La tía Marta es una de las hermanas de mi padre que representa el éxito social para las mujeres de la época en la sociedad del franquismo. Es una figura muy importante en mi infancia y adolescencia, pero no por el afecto ni la relación, sino en tanto que representa el imaginario familiar de los Irigoyen, que se imaginan por los distintos componentes del clan familiar en el ascenso a posiciones sociales más elevadas que las que fijó mi abuelo. La perpetuación y la expansión de la familia pueden ser representados por ella.
La tía Marta es la única de las diecisiete hijas de mi abuelo que cursó estudios. Se hizo maestra en la España de los años treinta del siglo pasado. Su inteligencia y su cultura contrastaban con las de sus hermanas, dedicadas a las tareas domésticas en espera de un marido con el que fundar una nueva familia, en la que su dedicación a la producción y crianza de los hijos, así como las tareas domésticas, agotasen sus vidas. No estaba prevista otra alternativa, aquellas que no consiguieran el matrimonio eran consideradas como fracasadas, siendo asignadas al estigmatizado colectivo de las “solteronas”.
Era muy admirada por sus hermanas, debido al misterioso viaje que había realizado en el mundo exterior, en la lejana escuela de Magisterio. Ella estaba dotada de una inteligencia notable, de un carácter fuerte y una belleza sobria. Esto facilitaba su liderazgo en el clan femenino familiar, pero, al mismo tiempo, representaba un hándicap considerable en el mercado matrimonial del Bilbao de la época, en el que los buscadores de una esposa y madre adecuada, descartaban cualquier veleidad profesional de las candidatas. Siempre he escuchado en mi infancia que las enfermeras y otras profesiones femeninas de ese tiempo eran lo que se denominaba como “unas frescas”.
La tía Marta nunca ejerció su profesión. Pasó su juventud en la casa familiar al frente de sus numerosas hermanas que ocupaban sus tiempos en las tareas de la casa, en compartir un denso sistema de relaciones mutuas, de informaciones llegadas del mundo exterior, de bromas con respecto a los misteriosos hombres, de chismorreos, fabulaciones, risas, sueños y leyendas sobre su cotidianeidad y su futuro. Junto con la tía Elena desempeñaba la tarea de conducir a sus hermanas en las angustias de la espera del novio imaginado.
Cuando tenía cerca de cuarenta años, ya descartada como madre en aquél tiempo, y, por tanto, como esposa, se casó en segundas nupcias con un magnate del capitalismo español, Hermenegildo Alfageme. Este era un hombre propietario de las fábricas de conservas de pescado “Hermanos Alfajeme”. Vivía en Vigo en una mansión con un considerable personal doméstico. Su esposa había muerto y necesitaba imperativamente una mujer para que le acompañase en la vida social de la casta industrial de Vigo, para aliviar de su soledad en la casa, para hacerse cargo de sus jóvenes y desconsolados hijos, y para la gestión y dirección de un hogar de este nivel social que incluía cocineras, doncellas, jardineros, chófer, sastres, modistas y otros componentes de ocasión del proletariado doméstico de la época.
Nadie me ha contado cómo se conocieron, pero la tía Marta se casó y pasó a ejercer como alta señora en las relaciones de su marido, en la familia del mismo y en la gestión de la casa. Sus cualidades la acreditaban sobradamente. Supo conquistar la consideración de mi tío, de sus hijos, así como las de toda su familia y ambiente social del próspero industrial. Se convirtió en una señora de gran porte y presencia imponente. En su nueva vida saber estar en su sitio es una cuestión compleja y exigente al alcance de pocas mujeres.
En el caso tanto de de mi tía Brigi, que he contado en este blog, como de mi tía Marta, ambas casadas en segundas nupcias, trato de imaginar la dureza de la convivencia, así como la vida afectiva y sexual con sus respectivos maridos, en matrimonios que se asemejan a los contratos y que se encuentran desprovistos de las efusiones amorosas iniciales. Mi tío Tomás, el marido de mi tia Brigi, también industrial propietario de una fábrica de cemento en Sestao, cuando bebía excesivamente en el final de las tardes, en la cena familiar, en presencia de hijos, sobrinos, y familiares varios, incluídos los niños, congregados en torno a la primera televisión, cuando salía una artista guapa decía “qué pechos tiene, son como los de Rosario (su primera mujer y hermana de la nueva), esa sí que era una mujer”. Así es como aprendí un tratado de humillaciones, en las que la sociedad española se encontraba, y se encuentra, en las primeras posiciones en Europa.
Mi tío Hermene, era un patrón industrial de los que llevaban sus fábricas de forma rigurosamente personal y con mano de hierro. Era de esa generación anterior a la llegada de los mánagers que los sociólogos denominamos como “particularistas”. Lo recuerdo como una persona muy distante, que gobernaba sus relaciones personales mediante un protocolo muy rígido, que excluía cualquier espontaneidad y expresión de sentimientos. Mi madre nos contó una anécdota que ha quedado registrada en mi memoria de infancia y sintetiza la sociedad de la época.
Después de su viaje de novios, fueron a Vigo a ver a la tía Marta y el tío Hermene. Estuvieron unos días disfrutando de los paisajes y cocina gallega. Se movían en el coche de mi tío, en el que iban los dos matrimonios y el chófer. Uno de los días, después de varias horas de visitar sitios privilegiados, pararon para comer en un pequeño restaurante de la época, conocido por la aristocracia industrial viguesa por su cocina esmerada.
Cuando se acomodaron en una mesa del comedor, el chófer preguntó que si podía comer allí, porque no había ningún bar en los alrededores. La reacción de mi tío fue terrible. Le echó de allí mediante una bronca de alto voltaje, negando la posibilidad de comer bajo el mismo techo. Mi padre, que compartía con mi tío posición social e ideología, le dijo que la situación era una excepción y que el chófer debía comer allí. Después de una agria y encendida discusión mi tío cedió. Pero obligó al chófer a colocarse en una mesa mirando la pared, dándoles la espalda. Este episodio ilustra el clasismo rígido de la época. Aún a pesar de su aparente disolución pienso que persiste bajo otras formas.
Una de las aficiones que compartía con Carmen es la fascinación por las islas. En los años ochenta fuimos a Mallorca un par de semanas. Después de explorar la isla alquilamos un taxi para ir a sitios de nuestro interés. Recuerdo que un día, después de bregar por la isla, preguntamos al taxista dónde podíamos comer bien y a un precio razonable. Nos llevó a Manacor al típico restaurante con pretensiones que no nos gustó. El chófer dijo que comería por allí. En el momento de la verdad frente a la carta, decidimos pedir algo muy barato en el margen de la pomposa oferta. Cuando nos encontramos con el taxista, nos dijo que le habíamos dejado sin comer, pues el restaurante servía comida gratuita a los chóferes, proporcional a lo consumido por los clientes. Allí la caza del turista es una operación de arte mayor que concita un dispositivo en el que todos están presentes y que tiene una sofisticación que desborda todas las sociologías posibles.
Mi tío Hermene murió a los pocos años. Se portaron muy bien con mi tía Marta mediante una herencia generosa, que compensaba los servicios prestados por esta. Los hijos no suscitaron problemas frente a la extraña segunda esposa. Ella volvió a Bilbao donde compró un piso fantástico en Las Arenas, en el que las vistas al Abra eran magníficas. Así se convirtió en una Irigoyen que había escalado posiciones partiendo de las heredadas por su próspero padre. Vivió muy mal la transición, el ascenso del nacionalismo vasco, que tanto detestaban y los años de esplendor de ETA. Se compró un piso en Marbella para escapar del Bilbao de la época. Allí pasaba largas temporadas.
Recuerdo las comidas con ella en Madrid, donde la etiqueta era tan sofisticada que era imposible un encuentro relajado. En su distante trato con nosotros, se mostraba inequívocamente la idea de que los demás éramos herederos de la fortuna que tan bien administraba y tan deseada por el clan familiar. Era incapaz de trascender esa visión y nos trataba como ávidos subordinados en espera de la solución final. Era tan rígida en los encuentros que mi hermano llegó a vomitar después de la comida por la tensión del protocolo llevado a su máxima categoría.
Mis derivas militantes en este tiempo terminaron inexorablemente en una ruptura brusca. En una de las comidas me preguntó si era comunista y le dije que sí. Aludió a los diablos barbudos artífices de la revolución cubana. Le confirmé que era simpatizante de los mismos. Para ella un Irigoyen no podía mezclarse con lo que denominaba como “gentuza”. Me decía que sólo Prieto, el dirigente socialista de la República, era inteligente, pero añadía “inteligente sí pero para hacer el mal”. A los demás los consideraba seres inferiores sin más, y por ende resentidos.
Años después, ya viviendo en Santander y estando con Carmen, después de abandonar el partido comunista, fui a verlas a Bilbao con la intención de reconciliarme con mis viejas tías y preparar un encuentro para presentar a Carmen. El recibimiento fue terrible. Estaban muy crispadas y aisladas del mundo de aquellos años y vivían en un guetto. Me preguntaron si me había arrepentido y había regresado a la senda del señor. El estado en que se encontraban era tal, que me alertaron acerca de que "primero quieren separar las regiones y ahora a los matrimonios. Ten cuidado al salir porque alguna lagarta puede abordarte con esta intención". La suavización y el acercamiento eran imposibles. Lo peor es que me dijeron que cómo un Irigoyen se había casado con una chica más baja en estatura, como Carmen. Así los hijos, dotados de la marca Irigoyen, serían más bajitos. Fue lo último que escuché. No volví por allí nunca más, persuadido de que, a pesar de ser un Irigoyen, no pertenezco verdaderamente a esta saga imaginaria celestial. Cuando salí de su portal puse atención en las posibles lagartas que me pudieran abordar, pero confirmé que se trataba de su penúltima fantasía.
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