Robert Nisbet, el sólido sociólogo norteamericano de la universidad de Berkeley, afirma que el cambio social es una sucesión de diferencias en el tiempo en una identidad persistente. No se puede comprender el cambio sin conocer los mecanismos de persistencia. En una realidad social siempre existen dimensiones que persisten a los cambios. A diferencia del mundo físico, no existe ninguna realidad social completamente nueva. Lo viejo no desaparece sino que se articula con lo nuevo. También cuando se producen cambios sociales súbitos, algunos rasgos de la antigua realidad se manifiestan inexorablemente un tiempo después.
Me gusta llamar a este enfoque como “la profecía de Nisbet”, la cual me persigue inevitablemente en el curso de mi vida. Sobre esta se han superpuesto distintos cambios en todos los órdenes. Pero uno de los elementos persistentes es que me encuentro en un sistema político cuya máxima autoridad es un capitán general ejerciente. Hoy es el primer día de mi tercer capitán general, que ha sido investido como tal antes de acudir al parlamento. Los protocolos y las ceremonias no son nunca inocentes y denotan las realidades subyacentes. Me pregunto si alguna vez podré vivir en un país en el que el presidente sea un civil. Este es uno de los elementos que persisten por encima de la forma del gobierno, la constitución y otros elementos más expuestos a la mudanza.
El capitán general de mi infancia y juventud, Franco, designó en julio de 1969 a un sucesor, el entonces príncipe Juan Carlos. En aquél caluroso verano yo era un militante del partido comunista de la época. Al día siguiente de la ceremonia de la designación de la sucesión, el comité ejecutivo sacó un comunicado denunciando la continuidad del régimen. En esa tarde, acompañado de tres compañeros, sembramos toda la zona entre Atocha y Tirso de Molina de octavillas con la declaración. Al terminar, fuimos a una cafetería en Antón Martín, donde nos sentamos en una mesa al lado de un ventanal. Los cuatro éramos muy identificables. Uno era muy alto y rubio, raro en la España de entonces; otro era inequívocamente filipino; la chica tenía un sobrepeso moderado; mi persona lucía un bigote que podía competir con éxito con el de Pancho Villa u otros mostachos similares.
Fuimos detenidos en la cafetería, procesados y condenados a un año por el entonces Tribunal de Orden Público. El largo rubio, el chino, la goldi y el bigotes terminamos en la cárcel. Años después, nuestras trayectorias se bifurcaron y los cuatro nos integramos en la democracia naciente ocultando elegantemente nuestro pasado. El “largo rubio” llegó a ser director general de Iberia hasta hace pocos años, confirmando la versatilidad de nuestra generación. Carmen, así como algunos amigos de esa época me elogiaban diciéndome que tenía que estar orgulloso, que es de las mejores cosas de mi biografía. Así comenzó mi compleja relación con el que, años después, fue el segundo capitán general de mi vida.
Aunque las leyes fundamentales fueron sustituidas por la nueva constitución; el movimiento nacional se disipó, siendo sustituido por los partidos políticos; las libertades individuales irrumpieron estrepitosamente y asistimos a múltiples modernizaciones, muchas de las cosas del pasado persistieron. La misma clase empresarial del capitalismo español atrasado, las élites profesionales y de los altos cuerpos del estado, las jerarquías sobrevivientes de los “tercios” familiares, sindicales y municipales de las antiguas instituciones franquistas, las grandes organizaciones encuadradas en la Iglesia Católica, las élites locales caciquiles de la España seca y otras especies múltiples.
Junto a ellos aparecimos entonces nosotros. La izquierda de la oposición al último franquismo, forjada en el centralismo democrático, característico de las distintas organizaciones comunistas, forjadas en los movimientos antifranquistas de los años sesenta y setenta. Esta generación accedió al poder del nuevo estado estallado en autonomías y municipios múltiples. Con el paso del tiempo, la vieja cuestión ideológica derecha-izquierda, adquirió una naturaleza de conflicto entre élites, entre los antiguos señores reconvertidos a la democracia, reconquistadores de sus posiciones tradicionales, y los nuevos detentadores de cargos estatales procedentes del antifranquismo, en su esfuerzo por “profundizar la democracia”. Ambos contendientes se fusionan en las instituciones del milagro económico español, principalmente en las cajas de ahorro.
Pero en los años siguientes a la transición, la maldición de Nisbet se hizo presente, en tanto que muchos de los elementos del pasado se hacen manifiestos cuando los procesos sociales no visibles congelan los cambios invirtiendo las situaciones alcanzadas en los comienzos. Los atributos invariantes de la clase dirigente española, el atraso cultural, el autoritarismo, el caciquismo, el provincianismo, la prioridad del clan y la tribu, así como otras, comparecen en la realidad, ahora en varias versiones. En los últimos días impresiona contemplar el espectáculo del viejo Joaquín Leguina, antiguo prohombre de la izquierda progresista. La vulgaridad más insólita lo homologa con las viejas clases dirigentes. De nuevo el tiempo da la razón a Gallardón cuando afirmaba las bondades de este personaje al sustituirlo en la Comunidad de Madrid. Tengo el privilegio de conocer a muchos así.
La renuncia de mi segundo capitán general abre el camino al tercero. Confirmando el enunciado de Nisbet, persiste un elemento fundamental, como que las grandes decisiones no son sometidas a información, consulta o deliberación alguna. Domina el secretismo integral en las cuestiones esenciales. El estilo de gobierno es una síntesis entre las instituciones de la aristocracia, las financieras, la judicatura, los altos cuerpos de la administración, la iglesia y el ejército, que son complementadas con las de los viejos tercios inventados por la falange. Todos ellos son anteriores a la democracia, y se definen como asimétricos a la misma. Su código genético es el dominio de aristocracias y élites cerradas y sin control alguno, que se han reproducido hasta el presente mediante la adopción de algunos elementos democráticos, pero conservando sus códigos básicos. En la ceremonia de proclamación de hoy se han hecho patentes.
Pero también la sombra de Nisbet flota sobre el ambiente de hoy. En el principio del segundo capitán general había presos políticos, yo mismo fui uno de ellos. Un ciclo después, en el comienzo del tercero, no podemos menospreciar la escalada penal que hace que Carmen, Carlos y otras personas involucradas en la defensa de los intereses de los no representados por las instituciones, se encuentren en el umbral de la prisión. Esto representa una fatalidad histórica, que muestra que la crueldad y la brutalidad ejercida sobre los discrepantes sobrevive a los cambios históricos.
En un día de celebración colectiva como el de hoy, no puedo olvidar los ruidos de fondo que generaban los altavoces del franquismo en la proclamación de mi segundo capitán general. Eran muy agresivos, pomposos, dotados de voces y músicas solemnes que se filtraban en todos los rincones y hacían imposible la fuga. También las adhesiones de masas enfervorizadas. Ahora los rituales se han suavizado. Sólo los diputados y senadores aplauden al estilo de las antiguas Cortes de la transición. Las masas se reducen considerablemente con respecto al pasado. Se manifiesta uno de los cambios fundamentales de la época como es el declive del hombre-masa frente al ascenso del consumidor-espectador segmentado. El alivio personal que me produce no ser perseguido por las músicas y los voceríos se compensa con la acción de las maquinarias mediáticas que empaquetan este acontecimiento mediante fragmentos de textos e imágenes que comparecerán de mil formas en los medios.
Pero las imágenes de los participantes en el besamanos constituyen todo un manual acerca de las élites de la sociedad española. Los vínculos entre el pasado y el presente son más que elocuentes. La diferencia estriba en que la multitud congregada en la plaza de oriente es más neutra y expresa pasiones menos intensas que en el tiempo de mi juventud. El azar ha determinado que podamos compararla con la energía de la multitud congregada anoche en el partido de futbol. En este tiempo la masa es generada por los acontecimientos mediáticos. Por eso, lo que más echo de menos de la transición es la prensa tan plural y viva que acompañaba a la explosión de lo que se denominó “la sopa de letras”, es decir, la multiplicidad de iniciativas políticas. En estos años ambas cosas han terminado y el poder se asienta sobre partidos y medios concentrados.
En los últimos días he tenido un sueño, al que denomino “la pesadilla del fajín”. En el mismo me veo llegando a la Puerta del Sol de Madrid para celebrar el advenimiento de la República. En medio de desbordante alegría comparece el nuevo presidente…..ataviado con uniforme de capitán general con su correspondiente fajín. Me despierto con un gran sobresalto y me acuerdo de la maldición de Nisbet.
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