domingo, 24 de agosto de 2014

EN LA ASISTENCIA MÉDICA DE TOP MANTA. EL CERO Y EL INFINITO.

En el post anterior, Quince de agosto, conté la primera parte del camino recorrido por Carmen hacia el diagnóstico de su granulomatosis de Wegener. Desde la irrupción de sus síntomas, recorrimos las consultas de los médicos de la voluminosa cartera de servicios de ADESLAS, siendo tratados con amabilidad, pero sin que ningún profesional se comprometiera más allá de hacerle las pruebas estándar de su especialidad. Pasado un tiempo, sin perspectivas de avance hacia el diagnóstico, comenzó a ser tratada mediante medicación dura y rehabilitación compensatoria. En el vacío asistencial del verano le incrementaron las dosis, lo que determinó su ingreso el quince de agosto en el hospital de la compañía,  por una cetoacedosis diabética.

El problema de fondo radica en que la compañía vende un producto que no es la atención médica total. Por el contrario, su producto puede ser definido como “esencias de atención médica”. El paciente tiene acceso rápido a especialistas que están presentes de forma ocasional en estas consultas vespertinas. Pero su actuación se limita a resolver los problemas sencillos a su alcance,  pues carecen de tecnología y organización para afrontar casos de diagnósticos como el de Carmen. Por eso he denominado este sistema como los bajos fondos de la atención médica low cost.

La experiencia en el hospital confirmó esta interpretación. Aquello no era un hospital general,  sino una simulación del mismo. Era la suma aditiva de varias cirugías  ligeras y el tratamiento de problemas comunes de fácil solución. Pero no había especialidades médicas ni coordinación asistencial alguna. La compañía factura una atención médica que en realidad es una esencia de la misma, limitada a servicios médicos específicos,  pero que no se encuentra preparada para abordar enfermedades o problemas de salud que requieran de organización o recursos cuantiosos. En este sentido, se inscribe en la  economía del tiempo presente, que privilegia la  fabricación  y distribución de productos que son copias de los verdaderos. Esta es una asistencia médica de top manta.

 Al narrar la estancia en el hospital me encuentro de nuevo con el problema de la verosimilitud. También me ocurrió con los oncólogos, muchos años después en la etapa del cáncer. Voy a contar cosas que parecen increíbles a los ojos de muchos  lectores. Pero me favorece el tiempo presente, en el que algunos medios muestran fragmentos de unas historias terribles con respecto a la atención a la salud o la dependencia, que son presentadas como casos aislados unos de otros. Esta es una de esas historias mudas, que no es percibida, en tanto que los esquemas de percepción sociales sitúan a las aseguradoras de servicios de salud en un área ciega de visibilidad cero.

Con Carmen en la UCI se aplazó el desencuentro con el médico. Digo el médico, porque en el mes que estuvo ingresada, no vimos ningún otro en el hospital. Era un médico que se autoproclamaba “internista”, pero que carecía de formación alguna en esta especialidad. Su ausencia de preparación determinaba su incapacidad de dialogar con nosotros, en tanto que entendía cualquier pregunta o diferencia en términos de cuestionamiento de su autoridad. Su perfil era muy estándar. Un médico de buen nivel social en la sociedad local, pero con un déficit esencial en su historia profesional. Tengo la convicción de que la poca medicina que sabía la había aprendido “de oído”. En una provincia como Granada, había terminado por ser el hombre de confianza de la compañía,  para controlar este negocio de las esencias de la atención médica, definiendo la demanda en términos favorables a los intereses de la misma. Por eso, se le puede denominar con precisión como médico-capataz de ese cortijo asistencial.

En los días que estuvo en la  UCI de top manta, en la que no había médicos intensivistas, tuve que movilizarme  para vivir en estado de excepción. Un problema importante fue que,  al regresar a casa y contemplar las huellas de la cetoacidosis de Carmen, se activó el vínculo psicológico  con la mía propia,  producida un año antes en el mismo lugar. La casa se encontraba en un estado terrible, derivado de la situación de los últimos meses, que culminó en la crisis del quince. Llevé nuestras tres perras a una residencia canina, comuniqué con la familia y los amigos y abandoné mi casa. Sólo iba a dormir y a coger la ropa. El tránsito en mi moto entre el hospital y mi casa era muy duro. En la Granada desolada de agosto casi sentía su presencia detrás de mí como en los últimos meses. No podía evitar preguntarme sobre el sentido de este viaje al sur, que le había alejado de su familia y entorno en Santander, tan necesarios en ese momento.

Al día siguiente llegó una de sus hermanas, que trabaja en un hospital de Madrid. Ella vivía con otra hermana que tenía una enfermedad respiratoria muy importante y poco frecuente. Requería de una atención médica muy intensa. Como su padre era militar,  era tratada desde el principio en el hospital Gómez Ulla de Madrid, por un equipo médico muy competente y comprometido con ella. Le traían una medicación desde Estados Unidos. Carmen, que tenía una relación especial con ella,  había ido los dos últimos veranos unos días para cuidarla, para facilitar las vacaciones de su otra hermana cuidadora. Las dos hermanas tenían muchos conocimientos y experiencia sobre la atención médica. La bronca que me montaron  fue monumental, pues no entendían la frivolidad de ADESLAS. La instalé en un hotel cercano en espera de que Carmen pasase a la habitación.

En los días de UCI le podía visitar dos veces al día. Estaba fatal. Allí sólo había dos médicos. Uno de ellos, el permanente y el único presente en el hospital.  Pero había dos enfermeras fantásticas. Cuando digo enfermeras me refiero a personas tituladas, DUE en esos años, porque en el mundo de la atención médica simulada  de top manta que estoy describiendo, se asigna ese nombre a cualquiera que ponga una inyección o vaya vestido con un uniforme de color claro. En las visitas,  percibí que el dolor y la personalidad de Carmen les había impactado. Estaba completamente ida y con un aspecto físico desolador. Pero tenía una voz ronca con la que transmitía junto a su sufrimiento mimos para todos los presentes. Hacía preguntas ingenuas en un tono entrañable y cariñoso, buscando un gesto de correspondencia.  El día que la pasaron a planta vinieron a despedirla las dos enfermeras. Fue un momento de afecto tan intenso por su parte, que no lo puedo olvidar. En los sórdidos caminos de los circuitos de este contramundo se encuentran personas y momentos que merecen la pena.

Cuando pasó a la habitación se encontraba  muy mal. Nos organizamos por turnos para estar con ella permanentemente. La primera noche se quedó  su gran  amiga granadina. Cuando nos encontramos  por la mañana, me dijo que había pasado una noche horrible, con dolores, sollozos, sueños y otras muestras de sufrimiento muy intensas. La siguiente noche me quedé junto a ella. Fue de las peores noches de mi vida. Estaba muy débil, le dolía todo el cuerpo, no podía ponerse de pie, su estado anímico era desastroso y tenía mil miedos y angustias. Se encontraba desamparada. No podía estar quieta ni en dos minutos. Hacer pis o moverse era una odisea. Sus quejas eran terribles. Sufrí mucho en su compañía y apenas pude dormir. En las escasas cabezadas soñé con una gran fiesta en la que se celebraba la prohibición de las densitometrías, que es la prueba que más le hizo sufrir.

El médico pasaba sala por las mañanas. Allí se reanudó el desencuentro, pues informaba parcamente sólo con respecto a su cetoacidosis, que apenas remitía, y nosotros preguntábamos por las gestiones que se iban a hacer para obtener un diagnóstico. Como no avanzaba nuestra diferencia, se incorporó una amiga  médica de familia,  que la visitaba todos los días y era la traductora para nosotros y la  interlocutora con el hospital. Además actuaba como médica personal de cabecera, auscultándula y observando diariamente los signos de su estado. Esta era una profesional formada vía MIR,  experimentada en la clínica, ejerciente en un centro de salud, que había tenido alguna experiencia en gestión y una formación profesional muy amplia y diversificada. Su perplejidad fue creciendo con las conversaciones con el médico-capataz de este cortijo clínico. La llamaban “la rubia”, ilustrando así su mundo tan provinciano y casposo. Nuestra amiga les fue forzando a pedir informes de especialistas o hacer gestiones. Vimos aparecer algún neurocirujano ejerciendo de neurólogo y alguno más, pero siguiendo la pauta conocida. Un tipo se escapaba a las dos de la tarde del hospital público y aparecía por allí, la visitaba, hacía un par de comentarios y se marchaba.

El año anterior había estado hospitalizado en el hospital Cínico. La comparación era inevitable. Allí tenían un sistema de máquinas coordinadas por equipos humanos. Había tres turnos diarios de enfermería. Todas las prescripciones estaban escritas y todo cuidado y programado. El equipo médico pedía informes a otros servicios. En el de Carmen apenas había enfermeras, nada escrito y era desconocida la interconsulta. Era un extraño lugar que parecía un hotel, con una habitación individual confortable, con cama para el acompañante, comidas de buena calidad pero desprovistas de cualquier criterio dietético. Llegaron a servirle pasta con salsas boloñesas. Sin comentario.

En una radiografía apareció un problema en el pulmón, que es característico del Wegener. Ahora se hace presente  lo inverosímil. Cuando planteamos una alternativa trajeron a un cirujano torácico. No un neumólogo sino un cirujano. Era un hombre cordial y alguno de los médicos amigos que la visitaban decían que no era mal profesional. Sólo con la radiografía me dijo que lo mejor era operarla. Mi posición fue tajante, me oponía a cualquier intervención sin un diagnóstico y pronóstico razonado y  avalado. Llegó a conversar con Carmen para persuadirla. Este episodio ilustra la relación entre la oferta y la demanda en la salud. Cuando la oferta se independiza y se sobredimensiona, termina por causar estragos. Menos mal que con tanto neurocirujano disponible por allí no le abrieron la cabeza para tratar las jaquecas, o que en ese tiempo vacacional no había algún traumatólogo disponible, pues hubieran intentado operarla de las piernas con resultados fatales.

Pero el problema respiratorio fue la vía de salida de esta situación. Ante nuestra negativa a operar, junto a la exigencia de pruebas, aceptaron hacerle una broncoscopia. Hasta ahora no lo he dicho, pero cualquier prueba tiene que ser  aprobada por la compañía y solicitada por el paciente. Esta es una pieza esencial en este dispositivo asistencial, cuya función real es ejerce presiones a los médicos a favor de…..la eficiencia. Durante seis meses tuve que ir a las oficinas a solicitarlas. Las molestias que me ocasionaban estaban compensadas por el acceso a alguno de los médicos-burócratas de la compañía que eran quienes decidían. Eran tipos rudos y practicaban una combinación insólita de dureza y persuasión, propia de la norma de consumo de una sociedad rural. Cuando se lo contaba a Carmen, los describía como personas muy parecidas a los apoderados de los toreros en los años cincuenta, que proliferaban en las películas de esa época.  Así cerraban el cortijo,  inexpugnable para nosotros. En este caso, como no podían hacer la prueba por sus medios, la concertaron con el Hospital público. Yo mismo tuve que ir a Respiratorio para pedirla.

Fui muy temprano y estaba el jefe de servicio de Respiratorio, un profesional muy prestigioso en el mundo sanitario. Después de meses arrastrándome por los bajos fondos de la asistencia médica low cost, me encontré con un médico verdadero. Me recibió con una moderada cordialidad. Le expliqué el problema y le di el único papel que llevaba, parco en la información. Me dijo que era una prueba dolorosa, pero que una prueba no es un episodio aislado como la entienden los médicos-manteros  de esas compañías. Me pidió un informe o historia del caso, una analítica del día y la radiografía. Me hizo preguntas interesándose por el proceso. Sentí una enorme emoción por su moderación en la cordialidad, que compensaba con su compromiso profesional y su rigor en el método. Por primera vez sentía que estaba frente a un médico verdadero  que ejercía “cien por cien”.

La prueba se realizó con presencia de la médica de familia amiga y otra médica neumóloga, que ejercía en ADESLAS, pero que estaba vinculada al equipo de neumólogos del servicio en actividades de investigación. Esta profesional representó  el vínculo al que nos pudimos agarrar cuando salimos del hospital, ayudándonos en el proceso del diagnóstico final. Porque, a estas alturas, nuestra convicción acerca de que el diagnóstico era imposible allí, era absoluta. Entendimos el secreto de la compañía, del que me había advertido mi amiga enfermera, “si te pones realmente malito lo siento por ti”.

En una situación así,  la eficacia depende de descubrir que la salida es la única opción viable, así como hacerlo lo antes posible. La amiga médica de familia, junto con algunos médicos amigos, había hecho gestiones para que pudiera verla un internista del hospital clínico. Pero la compañía se negó en redondo. Llegamos a solicitar el traslado a la sanidad pública. Ante la negativa me facilitaron un contacto con el defensor del pueblo de Madrid. Este me dijo que las compañías aseguradoras ponían obstáculos y lo hacían imposible. Este es uno de los aspectos de la realidad ocultos que suscita múltiples complicidades y silencios. Fue imposible moverla. Lo peor de estas violencias asistenciales de las organizaciones del top manta sanitario,  es que no reconocen que carecen de recursos. Cuando planteamos nuestras quejas nos respondieron obsequiándonos con un ramo de flores generoso y la presencia del gerente. Así expresaban el concepto que tenían de nosotros, así como la definición del problema. Como soy profesor de la EASP, en los años siguientes, tuve que dar clase a grupos en los que ya había algún profesional de estas compañías, que compatibilizan la eficiencia diez y la magia comercial infinita. Le decía a Carmen que tenían estéticas modernas,  pero que estaba seguro que sus almas eran de apoderados de toreros convertidos a la gestión.

En estas semanas fatales, Carmen mejoraba lentamente y mi vida de enfermo era un desastre. Todos los bares y restaurantes de la zona del hospital tenían sus cocinas concertadas en contra de los diabéticos. Todos los productos eran letales.  Los panes con harinas asesinas; carnes, pescados y verduras con unas salsas equivalentes a la guerra química; patatas-bomba, y, hasta ensaladas cargadas por el diablo. De los postres ni siquiera hablar. Tuve que aprender por ensayo-error a interpretar las cartas y a desempeñarme en el arte del interrogatorio. Las noches que me  quedaba con Carmen,  hacía mis ejercicios y mis paseos por los pasillos del hospital. Para el personal hiperprecario de las noches, era un espectáculo ver mis devenires y mis flexiones. También en septiembre llegué a citar allí alumnos para tutorías o revisiones de exámenes. Las noches que se quedaba con su hermana,  iba a dormir a casa. Mis vecinas del pueblo se volcaban cuando me veían llegar. Me cocinaban arroces exquisitos y otras viandas de sabores sublimes, pero de efectos demoledores sobre mi control metabólico.

Ahora vuelve lo inverosímil. No sé cómo fue, pero nuestra médica pidió que la viera un oftalmólogo. El médico-capataz accedió y una mañana apareció por allí un hombre muy veterano. Era muy cordial y nos saludó afablemente. Después de unos minutos de conversación amable, pero en la que no preguntó nada sobre el proceso de Carmen, como si los ojos estuvieran separados del cuerpo, procedió a examinarla. Estábamos presentes su médica, la hermana, yo y el capataz. La miró los ojos –tan bonitos- con algún aparato móvil, una lupa o similar. Después pidió que apagáramos la luz. A oscuras le miró otra vez con la linterna. Terminó diciendo que no tenía nada importante pero que quería verla en su consulta cuando saliese del hospital. Cuando se encendió la luz nuestra amiga médica le preguntó qué le había hecho y respondió diciendo que “un fondo de ojo”. Todos estábamos perplejos porque no le había dilatado la pupila. A estas alturas sólo queríamos salir de allí y no le discutimos. Esto que cuento es verdadero y exacto. Se trata de un acto de magia que trasciende la medicina.

En las noches de guardia pude observar a una gran cantidad de enfermos, muy mayores y en estado muy grave, que en su mayoría eran policías nacionales o guardias civiles, que estaban varios días y desaparecían. Con frecuencia estaban solos, acompañados de algún hijo. Tengo algunas notas tomadas acerca de estas situaciones. Para estas personas,  el final de sus vidas registraba la convergencia de una asistencia sanitaria incompleta o mutilada, que se combinaba con un fracaso familiar estrepitoso. Pude ver varios dramas muy intensos que me ayudaron como sociólogo y como persona a comprender aspectos de la realidad social invisibilizados. También a valorar la situación de Carmen en comparación con mucho de ellos. Varias noches pensé intensamente acerca de cómo la casi totalidad de los funcionarios elige las compañías aseguradoras low cost menospreciando  el sistema público. La perspectiva que me proporcionaba esa posición me ratificó la idea de las limitaciones de racionalidad del ser humano.

A mediados de septiembre, como sus niveles de glucemia eran normales, un poco altos todavía,  pedimos el alta. Este fue un acontecimiento memorable en nuestras vidas. Contraté una empresa de limpieza para poner la casa en buenas condiciones. Su hermana obtuvo un mes más de licencia en el trabajo y nos iba a acompañar ese tiempo adicional. El día anterior hice una compra generosa, al estilo bilbaíno. También traje a nuestras queridas perras de la residencia y pasé la noche en blanco en espera suya. Mientras arreglé la casa su hermana la acompañó. Fue una explosión de alegría de las perras, las amistades, la familia, los vecinos y en mi caso,  casi éxtasis. Cuando apareció el recibimiento fue clamoroso a pesar de que se hacía patente su movilidad reducida, su estado patológico fatal, en la que el Wegener se había asentado en su cuerpo y se encontraba expandiendo sus relaciones con todos los órganos. Pero ya estaba en casa.

Años después fui invitado al hospital clínico a unas jornadas en las que expliqué el proceso de Carmen y el mío propio. Había unas doscientas personas, profesionales del hospital. Se impresionaron mucho por el relato. Terminé dirigiéndome al gerente que me había invitado,  diciendo, con un énfasis muy marcado, que no queremos espectáculos de luz y sonido, ni payasos, ni masajes, ni otras cuestiones similares. Queremos que nos atiendan, que nos entiendan, que resuelvan lo que sea posible y que sepan que muchos de nuestros problemas carecen de solución. En esta intervención, como en otras muchas en estos años, quería decir que los comerciales de la nueva economía les han robado el alma  a los profesionales invirtiendo los sentidos de la asistencia sanitaria. Recientemente he visto “el espíritu del 45” de Ken Loach, que es muy sugerente. Todo esto lo aprendí en mi experiencia personal en el mundo simulado del top manta médico.

En la entrada de ese otoño tuvimos que buscar una salida buscando el diagnóstico fuera de la compañía y cuidando a Carmen, que cada vez estaba más malita.


6 comentarios:

  1. Gracias Miguel angel
    Esto sí que es una antropología espesa de una microsociedad en la penunbra, más allá de las miradas. Por eso lo escribo
    Un abrazo

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  2. La pasada noche leí The Mistery of Genral Practice , de Iona Heath , recomendada por el amigo Juan Gérvas. Que brutal contraste con esta durisima historia, magnifica y emocionantemente narrada. Que angustia pensando que el mundo descrito por Iona Heath cada vez se aleja un poco más y estamos más inmersos en la asistencia top manta. un fuerte abrazo , aunque no sea bilbaíno.Antoni Agustí

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  3. Muchas gracias Antoni. Me he esforzado en crear imágenes como top manta, low cost, esencias o bajos fondos para ilustrar ese sórdido mundo. Porque la gran paradoja es que en la asistencia sanitaria todo está invertido. Los médicos de la pública tienen una formación de cierto nivel y una práctica profesional en un entorno donde es posible el desarrollo profesional. Son "los niños bien" de la asistencia. En las aseguradoras existen tierras salvajes, como las que cuento, donde es imposible el desarrollo profesional.
    Aunque cuento una historia de Granada que es una provincia de las de antes en estas compañías. En Madrid o Barcelona habría que matizar. Conozco el antiguo Igualatorio médico de Bilbao y no es igual que el caso que estoy contando.
    Esto me estimula mucho. Escribir para contar a los "niños bien" de la asistencia cómo es la del top manta de provincias.
    Un abrazo inevitablemente bilbaino

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  4. Juan los que hemos tenido contacto con el top manta provinciano (en lo personal/familiar) y con el de las grandes ciudades (profesional) podemos constatar las diferencias. No obstante, el problema, más allá de los mimbres con los que se construye el cesto es la utilidad de éste. Esa venta de "esencia de medicina", así como de espectáculos de luz y sonido la veo cada vez más próxima a los lugares donde debería hacerse medicina de verdad. Creo que ese puede ser nuestro gran problema, que en versión top manta o estilo VIP, esa medicina mercantilizada, falsa y de postín se coma el espacio de la de verdad...

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  5. Estoy de acuerdo en las dos cosas Jesús. Es distinto una compañía aseguradora en provincias que en las grandes ciudades que tienen una parte más aceptable. En cuanto a la pública, de acuerdo también en que es redefinida en esta dirección VIP. Se redefine en función de la subordinación al crecimiento de la economía global. Las definiciones que hacen aquí en Granada del nuevo hospital clínico son cuanto menos delirantes.
    Un abrazo

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