He pasado otro quince de agosto. Para mí es una fecha muy especial, de tan mal recuerdo, que ha quedado grabado en mí para siempre. Esta es la fecha en la que culminó la enfermedad de Carmen en 1998. He contado aquí su final, derivado de su cáncer. Ahora voy a contar el desencadenamiento de su granulomatosis de Wegener y el terrible camino hacia el diagnóstico. Es inevitable que sangre escribiendo este post, como ocurre todos los días quince de agosto. Esta historia tiene dos vertientes. Una es la asistencia médica en las aseguradoras, esta es de ADESLAS. La otra versa sobre el extraño estatuto de un enfermo grave en el mes de agosto en una sociedad posmoderna. La combinación entre ambas conforma lo que me gusta denominar como los bajos fondos de la asistencia médica.
Carmen gozó de buena salud hasta estas fechas. Su cuerpo se conservaba en un estado envidiable, no acusando el paso de los años. Parecía mucho más joven que yo. A veces le tiraban los tejos hombres mucho más jóvenes que nosotros. Era una persona muy animosa, abierta y activa. La primera señal de su enfermedad fue que su cuerpo se hinchó en muy poco tiempo. No es que engordase, sino un aumento de volumen extraño que le confería un aspecto fofo. También se empezó a quejar de molestias en las piernas y de encontrarse cansada. Pero la señal definitiva fue en el mes de marzo, en el que yo participaba en un congreso en el hospital de los Pedroches, en el norte de Córdoba. Me llevó en el coche, pues teníamos interés por conocer esta zona. Ella era la que conducía y aprovechamos para darnos un paseo por esos pagos. Después del congreso, que era uno de los numerosos y “triunfales” sobre la atención al paciente, presentada en términos místicos, regresamos a Granada. En el camino tuvo dificultades importantes para conducir. Se quejaba del cansancio y de las piernas. Definía sus sensaciones como calambres e insensibilidad de sus pies.
En los días siguientes la enfermedad irrumpió impetuosamente. Los dolores en las piernas eran permanentes y le dificultaban andar, respiraba mal, tenía una sensación de fatiga muy acusada y dolores en lo que ella ubicaba en las “articulaciones”. La vasculitis había hecho acto de presencia y sus efectos fueron intensificándose día a día. Así empezó el calvario de Carmen, que resultó de la convergencia entre el agravamiento de su enfermedad y la catastrófica atención profesional a la misma, que se puede sintetizar en el título de un libro tan fundamental en mi vida como el de Koestler “Del cero al infinito”. La atención profesional representa el cero, en tanto que el sufrimiento crece aproximándose al infinito.
Siempre habíamos estado en la Seguridad Social, pero, en el tratamiento de mi diabetes, descubrí, a partir de mi experiencia con un oftalmólogo, que las revisiones carecían de cualquier efectividad. La consulta me convenció de que el médico, sencillamente no quería verme, confirmando otras experiencias asistenciales con médicos-investigadores en la sanidad pública, para quienes la diabetes es una enfermedad sin interés clínico alguno. En enero, nos pasamos a ADESLAS, que, aparentemente, facilitaba el acceso directo a los especialistas. Una amiga mía, enfermera, me advirtió tras la decisión de las consecuencias que podía tener si me ponía “verdaderamente malito”. Sus palabras fueron providenciales.
En enero entramos en ADESLAS y en marzo se desencadenó el Wegener de Carmen. La compañía facilitaba un libro voluminoso y muy ilustrado con imágenes, en el que se encontraba su cartera de servicios, en la que estaban presentes numerosos profesionales, pudiendo así materializarse la elección del cliente, que tenía acceso a los mismos mediante una tarjeta individual, que se denominaba la “tarjeta oro”, quizás para rememorar que allí todo gira alrededor del dinero. La tarjeta oro representaba la ficción imaginaria, que con posterioridad comprobamos que era el código de la compañía, como la de seguros de automóvil que anuncia Matías Prats, que representa tan bien las ficciones comerciales asociadas a la captura de incautos.
En la ficcional pluralidad terapéutica, los médicos generales renunciaban explícitamente al diagnóstico de una enfermedad no frecuente, actuando como guías para la elección del especialista, así como con una prudencia máxima en el arte de la renuncia. Se desempeñaban como ejecutores de decisiones especializadas. En este sentido sí que desempeñaban el rol de puerta de entrada, en tanto que ilustraban acerca de la naturaleza de la compañía: allí sólo se trataban las cosas leves y cuyo tratamiento se realiza con tecnologías baratas. Dispusimos de médicos generales cercanos que venían a casa pero su comportamiento ante el problema era pasivo, en espera del dictamen de algún especialista.
El primer especialista que visitó era un hombre mayor, de los anteriores al MIR, que tenía mucho prestigio entre sus clientes. Su consulta estaba abarrotada de personas mayores, muchos procedentes de los pueblos, gentes de un nivel económico relativamente alto. Nos recibió lleno de amabilidad. Carmen sintetizó con precisión a la salida la situación diciendo “la consulta era como un despacho de un abogado, pero no de un médico”. Este amable señor nos mostró lo que íbamos a vivir los siguientes meses: una extraña mezcla entre amabilidad y distanciamiento del caso. Todos te reciben bien, te hacen las pruebas estándar, de las que puede salir el diagnóstico positivo, y, en caso de que no se resuelva, la recomendación de seguir buscando el especialista adecuado en el laberinto. La ausencia de compromiso se especificaba en la inexistencia de documentación. Nadie hacía un informe, de modo que cuando habíamos recorrido una docena de especialistas, era imposible sintetizar los comentarios que habían hecho, sólo quedaban las pruebas acumuladas y sin relación entre las mismas. En ese camino, un indicador fatal es cuando uno de los especialistas te remite a alguno de los anteriores que ya has visitado. En ciencias sociales le llamamos circularidad.
En los meses siguientes se agravó el estado de Carmen. Su movilidad se había reducido y tenía dificultades para caminar. La teníamos que llevar entre dos personas a las consultas. Pero la pauta del primer médico se repitió, incluso entre aquellos con una reputación profesional, que habitan por las mañanas en la sanidad pública. Así llegamos en mayo a un reumatólogo que, renunciando al diagnóstico, la empezó a tratar: los corticoides aparecieron en la vida de Carmen y ya no le abandonaron nunca. Los analgésicos se sumaban a los calmantes, los nolotiles, dacortines y trombocides, acumulando sus dosis sobre el fondo del papel en blanco del diagnóstico. En este sinsentido es inevitable la aparición del sadismo. Le prescribían dosis variables que no se correspondían con las pastillas-unidades. Tenía que hacer cálculos y cortar las pastillas en partes inverosímiles. Esta es una de las manifestaciones más crueles y humillantes del tratamiento médico-farmacéutico.
Ante la ausencia de diagnóstico, de un profesional que coordinase el proceso de búsqueda, la aparición de las primeras dudas y el decrecimiento de las esperanzas, así como el agravamiento de la enfermedad y su interferencia en la vida diaria, Carmen fue desplazada hacia los bajos fondos del sistema de atención médica, en donde habita una humanidad carente de diagnósticos y tratamientos claros, pero que es tratada mediante el arsenal farmacéutico y la proliferación de la rehabilitación, desprovista de cualquier valor terapéutico y suministrada como alivio compensatorio. En este lugar oscuro del sistema reinan especialidades que asumen el tratamiento de estos desdichados privados de diagnóstico. Este es el submundo de la medicina, en donde los condenados van aceptando gradualmente su situación y adaptándose. Es algo similar al concepto de purgatorio, en el que el sufrimiento es permanente pero existe una esperanza de salida. Este es el lugar extraño de consolación. No sé cómo fue pero terminó en el pozo de la rehabilitación, de los reumatólogos y de los neurólogos, que en esa compañía eran neurocirujanos. A partir de junio el diagnóstico había desaparecido del horizonte. Ahora la trataban con medicación dura y rehabilitación.
Su aspecto físico había empeorado aceleradamente. Los corticoides le proporcionaban un aspecto de deformación muy acusada. Su vida cotidiana era terrible. No soportaba ningún roce en sus piernas y gritaba de dolor. Tenía que dormir sola y sus queridas perras no se podían acercar. Cuando yo tenía que marchar a la facultad y no podía quedarse nadie con ella tenía que dejarla en un sofá con el orinal, el agua, el teléfono y los medicamentos. No leía, rechazaba escuchar música y pasaba en silencio largas horas. En las noches lloraba desconsoladamente. Fue inevitable nuestro choque por el abuso del Nolotil y otros terribles fármacos que reinan en el segmento de mercado de los carentes de diagnóstico. Su estado psicológico se deterioró paralelamente a su estado físico y social. No quería ver a nadie.
Cuando llegamos a Granada nos llamó la atención la cantidad de motos que circulaban, así como los usos ampliados de estas. Es frecuente ver motoristas inverosímiles que suscitaban nuestra perplejidad. Así motoristas con muletas, con las piernas enyesadas, o tres o más personas en la moto, o cargas insólitas de paquetes, con unos tamaños desmesurados. Pues bien, la enfermedad nos convirtió en miembros de esa sociedad de motoristas inverosímiles. Como no podía conducir tenía que llevarla en la moto a las consultas. Para montarla y desmontarla era preciso hacer una auténtica combinación de maña y fuerza. En alguna ocasión la llevaba a alguno de los grandes hipermercados a hacer la compra, para no dejarla sola en casa. Allí la bajaba de la moto y la sentaba en un lugar en el que pudiera esperarme cómodamente.
En el inframundo de los tratados no diagnosticados proliferan las pruebas dolorosas e inútiles, en tanto que no se inscriben en un proceso de diagnóstico. Tuvo que pasar por analíticas múltiples de sangre y orina, electros, biopsias, pruebas de imagen variadas y ecografías. Lo peor fueron en esta época las densitometrías. Se trata de una compensación al enfermo, con el objeto de mantener su esperanza. También se incrementan los consuelos comerciales. El personal de las ambulancias y de rehabilitación es muy cercano y desarrolla una función de apoyo psicológico al enfermo. En la entrada del verano Carmen era un cuerpo que era trasladado entre consultas y pruebas. Cada médico pedía una analítica o radiografía. En algún caso pruebas más penosas. Alguna era hecha un sábado en el Hospital Clínico, de la sanidad pública, de forma no oficial. Pero era un cuerpo tratado con cordialidad por camilleros, enfermeros, fisioterapeutas y otros profesionales ubicados más allá del diagnóstico.
Los médicos se mantenían en la ficción diagnóstica y el tratamiento a ciegas, que como es sabido genera daños en esta población desahuciada, tratada en la asistencia médica low cost. Recuerdo un reumatólogo que en la consulta cara a cara negaba los síntomas y la gravedad del cuadro. Cuando Carmen lloraba y le pedía unas palabras de esperanza, le recomendó ser más positiva. Al concluir la consulta, cuando la sacamos entre dos personas en lo que en mi infancia se llamaba “la sillita real”, los dos médicos le dijeron alegremente “Carmen, a bailar, tienes que ir de discoteca a bailar”. En una situación así se siente netamente la asimetría de poder y la situación de terrible inferioridad derivada de la misma.
El verano agravó la situación en todos los sentidos. De un lado la cartera de servicios se licua para hacerse gaseosa cuando llega el final de julio. Nuestro descubrimiento gradual de la letra pequeña del contrato con la compañía, que principalmente era que no prestaba servicios en el domicilio por estar fuera de la capital, nos llevó a vivir experiencias de película negra con enfermeros cuyas tarifas eran insólitas. Así nos recordaban que pertenecíamos a ese inframundo de los necesitados de diagnóstico, que genera mercados secundarios en el que se hacían presentes múltiples depredadores, en los que contrasta el abuso despiadado con los escasos beneficios a los que aspiran.
En el mes de julio comenzaron a desaparecer los médicos hasta septiembre. Lo peor fue que, llegados a este punto, la trataba un neurólogo que no era tal, sino neurocirujano. En el final de mes le administró una dosis de corticoides desmesurada. Esperaba que así aguantase el mes vacío de agosto. Carmen pasó a ser una víctima del sobretratamiento. Las medicaciones intensivas recombinadas con la expansión de su enfermedad la quebraron. El 15 de agosto fue el día fatídico en el que la tuve que ingresar en lo que la compañía denominaba como un hospital. Pero descubrimos que también era ficcional.
Desde el día 12 apenas comió y su estado empeoró. En la madrugada del día 14 comienza a vomitar y su situación es inquietante. Los vómitos son oscuros, muy parecidos a los de mi cetoacidosis diabética. A primera hora de la mañana del 15 la llevé en un taxi a las urgencias. Fuimos mal recibidos urgencias. Fue un trato frío y distante, que incluía algún elemento de reproche implícito. Después de esperar algo más de dos horas una médica me dijo que era una cetoacidosis diabética. Cuando le conté los antecedentes me cortó secamente apelando a la analítica. Ya tenía un argumento para tratarla y no necesitaba componer el cuadro clínico. Esa fue la siguiente batalla que contaré en otro post. La pude ver un momento y regresé a casa a por la insulina. El viaje en el taxi por la Granada abandonada y vacía fue terrible. Cuando llegué a casa descubrí que había tratado de ocultar sus vómitos y los había hecho en lugares escondidos. Muy típico de Carmen. Había pensado en no preocuparme a mí, incluso en este estado fatal se comportó con su sello personal espléndido.
Al regresar al hospital la habían ingresado en lo que denominaban como UCI. La pude ver otra vez. Estaba fatal pero recibió muy bien mis manos y mis besos. Allí comenzó otra etapa. La compañía entendía que no era preciso el diagnóstico, en tanto que estaba resuelto. El tratamiento era para una cetoacidosis. Mi posición era que había que investigar para componer el cuadro general, puesto que era segura la presencia de una enfermedad principal. La tensión en los encuentros fue de alto voltaje. La buena disposición comercial se fue disipando cuando se manifestó la diferencia. Esta fue reemplazada por la hostilidad contenida.
El mundo de los bajos fondos de la medicina comercial low cost es extraño. Se trata de una situación en la que la tecnología se contrapone a la inteligencia. El trabajo de un médico radica en utilizar sus pruebas específicas en espera de que salga el diagnóstico y sea tratado según este. En caso contrario no actúa y delega la búsqueda en el propio paciente. Así, lo que se vende es el nombre del médico, pero no la totalidad de su potencial profesional. Se trata de un engaño. Para las personas que no obtengan diagnóstico, hay dos salidas posibles. Una es la salida hacia la pública o la privada de cierta calidad. La otra es conformar esa contrasociedad del sufrimiento y el sobretratamiento que he presentado en este post.
Así la eficiencia se encuentra asegurada. Como se trata de una relación entre los recursos y los resultados, estos se manipulan y se reducen, recreando la demanda, expulsando de la misma a grandes contingentes de personas. Este es un negocio perverso, tanto para los profesionales, que tienen que aprender qué es lo que se encuentra más allá de los límites de la compañía, como para los pacientes, que tienen que aprender a buscar en el exterior de este negocio. Para los que tengan problemas de solución barata, la satisfacción se encuentra asegurada. El ejercicio de la simulación alcanza todo su esplendor. Es un negocio similar al de algunos másters, en los que el estudiante compra la reputación de los docentes, pero que no se hacen presentes sino de modo ocasional y simbólico.
El quince de agosto ha quedado grabado en mi memoria. Significa un hito en el largo camino al diagnóstico de Carmen. Nunca olvidaré lo que sufrió en esta terrible situación. El sufrimiento sostenido y creciente tiene como compañero de viaje, la vivencia de una situación de inferioridad, en el que no entiendes o controlas la situación. Las fuerzas que gobiernan este sistema perverso de los bajos fondos de la atención médica comercial low cost, se sobreponen a tu persona y te encuentras sin alternativas. Un efecto fatal derivado de esta situación es que se prolonga en el tiempo y deviene en incomunicable ¿cómo le cuentas todo esto a un amigo que te pregunta cómo está? Así se erosiona tu propio sistema de relaciones y tienes que renunciar a contarlo, cerrando el circuito del sufrimiento con el aislamiento.
Esta situación de adversidad suprema me ayudó mucho como persona. También tuve el privilegio de querer aún más a Carmen, una persona tan grande. Su estado físico era tan ruinoso que cuando la visité en la UVI las enfermeras le dijeron “ha venido a visitarle su hijo, qué hijo tan guapo tienes Carmen”. Esa fue la penúltima agresión de la medicina comercial low cost contra ella. Pero la verdad es que tras las máscaras de los estragos provocados por la enfermedad, la veía tan linda como siempre. Fui un privilegiado a pesar de todo.
Los siguientes quinces de agosto fueron terribles para Carmen. Menos mal que casi todos los pasó en Santander, rodeada del afecto de los suyos. Pero este quince de agosto he rememorado en soledad este terrible episodio, confirmando que me ha marcado personalmente. En el fondo de mí hay un dolor difuso, permanente, que se puede activar en determinadas ocasiones, como en este tiempo contemplar la transformación del sistema sanitario público según el modelo low cost. Esta fue nuestra vivencia personal entre el cero de la atención y el infinito del sufrimiento.
Continuará
La lectura de este post me ha emocionado. Si no te importa me gustaria utilizarlo con los alumnos de 3 y 4 de medicina. La descripcion del deterioro de la medicina clinica en el altar de la tecnologia, del sufrimiento de las personas ante la incertidumbre en salud y la falta de compromiso de los medicos en general, me ha hecho notar algo asi como un nudo en el centro del pecho. Lo peor es que me he sentido identificado en algun aspecto. Lo siento mucho. Comparto contigo la forma en la que lo has percibido. Te envio un abrazo desde un consultorio de un pequeño pueblo de la sierra oeste de Madrid. Antonio Ruiz
ResponderEliminarGracias Antonio ¡claro que lo puedes utilizar con los estudiantes¡ para eso lo he hecho público. Es muy importante el sistema en donde ejerza un médico. Yo estoy describiendo ADESLAS. En un lugar así es casi imposible hacer una medicina aceptable. En la pública sí conozco muchos médicos que lo hacen bien. Por eso me preocupan tanto estas reformas. En la intimidad las llamo las de los cartoncitos. Se da a los médicos y pacientes cartoncitos y a partir de ahí se cuenta y se paga. Eso cambia los sentidos de la asistencia.
ResponderEliminarUn abrazo
Emocionante y , desgraciadamente, real (no sólo en ADESLAS),. Alguna vez tendremos que realizar un "stop" y pensar más el cómo lo hacemos que el qué hacemos. He tenido, y sigo teniendo, pacientes con Wegener, el diganóstico no es especialmente divicil (como sabrás mejor que yo la llave del dx nos la da los ANCAs), y la verdad es que las evoluciones clínicas son excesivamente dispares (enf. local anclada en el pilón, vs e. generalizada con afectación renal y sistémica). Ya sé que esto no no "enturbia" para nada tus argumentos, que NO van por ahí, y que tienes toda la razón en describir ese "lado oscuro" .
ResponderEliminarDe nuevo, enhorabuena por el post.....a mi me ha servido de mucho.Gracias
P.D: el libro de Koestler , en España se tituló "El cero y el infinito" :-)
Gracias y un abrazo
Gracias Jose. El problema no es la dificultad del diagnóstico sino del dispositivo asistencial. Un médico obtiene un sobresueldo en la consulta de una compañia por realizar tareas rutinarias. En ese contexto nadie quiere hacerse cargo de un problema que exige una definición. Eso es lo que he querido decir.
ResponderEliminarSi tienes pacientes con Wegener te invito a leer los dos próximos post en los que cuento el camino al diagnóstico.
Un abrazo
Juan, como siempre, tan emotivo como perturbador tu relato. Creo que recomendaría su lectura a todos los estudiantes de medicina. Aunque ni tú por escribirlo ni yo por remendarlo nos haríamos muchos amigos en el colectivo médico autocomplaciente, jaja.
ResponderEliminarAlguna vez tendrás que decirnos cómo pagarte esta dosis de realidad con la que nos azuzas...Gracias!!!
Abrazos
Jesús
Gracias Jesús y bienvenido siempre a este blog. Lo que me fascina del sistema sanitario es que cuando circula un relato no oficial nos sintamos todos perturbados. Es el reino del silencio sepulcral. Aunque en otros ámbitos pasa igual. Si contásemos las historias de la educación, la universidad, las familias, las empresas o los consumos tendríamos que refugiarnos en las famosas cuevas de Afganistán u otro sitio similar.
ResponderEliminarUn abrazo
Un abrazo, Juan.
ResponderEliminarIñigo: Otro para ti, pero inevitablemente más fuerte, porque soy de Bilbao
ResponderEliminarDesgarrador y conmovedor, no sólo de sentimientos de compasión sino también de rabia e impotencia. Lo único positivo que saco es tu inestimable testimonio para los que desconocemos del todo o en parte todo este submundo sanitario.
ResponderEliminarGracias Juan, un abrazo.