto a la vida del paciente. Esta queda relegada, dominada por la idea del buen control de la enfermedad,  el formato de la atención rigurosamente individual, que se desentiende del mundo singularizado del paciente. La propuesta es una vida artificial que le arroja al exterior de su mundo.  En congruencia con esta premisa, se entiende la eficacia como un servicio de hospitalización domiciliaria, en el que se trata de llevar la tecnología al domicilio. También con la construcción de los centros de salud, entendidos desde la perspectiva que aquí he denominado como “los fuertes”. Pero el trabajo de ayudar al paciente a descubrir nuevos sabores o encontrar otros espacios de sociabilidad queda vacío. La explosión tecnológica se orienta a la generalización de dispositivos para hacer pruebas y mediciones  que puedan ser accesibles al profesional instantáneamente, reforzando la marginalidad de la vida.

Por eso la palabrota “cardiópata” designa el estigma de un ser individual que es amputado de su mundo social natural y reconstituido como ser asocial solitario subordinado al tratamiento. Todo esto con el máximo de amabilidad comercial. Así, el sistema sanitario  se articula con otras instituciones del presente para producir una  lógica de individualización rigurosa y radical. La soledad de muchos enfermos crónicos  se relaciona con otras situaciones sociales, como  la proliferación de corredores solitarios que se enfrentan con sus retos cotidianos, ejercidos  en el  nombre de su cuerpo y su salud. Todos se encuentran unificados por vidas en las que impera el sacrificio.

Muchos años después lo volví a encontrar. Estaba muy bien físicamente, ya jubilado y viudo. Tenía una novia que había conocido en una sala de baile de mayores. Sus ojos tan azules brillaban especialmente cuando se refería a ella. Me contó sus viajes del inserso con su novia al cálido Mediterráneo. Eso sí que es cardiosaludable. Había redescubierto su vida sexual, tan austera en los largos años del matrimonio. Esto es  lo mejor de los años del postfranquismo en España. En las euforias colectivas de los viajeros mayores se minimizan los tratamientos y resplandece lo mejor de la vida. No he vuelto a saber de él, pero no siento preocupación porque intuyo un buen final para él. Ahora me preocupan más sus nietos, a pesar de que tienen un sistema sanitario que le presta atención continuada. Pero tienen otras carencias.