Los ladrones de espíritus urbanos son aquellos que conforman un conglomerado de empresas, profesiones, organismos públicos y agentes propietarios de suelo de distintos rangos, que han sido protagonistas y beneficiarios de la transformación de las ciudades en los últimos tiempos. Los defino con ese nombre porque propician cambios en la ciudad que se encuentran determinados por criterios globales, en detrimento de la singularidad de las ciudades. Su preponderancia implica la aparición de criterios estéticos generales que producen una uniformidad y homogeneidad absoluta, para albergar a todo el dispositivo de empresas que estallan en franquicias, así como para la explotación del turismo, convertido en uno de los sectores principales en las economías postfordistas y globales.
Así, los centros históricos y los lugares con identidad, son arrasados por el conglomerado de ladrones de espíritus urbanos, que imponen sus moldes estandarizados, que son pactados con las fuerzas locales políticas y empresariales más regresivas, pero emprendedoras furiosas sin fin. El resultado de esta expansión es el apogeo del complejo de la restauración urbana, que representa una parte creciente dentro de los emprendedores del cemento y del hormigón, convirtiendo las ciudades en lugares donde se conjuga la fealdad y la belleza. Sobre las viejas ciudades deterioradas levantan nuevos escenarios restaurados con criterios pésimos en no pocas ocasiones.
Los lugares con un valor patrimonial o estético, siempre tan singulares, son literalmente cercados por un conjunto de nuevas construcciones y espacios, que están marcados por la vulgaridad homogénea, que expresa el espíritu hegemónico de la hipermercantilización, siendo su emblema el centro comercial. Me gusta llamar a este proceso como “los círculos concéntricos de la destrucción”. Sobre un lugar con valor artístico, patrimonial, estético, natural o paisajístico, se producen sucesivos círculos de fealdad acumulada, paradójicamente para explotarlo mediante la multiplicación de los visitantes. Sobre una playa con valor paisajístico se terminan construyendo dos o tres círculos, el último de los cuales está conformado por urbanizaciones, zonas comerciales y de ocio tan horribles, que suscitan dudas acerca de este tiempo.
Pero el tsunami urbano de los ladrones de espíritus urbanos no sólo opera sobre los entornos, sino sobre los usos del suelo y las poblaciones. Todo se revaloriza, de modo que cada metro cuadrado de la ciudad restaurada, se encuentra inscrito en algún proyecto mercantil. La consecuencia es que los vecinos tradicionales tienden a ser desplazado de la calle para ceder el espacio restaurado a las marabuntas turísticas, comerciales y del ocio, que son los tres negocios dominantes. La explosión de las nuevas multitudes congregadas por las actividades mercantilizadas, conlleva un sistema de sentidos totalmente diferentes de los convencionales. Por eso afirmo que los espíritus tradicionales son robados por los promotores de esta modernización extraña, que convierte a todas las ciudades en semejantes.
En Granada este proceso se ha consumado en los últimos veinte años. El viejo espíritu de la ciudad, de extrañas gentes de montaña tan peculiares, que se concentraba en lugares como los comercios rigurosamente locales en torno a las calles céntricas, ha sido disuelto por la omnipresencia del complejo de las franquicias encabezadas por Zara. Ahora sólo quedan los bares y restaurantes, donde, en muchos de los mismos, detrás de los cambios estéticos determinados por la modernización, se encuentra el espíritu de la vieja ciudad. Algunos locales sobreviven a esta transformación. Me fascina una cafetería de la Gran Vía, cuyos públicos de siempre y de ahora son las gentes de la provincia que vienen a hacer gestiones a la Seguridad Social. Está exactamente igual que siempre, con la estética patética de las luces y los materiales de formica del desarrollismo de los años setenta, rodeado de fachadas de modernidad de cartón-piedra.
Entonces, rodeados del entramado de edificios, calles y públicos convocados por las actividades mercantiles que dominan la reconversión urbana, es preciso liberar algún espacio para la vida diaria distanciada del complejo industrial del turismo, del comercio y del ocio. Granada siempre ha sido un lugar de rinconcitos, de lugares pequeños que condensan belleza, siempre asociada a la intensidad de sus luces. Vengo de Santander donde impera lo contrario. En cualquier lugar se abren grandes horizontes a la mirada. En la Granada cotidiana resultante de las modernizaciones, es preciso buscar tus propios rincones que funcionen como aislamiento de las nuevas multitudes, que incluso pueden llegar al rango de escondites en los que se pueda reparar las tensiones. Se trata de buscar, encontrar y consagrar rincones en medio del entramado de actividades mercantiles y sus multitudes mecanizadas.
Hoy voy a hablar de uno de los míos, que me permite, no tanto huir, como distanciarme de los flujos humanos estandarizados, constituyendo un refugio temporal de los malos espíritus de la falsa aceleración que impera en las actividades mercantiles. Es un café, relativamente nuevo, lleva pocos años, que ha nacido precisamente sobre la reconversión urbana de los ladrones de espíritus, precisamente sobre las tres calles paralelas Mesones, Alhóndiga y Puentezuelas, que han sido reconvertidas drásticamente, expulsando sus viejos comercios locales de malafollá, sus bares donde reinaban los olores de los aceites de las fritangas, sus pensiones, que concitaban la presencia de los viajeros que transitan en busca del sur auténtico, así como sus estéticas cutres. Todo ello ha sido transformado en calles peatonales, asfaltadas cuidadosamente para albergar a las multitudes de transeúntes definidos por su gasto per cápita, que se anuncia solemnemente después de cada secuencia temporal.
Es un local moderno, cuidado, de mesas y barra minúsculas, bien atendido, con una oferta interesante y factible. En el interior se respira un ambiente agradable, que resulta del proyecto empresarial inicial, coherente con lo que en las escuelas de management denominan calidad de servicio. La mañana es su punto fuerte, pues allí desayunan comerciantes, empleados y algunos turistas que se encuentran ajustando el plan de la esforzada jornada. El baño es impecable. Todo es muy profesional, pero con un equilibrio logrado, muy poco frecuente en Granada. La cocina ha experimentado un declive debido a la implacable ley de las calidades decrecientes de los servicios que impera en esta ciudad, cuyo emblema es el café Botánico. Los turistas europeos son disuadidos, después de los tres primeros días ingenuos, de aventurarse en ninguna aventura gastronómica que no esté acreditada.
Pero la terraza es lo mejor de este café. Estando ubicada entre Alhóndiga y Puentezuelas, es un oasis en el que se puede conversar, leer algo ligero o disfrutar del arte de mirar y pensar. Es un pequeño refugio, un lugar en el que no se escuchan ruidos de motores ni conversaciones en voz alta. Tampoco transitan por allí muchas personas, confirmando el rigor del término marabuntas, en tanto que en una tarde de esplendor comercial, grandes muchedumbres transitan por las tres calles citadas, pero casi nadie explora las travesías y las paralelas, una vez que la modernización ha abolido la errancia sin objetivo. Suelo decir, cuando estoy sentado allí, que este enclave se salva por la crisis de lo perpendicular, que es un impulso de las multitudes a seguir tras la cabeza.
La terraza es un lugar desde el que se puede observar los contrastes propios de Granada. El entorno visual es agradable, pues todos los edificios que la rodean están restaurados. Sin embargo, también todos ellos están vacíos, tanto los bajos como los pisos, que se encuentran en espera del cumplimiento de la promesa del conglomerado del cemento: primero las infraestructuras, después, automáticamente, viene lo demás. Desde las mesas sólo se puede ver una de las tiendas franquicia abierta. La desaparición de los negocios tradicionales no ha generado nuevas actividades, tan sólo incipientemente, algunas focalizadas en el moldeamiento de los cuerpos, que se ubica principalmente en Mesones.
Aprovecho la terraza para tener una pausa cuando el flujo de los turistas, los compradores y los buscadores de ocio se intensifica. Después me reincorporo al paradigma de la línea recta. También alguna tarde, cuando tengo que conversar con alguien, pues este refugio admite la presencia de mi perra. En invierno la terraza está muy bien acondicionada para algunos fumadores entrañables. Cuando entro en ella tengo una sensación liberadora. Es como un camarote, o una litera de los trenes, un espacio íntimo en el que me siento protegido del exterior masificado.
Cuando salgo de este recinto de reposo y regreso al exterior bullicioso, en donde las multitudes cumplen estrictamente con los sentidos determinados por los ladrones de espíritus urbanos, respiro de nuevo el aire de la modernización. Pero cuando me dirijo hacia mi casa, dejo a mis espaldas la Plaza de la Trinidad, que es el comienzo de un territorio reconquistado a la modernización por contingentes de Erasmus y de los terceros ciclos, que se comportan respecto al espacio de forma diferente a las multitudes de las actividades mercantilizadas. Estos exploran, encuentran lugares, los consagran y están presentes en ellos para vivirlos. A mi derecha se encuentra el mundo hipercomercial de la avenida de la juventud, que es la calle Recogidas, donde se concentra la energía de la compra. Pero al frente, al llegar a la calle Navas, tan bien modernizada, encuentro de nuevo el viejo espíritu de la ciudad en los bares y terrazas, en donde por debajo de las máscaras modernizadoras, subyace el espíritu granaíno condensado en sus tapas, en las que domina la sartén y se hace presente por medio del olfato. He visto alguna noche cálida servir allí unas paellas a guiris nórdicos, que constituyen un motivo sobrado para desencadenar una nueva guerra.
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