La motorización ha modificado profundamente el espacio, las ciudades y la vida. Todo se subordina a la movilidad individual garantizada por el automóvil, que impulsa la multiplicación de las carreteras, las vías de comunicación y los aparcamientos. Las pasiones derivadas de la posesión y uso de esta máquina mecánica, determinan su centralidad en las políticas públicas. El ministerio de infraestructuras es el más codiciado, donde son ubicados los números dos de los partidos de gobierno, para compensar sus ambiciones. En España recuerdo a Álvarez Cascos y a Pepe Blanco, que conforman un dúo inconmensurable.
La preponderancia de la movilidad implica la desolación de los paisajes urbanos que se encuentran en los límites de las vías. Siempre me ha impresionado contemplar los barrios obreros del sur de Madrid, en los que al caer la noche, los edificios-colmena que albergan a las gentes congregadas para dormir, se encuentran cercados por centenares de automóviles que se amontonan en las zonas colindantes. Comparto las lúcidas descripciones de los suburbios que aparecen en los escritos de Ivan Illich.
La degradación del medio asociada a la motorización de masas es inseparable de degradaciones múltiples sociales, convivenciales y espaciales, pero también individuales. Para muchas personas el coche es verdaderamente lo único que poseen, desempeñando un papel fundamental es sus vidas. Pero las poblaciones que no acceden a la motorización, se pueden definir a partir de una desventaja esencial, que combinada con otras las ubica en el complejo mapa de las marginaciones del presente.
Por eso me gusta observar las monumentales infraestructuras desde la perspectiva de las poblaciones desplazadas por las mismas. Hace muchos años impartí clases en un máster en la Escuela Nacional de Sanidad, en Madrid. Estaba alojado en un hotel próximo a la estación de Chamartín y tenía que cruzar la prolongación de la Castellana, más allá de la Plaza de Castilla. La única alternativa era hacerlo por una desoladora pasarela que cruzaba por arriba. La sensación de fragilidad y de soledad era tan intensa, que muchas veces cogía un taxi para no sentir esa sensación. Al igual con las pasarelas subterráneas que albergan a las poblaciones privadas de la ciudadanía móvil.
La motorización ha generado un paisaje en el que las gigantescas infraestructuras albergan a los veloces automovilistas y expresan la menudez y degradación de la condición de peatón, atrapado entre las concentraciones del cemento y las rápidas máquinas que rugen generando un catálogo de sonidos amenazador. El peatón es un ser desvalido en el orden de la movilidad. Percibido como un obstáculo experimenta su fragilidad y su marginación. Así es empujado a un sistema de guettos peatonales de distinta naturaleza.
Uno de los directores que más admiro es Wim Wenders. En una de sus películas de culto, París Texas suscita todas estas cuestiones, creando un vínculo entre la desolación de los paisajes atravesados por las vías de la movilidad y la desolación personal de muchas de las personas que transitan por su interior o sus márgenes. En esta película, las imágenes tanto de Los Ángeles como de Houston son antológicas. Wenders hace fluir la cámara por las autopistas, deteniéndola en lugares sórdidos en los que los seres humanos se encuentran constreñidos. En particular, la escena del padre y el hijo, comiendo unas hamburguesas en el automóvil ubicado bajo uno de los enormes puentes nodos de autopistas, es todo un manual de antropología visual.
Paso dos videos de la película. En el primero se muestra el encuentro entre dos peatones marginales sobre un puente de autopista. El discurso del extrañado a los automovilistas, advirtiendo que no habrá una zona de seguridad, expresa el talento visual de Wenders. La segunda es la escena final en la que los atormentados personajes de la madre y el hijo se encuentran en un hotel. Las imágenes del mismo, las luces, las arquitecturas, las proporciones, la ausencia de la vida en la calle, son esclarecedoras de la relación entre los espacios producidos y las personas. El padre, esperando en el coche a pie de autopista, al que Wenders le otorga un minuto esclarecedor, en el interior de su cabina automovilística desplazándose por la autopista, con los fondos de la desolación urbana de Houston, reforzada por los juegos de luces del amanecer.
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