La generación que sustentó a los movimientos sociopolíticos que constituyeron la oposición al franquismo ha emprendido un extraño viaje en el curso del tiempo, en el que ha atravesado distintos mundos, siendo siempre sorprendida por lo inesperado. En su origen se sustentaba en distintas versiones del marxismo, que se formulaban en las variantes castizas de la época, unificadas por su primitivismo drástico. La transición política abrió el camino a un nuevo estadio postfranquista, en el que el contingente militante se integra en el nuevo estado, que en los años siguientes se multiplica autoproduciéndose como estado autonómico y municipal, incrementando la densidad del entramado institucional de organizaciones y empresas públicas que lo conforman.
En estos años se producen diferentes bifurcaciones en las trayectorias de los antaño opositores. La mayoría se acomoda en el PSOE triunfante de la época, tan necesitado de recursos humanos para satisfacer la demanda de cargos representativos y directivos del entramado público emergente. Este colectivo, beneficiario neto de la prodigiosa transición, se adapta pragmáticamente a la nueva situación mediante la aceptación del precepto de que la nueva democracia y su constitución, abren el camino a un futuro que se presenta como indefinido, pero que el imaginario representa el socialismo. Así, no se revisan las versiones ideológicas de los años de oposición. El pensamiento es un estorbo en una situación en la que se detenta el poder político, y en la que lo decisivo es conservarlo.
Otra parte del contingente militante desembarca en los medios de comunicación, las industrias culturales, la educación, la universidad y otros sectores que en el franquismo se encontraban minimizados. En estos ámbitos, la renuncia a la revisión autocrítica del pasado y la reflexión estratégica es más intensa. La acomodación al presente es la pauta dominante. En ambos casos el pasado es simplemente obviado. Apenas existen documentos, testimonios, reflexiones o controversias acerca de la transformación. Se configura un consenso en torno al silencio y la adhesión a la narrativa de la epopeya de la transición.
Pero una pequeña parte de los antifranquistas, se ubica en el sector privado, tanto en las empresas como los bancos y otras organizaciones de este rango. En este caso, el pragmatismo del olvido no es suficiente, sino que es preciso ocultar el pasado, cuestión de la que se hace un arte. El sector privado en esos años representa un espacio no afectado por el cambio. Se trata de una zona en la que no existe el aparente consenso exterior. Así, en las décadas siguientes, representa las zonas liberadas de la democracia desde las que se van a activar todos los dispositivos de la reconquista, movilizando todos los elementos que permitan recuperar y revertir los espacios estatales. En su seno está excluido severamente el pluralismo y se ejercen violencias mudas de gran envergadura para garantizar la cohesión.
Las personas que arriban al sector privado como directivos, profesionales o cuadros técnicos, se ven obligados a adoptar un pragmatismo intensivo. Es una combinación entre la ocultación del pasado y la emisión de señales de conformidad con los intereses duros de las empresas, así como distanciamiento de la deriva del, conglomerado de la izquierda convencional en el poder. Sobre esta cuestión se puede escribir un tratado acerca del arte de la renuncia.
La vieja oposición antifranquista, bien posicionada en el conjunto social tiene que olvidar, recrear el pasado y renunciar. Porque ¿ cómo explicar en el contexto de los años ochenta y noventa, en los que impera el mejor de los capitalismos conocidos, que sólo unos años antes habían sido comunistas? En una situación de expansión de los consumos y del estado de bienestar, nadie puede pensar otro futuro. Así, en este tiempo, la mayoría olvida y los que persisten bajo esas siglas ocultan su programa máximo. Ser comunista es la práctica privada, en la que se producen liturgias casi cosmológicas, así como la emisión de señales asociadas a los símbolos de las revoluciones del siglo XX. Pero en la política, se vive el presente en toda su integridad, que se agota en la constitución del 78.
Para los antiguos antifranquistas que aterrizan en el espacio en el que nunca hubo transición, las grandes empresas, la ocultación de su pasado, su propia negación y la adhesión forzada al orden económico y cultural en el que se encuentran, representa el grado máximo de la renegación de su antigua condición. Voy a contar una historia terrible que desvela a un colectivo de personas de esta generación, que son víctimas de violencias que no se encuentran visibilizadas, debido al silencio sepulcral y la oscuridad que reina en esta cuestión.
Es el caso de una persona que fue muy importante en el movimiento estudiantil del final de los años sesenta. Se trata de un hijo de republicanos, educado en el liceo francés. Es una persona dotada de una inteligencia poco común, así como de otras cualidades personales en grado superlativo. Asimismo, es un miembro muy relevante del PCE de esa época.
Tras unos años muy intensos de militancia, represión y sacrificios personales, se encuentra en el final de los años setenta en situación de desempleo, así como en un estado de disidencia política con respecto al PCE muy considerable. Se inscribe en el paro y en muy poco tiempo le selecciona una empresa multinacional con una base tecnológica muy importante en un mercado en expansión. La empresa lo incorpora como técnico, e inmediatamente, descubre sus cualidades promocionando su meteórica carrera.
En los siguientes meses sus responsabilidades se van ampliando, así como su reconocimiento. Pero este rápido ascenso tiene como contrapartida su problemática integración personal. El ambiente de trabajo del grupo de directivos representa todo lo contrario a su identidad personal. Estos son simples, incultos, reaccionarios en grado superlativo, machistas, así como creadores de un ambiente informal cotidiano en el que es imposible la distinción o el distanciamiento. De este modo se tiene que negar cotidianamente. No puede decir quién es, no sólo en lo político sino en la totalidad de su identidad personal. Se ve obligado a integrarse participando en conversaciones informales, bromas y ceremonias que erosionan a su propia persona. Él mismo es lo que el grupo directivo califica despectivamente como “franchute”. Es conminado a comprarse un automóvil coherente con su rango empresarial, a lo que tiene que ceder.
En lo cotidiano se ve en la tesitura de convertir su vida y su persona en un secreto que hay que guardar, mediante una estrategia activa de ocultación y protección. Esta es una situación muy dura. Es preciso vigilar las huellas de su pasado y de su identidad que pueden aparecer en distintos detalles. El desgaste psicológico y la soledad son patentes, pues tiene que compartir largas horas de semiocio con sus colegas, ante los que aparece como un tipo catalogado con el estereotipo de raro.
Ahora voy a contar una historia dura. Cuando es ascendido a la dirección de la empresa en muy corto tiempo, tiene que viajar a Estados Unidos, a la sede central de la empresa con cierta frecuencia. En uno de los primeros viajes, cuando regresa a España acompañado del director general, al acomodarse en el avión, se encuentra con un activista de su facultad y de sus tiempos secretos. Es una persona muy extrovertida y querida de esta época. Parece inevitable que en el efusivo encuentro se desvele su pasado y se rememoren los tiempos antiguos en presencia de su jefe. Está perdido, en tanto que no tiene la posibilidad de escapar.
Una persona como él no se arredra y toma la decisión de abordarlo y conducir y monopolizar la conversación para evitar el pasado. Puede parecer increíble para quien no le conoce, pero los que le conocemos apostamos sin duda que él puede salir airoso de ese lance. Así fue, estuvo hablando más de hora y media, tiempo en el que la deteriorada próstata del director le reclamó para el baño, ocasión que aprovechó para informar a su amigo de la situación. Es una escena terrible, cuyo rango de dificultad supera a los interrogatorios que sufrió en su época.
La persona que protagoniza este relato es uno de los mejores amigos que he tenido en mi vida. El afecto y la admiración que siento por él son superlativos. No puedo evitar llorar al recordar esta situación, puesto que lo entiendo como una respuesta a una violencia estructural intensa y no reconocida, propia del mundo de la empresa. He buscado en mi biblioteca el libro de Juan Goytisolo “Pájaro que ensucia su propio nido”. Se trata de un texto de culto para mí desde hace mucho tiempo. En la página 23 afirma que en el final del franquismo se ha producido un progreso que desconoce la necesaria existencia de las libertades.
Cito una frase textual para ilustrar lo que Goytisolo califica como una hecatombe moral, que constituye el envés del desarrollo económico español. "Ante la imposibilidad material de enfrentarse con el aparato represivo institucionalizado por él, todos nos hemos visto abocados, en un momento u otro de nuestra existencia, al dilema de emigrar o transigir con una situación que exigía de nosotros silencio y disimulo, cuando no abandono suicida de los principios, la resignación castradora, la actitud cínica y desengañada”. Esta es la razón que aduce Goytisolo para no regresar a España, porque la autocensura no desaparece sino que se transforma.
Una hecatombe moral es una buena definición de muchas de las situaciones que percibo hoy en múltiples situaciones cotidianas. La llamada crisis, que no es otra cosa que una reconquista de territorios liberados por el capitalismo del bienestar, para ser homologados a aquellos en los que nunca conocieron la pluralidad. Todo lo que ocurre puede ser interpretado en términos de intensificación de los disciplinamientos. Extraño viaje el realizado por los antaño antifranquistas, por eso entiendo congruente que sus objetivos sean regresar hacia atrás.
domingo, 27 de abril de 2014
miércoles, 23 de abril de 2014
MÉDICOS EN ESTADO DE AUSENCIA
Desde este blog he narrado mi perspectiva de enfermo crónico y he definido la relación entre los médicos y los pacientes como visitantes mutuos, en el mejor de los casos posibles. Ahora voy a explicar mi perspectiva acerca de los médicos. Me voy a referir a los médicos generales, de cabecera o de familia, aquellos que no son especialistas, con los que las relaciones son relativamente continuadas en el tiempo.
Existen dos posibles polos a la hora de entender a los médicos generales. Una remite a conformar una parte de un dispositivo de atención médica, especializado y jerarquizado. Este dispositivo trata a los enfermos según la importancia que se atribuye a su enfermedad. De ahí el predominio de los especialistas. En este caso los pacientes son convertidos en casos clínicos, cuyo tratamiento requiere su acceso a los especialistas adecuados, así como la coordinación entre niveles asistenciales. En un sistema así, la prioridad de los médicos generales es la producción de información para el dispositivo asistencial especializado, de modo que el paciente pueda circular por este debidamente etiquetado.
En estas coordenadas, el sentido dominante del trabajo de los médicos generales es ser riguroso con el sistema de información, que se nutre de los diagnósticos y tratamientos de los pacientes para respaldar las decisiones clínicas. Así, registrar deviene en la cuestión fundamental. De este modo, la relación médico-paciente se articula en torno a los diagnósticos/tratamientos, que constituyen el núcleo de la relación, subordinando otros problemas de gran incidencia en el estado general de la salud del paciente. Su desarrollo biográfico, los avatares de su proceso vital, sus condiciones de vida, los factores que determinan su comportamiento individual, su especificidad como ser único, su estado personal, todo esto queda subordinado en la relación asistencial nucleada en torno al diagnóstico/tratamiento.
De este modo, se produce lo que me gusta denominar como un “estado de ausencia” de los médicos, que se centran en resolver los problemas identificados como diagnósticos o asociados a los mismos, siendo ajenos a la situación del paciente y a su estado general. En el transcurso del tiempo, las cuestiones que no se identifican como diagnóstico, son desechadas, de modo que se acumulan en una papelera de reciclaje que termina por erosionar la relación clínica. Esta, en vez de progresar, se estanca o se reconvierte en un estado mutuo de desconfianza consensuada, que se reproduce mediante rutinas mecanizadas. Así se disminuye la potencialidad que puede tener la acción de un médico general, que, al asumir el modelo del especialista, queda devaluado y convertido en un extraño al paciente, en tanto que se ocupa de diagnósticos menores, porque cuando el rango de la morbilidad se incrementa, se recurre al especialista de guardia.
La segunda forma de entender el trabajo de un médico generalista es la de la construcción de un vínculo entre el profesional y el paciente, que puede contribuir a definir mejor los problemas e incrementar la eficacia en las respuestas. Ese vínculo es lo que no puede ofrecer un especialista. El tratamiento sucesivo de la serie de problemas que se susciten, genera una relación, a partir del cual el paciente tiene la posibilidad de mejorar la calidad de sus decisiones, asumir gradualmente responsabilidades, casi nunca heroicas, y asumir sus limitaciones mejorando su vida.
El médico general puede, a partir de este vínculo, llegar a ser influyente, en grados variables, en tanto que en la relación se va asentando una confianza por parte del paciente. Esta influencia es modesta, pero mayor que la del grado cero de influencia que tiene un profesional en estado de ausencia. Porque en los tratamientos que requieren decisiones sostenidas, estas son difíciles de mantener. Los problemas relacionados con la vida diaria son complejos, en tanto que no siempre existen alternativas factibles. Las vidas no son como los factores biológicos, que pueden ser modificados mediante fármacos y otras terapias de choque.
Frente al modelo de especialista, que implica un cierto estado de ausencia en la situación general del paciente, se puede definir su contrario: un estado de presencia fundado en la construcción y la consolidación de un vínculo. Este se manifiesta en una relación equivalente a la que ahora en las empresas se denomina “fijo discontinuo”. Esta relación puede ayudar a comprender mejor al paciente, a mejorar la comunicación y a establecer las bases de un sistema artesanal de cogestión. Esto sólo es factible si el médico tiene una visión abierta del paciente, en la que sea posible integrar los descubrimientos y redescubrimientos que aparecen en el curso de tal relación, reformulando la visión general de la situación.
Entonces, un médico generalista puede ser entendido como un campo de relaciones y como un posible influyente en las decisiones de muchas personas. Su punto fuerte es el vínculo continuado con el paciente, en tanto que este le proporciona un conocimiento específico de la relación entre sus problemas de salud y sus condiciones de vida, así como de la relación existente entre lo individual y lo social.
Porque un médico generalista en estado de presencia tiene relaciones con pacientes que frecuentan su consulta por afecciones crónicas o severas, con pacientes que comparecen para problemas específicos en intervalos de tiempo más dilatados, con personas que sólo aparecen ocasionalmente, y con gentes que se encuentran de paso y seguramente no volverán. La idea de territorialidad tan antigua que prevalece en la planificación de servicios sanitarios, que se contrapone con el fenómeno más importante del presente, que es el de la expansión de la movilidad múltiple y generalizada, en tanto que la situación histórica presente remite a una explosión general de los desplazamientos individuales. Un médico en un centro de salud ubicado en un espacio territorial, produce servicios a los arraigados allí y a los que pasan por allí en los múltiples flujos de movimientos que caracterizan el presente.
Un médico en estado de presencia es un haz de relaciones en movimiento. De relaciones estables que pueden progresar, estancarse o retroceder. De relaciones ocasionales que proporcionan la oportunidad de generar confianza. De relaciones casuales para personas en circulación. También mañana, de relaciones online basadas en la interacción, muy alejadas de las que proponen lo que me gusta denominar como “confederación de industrias de tic, biomédicas y farmacéuticas”, que estimulan relaciones basadas en las máquinas, en las cifras y las pruebas. No, online será algo parecido a un encuentro corto en el que se conversa y puede ser intenso.
En este contexto puede leerse la cuestión de la asistencia domiciliaria. Esta puede servir no sólo para resolver un problema específico, sino que se trata de un encuentro corto muy especial, que puede fortalecer el vínculo profesional/paciente, así como el conocimiento de sus condiciones. La presencia del médico allí es muy importante, porque en ese territorio tiene que ser aceptado por el demandante.
La influencia no es como la entienden aquellos que se encuentran en estado de ausencia, un acto automático en el que el paciente es informado por un experto y esto mejora su comportamiento. Así este es entendido como un recipiente vacío que hay que llenar de información técnica. No. La influencia se dirime en las situaciones críticas especiales, en las que un influyente puede movilizar la potencialidad derivada de la relación continuada para tener impacto. La influencia se teje, se construye en una relación en la que se compite con otras fuentes comerciales, profanas y mediáticas. Un médico que sea un campo -haz de relaciones forjado en su consulta y en los encuentros cortos, no debe ser demasiado intrusivo o directivo, debe saber esperar los momentos en los que puede intervenir con más eficacia.
Esto es lo que puede aportar un médico general. Porque su potencial se encuentra infrautilizado en el sistema de diagnósticos, tratamientos, informaciones y decisiones clínicas dominados por los especialistas. En este sistema, que tiene una baja eficacia, nadie realiza este trabajo. Nadie. Los generalistas son relegados al igual que las enfermeras y la atención domiciliaria se sobreentiende como una extensión de la institución o un abaratamiento de los costes. La potencialidad derivada de los vínculos se disipa y la influencia de los profesionales es muy pequeña.
La fragmentación de las especializaciones y de los saberes que ha caracterizado el mundo en los últimos tiempos ha generado efectos muy negativos. Se puede afirmar que nos encontramos gobernados en todos los ámbitos por especialistas oscurantistas. Es preciso recuperar las visiones generales, los generalistas en todos los órdenes. Me molesta mucho que me presenten como sociólogo especialista en salud u otra cuestión. En mis clases de salud comienzo explicando que no se puede escindir las realidades que conforman los procesos de salud/enfermedad/atención de la sociedad global, y, que por consiguiente, esto es una clase de sociología.
El retorno necesario de los generalistas. También en la atención sanitaria. Me fascina el blog de Sergio Minué, El Gerente De Mediado, por su sólida mirada global, siempre mucho más allá de la atención primaria o del campo sanitario. Se lo he recomendado a varios estudiantes de ciencias sociales, en tanto que sus reflexiones trascienden un campo específico inscribiéndose en lo general. Esta es la esperanza del futuro. Producir y acumular los recursos cognoscitivos necesarios para hacer frente a la complejidad. Siempre a partir de visiones generales y de estados activos de presencia.
Existen dos posibles polos a la hora de entender a los médicos generales. Una remite a conformar una parte de un dispositivo de atención médica, especializado y jerarquizado. Este dispositivo trata a los enfermos según la importancia que se atribuye a su enfermedad. De ahí el predominio de los especialistas. En este caso los pacientes son convertidos en casos clínicos, cuyo tratamiento requiere su acceso a los especialistas adecuados, así como la coordinación entre niveles asistenciales. En un sistema así, la prioridad de los médicos generales es la producción de información para el dispositivo asistencial especializado, de modo que el paciente pueda circular por este debidamente etiquetado.
En estas coordenadas, el sentido dominante del trabajo de los médicos generales es ser riguroso con el sistema de información, que se nutre de los diagnósticos y tratamientos de los pacientes para respaldar las decisiones clínicas. Así, registrar deviene en la cuestión fundamental. De este modo, la relación médico-paciente se articula en torno a los diagnósticos/tratamientos, que constituyen el núcleo de la relación, subordinando otros problemas de gran incidencia en el estado general de la salud del paciente. Su desarrollo biográfico, los avatares de su proceso vital, sus condiciones de vida, los factores que determinan su comportamiento individual, su especificidad como ser único, su estado personal, todo esto queda subordinado en la relación asistencial nucleada en torno al diagnóstico/tratamiento.
De este modo, se produce lo que me gusta denominar como un “estado de ausencia” de los médicos, que se centran en resolver los problemas identificados como diagnósticos o asociados a los mismos, siendo ajenos a la situación del paciente y a su estado general. En el transcurso del tiempo, las cuestiones que no se identifican como diagnóstico, son desechadas, de modo que se acumulan en una papelera de reciclaje que termina por erosionar la relación clínica. Esta, en vez de progresar, se estanca o se reconvierte en un estado mutuo de desconfianza consensuada, que se reproduce mediante rutinas mecanizadas. Así se disminuye la potencialidad que puede tener la acción de un médico general, que, al asumir el modelo del especialista, queda devaluado y convertido en un extraño al paciente, en tanto que se ocupa de diagnósticos menores, porque cuando el rango de la morbilidad se incrementa, se recurre al especialista de guardia.
La segunda forma de entender el trabajo de un médico generalista es la de la construcción de un vínculo entre el profesional y el paciente, que puede contribuir a definir mejor los problemas e incrementar la eficacia en las respuestas. Ese vínculo es lo que no puede ofrecer un especialista. El tratamiento sucesivo de la serie de problemas que se susciten, genera una relación, a partir del cual el paciente tiene la posibilidad de mejorar la calidad de sus decisiones, asumir gradualmente responsabilidades, casi nunca heroicas, y asumir sus limitaciones mejorando su vida.
El médico general puede, a partir de este vínculo, llegar a ser influyente, en grados variables, en tanto que en la relación se va asentando una confianza por parte del paciente. Esta influencia es modesta, pero mayor que la del grado cero de influencia que tiene un profesional en estado de ausencia. Porque en los tratamientos que requieren decisiones sostenidas, estas son difíciles de mantener. Los problemas relacionados con la vida diaria son complejos, en tanto que no siempre existen alternativas factibles. Las vidas no son como los factores biológicos, que pueden ser modificados mediante fármacos y otras terapias de choque.
Frente al modelo de especialista, que implica un cierto estado de ausencia en la situación general del paciente, se puede definir su contrario: un estado de presencia fundado en la construcción y la consolidación de un vínculo. Este se manifiesta en una relación equivalente a la que ahora en las empresas se denomina “fijo discontinuo”. Esta relación puede ayudar a comprender mejor al paciente, a mejorar la comunicación y a establecer las bases de un sistema artesanal de cogestión. Esto sólo es factible si el médico tiene una visión abierta del paciente, en la que sea posible integrar los descubrimientos y redescubrimientos que aparecen en el curso de tal relación, reformulando la visión general de la situación.
Entonces, un médico generalista puede ser entendido como un campo de relaciones y como un posible influyente en las decisiones de muchas personas. Su punto fuerte es el vínculo continuado con el paciente, en tanto que este le proporciona un conocimiento específico de la relación entre sus problemas de salud y sus condiciones de vida, así como de la relación existente entre lo individual y lo social.
Porque un médico generalista en estado de presencia tiene relaciones con pacientes que frecuentan su consulta por afecciones crónicas o severas, con pacientes que comparecen para problemas específicos en intervalos de tiempo más dilatados, con personas que sólo aparecen ocasionalmente, y con gentes que se encuentran de paso y seguramente no volverán. La idea de territorialidad tan antigua que prevalece en la planificación de servicios sanitarios, que se contrapone con el fenómeno más importante del presente, que es el de la expansión de la movilidad múltiple y generalizada, en tanto que la situación histórica presente remite a una explosión general de los desplazamientos individuales. Un médico en un centro de salud ubicado en un espacio territorial, produce servicios a los arraigados allí y a los que pasan por allí en los múltiples flujos de movimientos que caracterizan el presente.
Un médico en estado de presencia es un haz de relaciones en movimiento. De relaciones estables que pueden progresar, estancarse o retroceder. De relaciones ocasionales que proporcionan la oportunidad de generar confianza. De relaciones casuales para personas en circulación. También mañana, de relaciones online basadas en la interacción, muy alejadas de las que proponen lo que me gusta denominar como “confederación de industrias de tic, biomédicas y farmacéuticas”, que estimulan relaciones basadas en las máquinas, en las cifras y las pruebas. No, online será algo parecido a un encuentro corto en el que se conversa y puede ser intenso.
En este contexto puede leerse la cuestión de la asistencia domiciliaria. Esta puede servir no sólo para resolver un problema específico, sino que se trata de un encuentro corto muy especial, que puede fortalecer el vínculo profesional/paciente, así como el conocimiento de sus condiciones. La presencia del médico allí es muy importante, porque en ese territorio tiene que ser aceptado por el demandante.
La influencia no es como la entienden aquellos que se encuentran en estado de ausencia, un acto automático en el que el paciente es informado por un experto y esto mejora su comportamiento. Así este es entendido como un recipiente vacío que hay que llenar de información técnica. No. La influencia se dirime en las situaciones críticas especiales, en las que un influyente puede movilizar la potencialidad derivada de la relación continuada para tener impacto. La influencia se teje, se construye en una relación en la que se compite con otras fuentes comerciales, profanas y mediáticas. Un médico que sea un campo -haz de relaciones forjado en su consulta y en los encuentros cortos, no debe ser demasiado intrusivo o directivo, debe saber esperar los momentos en los que puede intervenir con más eficacia.
Esto es lo que puede aportar un médico general. Porque su potencial se encuentra infrautilizado en el sistema de diagnósticos, tratamientos, informaciones y decisiones clínicas dominados por los especialistas. En este sistema, que tiene una baja eficacia, nadie realiza este trabajo. Nadie. Los generalistas son relegados al igual que las enfermeras y la atención domiciliaria se sobreentiende como una extensión de la institución o un abaratamiento de los costes. La potencialidad derivada de los vínculos se disipa y la influencia de los profesionales es muy pequeña.
La fragmentación de las especializaciones y de los saberes que ha caracterizado el mundo en los últimos tiempos ha generado efectos muy negativos. Se puede afirmar que nos encontramos gobernados en todos los ámbitos por especialistas oscurantistas. Es preciso recuperar las visiones generales, los generalistas en todos los órdenes. Me molesta mucho que me presenten como sociólogo especialista en salud u otra cuestión. En mis clases de salud comienzo explicando que no se puede escindir las realidades que conforman los procesos de salud/enfermedad/atención de la sociedad global, y, que por consiguiente, esto es una clase de sociología.
El retorno necesario de los generalistas. También en la atención sanitaria. Me fascina el blog de Sergio Minué, El Gerente De Mediado, por su sólida mirada global, siempre mucho más allá de la atención primaria o del campo sanitario. Se lo he recomendado a varios estudiantes de ciencias sociales, en tanto que sus reflexiones trascienden un campo específico inscribiéndose en lo general. Esta es la esperanza del futuro. Producir y acumular los recursos cognoscitivos necesarios para hacer frente a la complejidad. Siempre a partir de visiones generales y de estados activos de presencia.
sábado, 19 de abril de 2014
DÍAS DE PLEAMAR EN GRANADA
En los días de la Semana Santa en Granada varias multitudes se despliegan sobre el espacio urbano, inundando las calles y plazas con su presencia, que alterna momentos de emociones compartidas ante el espectáculo de las cofradías, con momentos de tránsitos festivos en los que se ríe, se come, se bebe, se está en el clan amistoso-familiar, reconstituido para esta ocasión, y se disfruta en las largas tardes y noches, tanto de las procesiones como en las prácticas cotidianas vividas en común en la multitud configurada sobre el lazo de la emoción compartida. Entrada la noche, las calles se despueblan lentamente, al igual que la pausada marea, en la espera del retorno de la siguiente pleamar vespertina.
Los granadinos, concentrados en años los sesenta y setenta en la ciudad histórica, que posteriormente se expande como las olas, en todas las direcciones, dando lugar a lo que las autoridades denominan como “área metropolitana”. En los grandes acontecimientos festivos acuden al centro urbano, que representa su pasado, tomando sus calles para conformar un gentío festivo insólito, en la que se conjugan temporalidades y generaciones. En los días de la semana santa, el retorno al pasado alcanza su pleno esplendor, especialmente entre el domingo y el jueves. En el viernes santo, la modernidad se hace presente, y un contingente muy importante de las huestes metropolitanas se encamina hacia la costa para pasar unos días de playa, habitando el mundo al que han arribado después de su celebrada modernización, en el que las vacaciones playeras representan su cénit.
La expansión de la ciudad hacia el exterior se realiza mediante la multiplicación de las urbanizaciones, que constituyen el emblema del sueño desarrollista, el mal gusto estético y el pésimo sentido de la forma de habitar. La quimera imperante en la población hacinada en la ciudad de los años de la larga postguerra, es el chalet privado, dotado de piscina. Este es el producto mediante el que se ha estimulado el crecimiento metropolitano. Granada se encuentra rodeada de urbanizaciones con estéticas desoladoras, que alteran el paisaje tradicional. En este próspero negocio, en el que intervienen todas las élites locales, se genera la necesidad del complemento del automóvil. Así es como se produce el espectro de la movilidad, que se resuelve mediante la producción de infraestructuras, siempre insuficientes frente a las necesidades de tan modernizados habitantes.
De este modo, se conforma una importante población encerrada en las urbanizaciones, de la que sólo salen diariamente los contingentes escolarizados y de las distintas actividades productivas. Los demás, viajan semanal o quincenalmente a los centros comerciales, donde un importante flujo de transeúntes ejerce el derecho a elegir, para abastecer adecuadamente la barbacoa familiar, donde, en el borde de la piscina, la sociabilidad familiar alcanza su esplendor, cuestionando el precepto de la modernización de tal institución, representado por el arquetipo de la familia nuclear. La concentración de primos, tíos, cuñados y otras categorías familiares de segundo orden es prodigiosa. Coche, casa, barbacoa y piscina son las cuatro caras del sueño del desarrollo granadino.
La ciudad es víctima de la expansión residencial hacia el exterior. Las calles decrecen como espacio público y son testigos del paso de los activos, los estudiantes, los turistas y los compradores hacia sus actividades diarias. En los barrios tradicionales, los mayores alivian su encierro domiciliario concurriendo en espacios en los que proliferan los intercambios convivenciales. Pero, las calles de Granada, testifican el éxodo a la periferia, haciendo de la movilidad la cuestión urbana fundamental. El entramado viario que conduce a las urbanizaciones, termina protagonizando la escasa energía pública ciudadana, en tanto que se modelan reservas para peatones de escaso uso, siempre ubicadas sobre grandes aparcamientos, expresando así el imaginario dominante de la privatización urbana y de la motorización sin trabas.
En los días grandes de fiesta, como la semana santa, Las Cruces de mayo, el Corpus o la procesión de la Virgen de las Angustias, una gran multitud abandona las urbanizaciones e invade las calles. También en Navidades y en alguna otra ocasión, pero la preponderancia comercial de este evento, determina su encauzamiento a las catedrales de la compra, estratégicamente situadas en la periferia, precisamente para asegurar la movilidad automovilística. Los días grandes representan el retorno al imaginario de la unidad del pasado, la recomposición del vínculo colectivo, la recreación de viejas tradiciones y la integración en una masa que trasciende las fragmentadas fronteras cotidianas determinadas por la modernización. Comparecen las familias extensas, los niños, los jóvenes, los mayores y los abuelos, todos salen de las cuarentenas de las urbanizaciones y se integran en el fluir del acontecimiento. Ellos son la gran marea granadina, la pleamar de los días grandes de la semana santa.
La marea se hace presente a media tarde mediante la llegada de los automóviles, percibidos como los símbolos incuestionables del progreso familiar. Encontrar un lugar seguro y adecuado, es el primer problema de los días grandes. Los mejores aparcamientos son ocupados por las primeras oleadas. Al caer la tarde, las oleadas sucesivas de rezagados se desplazan lentamente por las periferias a la búsqueda de una oportunidad. Una vez resuelto el aparcamiento, se emprende el camino hacia el centro histórico, en donde se escenifica la fiesta.
El acceso a los lugares privilegiados, en donde las hermandades ponen en escena sus mejores repertorios, acompañados por las bandas de música, constituye la competencia esencial. Para la gran mayoría, la presencia en los mejores momentos exige esfuerzo y competición intensa para encontrar el lugar adecuado. Así, cada cual se construye su propio itinerario en las largas horas de errancia por las calles. Algunos de los participantes disponen de información y ponen en acción estrategias para asegurar sus objetivos. Otros vagan en busca de una oportunidad. En las largas horas de trayectorias dispersas se reparan las fuerzas mediante descansos, que son aprovechados para ingerir comidas y bebidas tradicionales, que se venden en una red de puestos callejeros y bares.
La semana santa granadina es la recomposición de un fragmento del pasado en el presente. Entre las liturgias puestas en escena, me fascina el modo de hacerse presentes de las autoridades, tanto las cofrades, como civiles, militares y eclesiásticas, que se muestran mediante rituales propios de una sociedad agraria y estamental del pasado. Se puede contemplar un verdadero tratado sobre las castas, sus símbolos, sus rituales y sus intercambios.
Pero el espectáculo más sorprendente radica en la relación entre los capataces y los costaleros, que alcanza su momento álgido en las “levantás”. La relación de mando, los tonos en la comunicación, las palabras pronunciadas para motivarles, todo remite a un pasado lejano e insólito, pero que se encuentra presente en los guiones de la semana santa. La severa jerarquización es la clave. También en las bandas de música y las estéticas de los cofrades y las camareras. En estos momentos de emociones compartidas tiene lugar una fusión entre el pasado y el presente por la multiplicación de las cámaras de las televisiones locales, así como de los múltiples espectadores devenidos en productores de imágenes a partir de las prodigiosas prestaciones de sus móviles, que los convierten en artistas anónimos.
La masa de personas que se concentra es heterogénea. Una parte lo vive como un acontecimiento religioso, en otros casos predomina el espectáculo festivo o artístico, y un contingente importante lo vive como una experiencia turística en su eterno devenir en la acumulación de riqueza subjetiva. Esta es nada menos que un viaje a un fragmento revivido de la edad media. Las distintas significaciones se entremezclan y se fusionan haciendo compatibles las distintas sensibilidades presentes, que convergen en las movilidades de los gentíos congregados.
La semana santa granadina es una tradición originada en una situación anterior que se reedita en el presente. Se hace patente que los sentidos mediante los que se reconstituye no son inocentes sino interesados, para ser proyectados sobre la realidad actual. El refuerzo de la autoridad y legitimidad de las instituciones que lo protagonizan es evidente. Los rituales mediante los que estas comparecen son asombrosos. Pero, además, la tradición se recrea de modo compatible con los preceptos predominantes en el presente. Las autoridades traficantes de decimales hacen público los resultados en términos de camas ocupadas, gasto por viajero y día, comidas, bares, desplazamientos y compras. Así se absorbe la fiesta recuperándola para la cantinela del crecimiento.
Memoria, persistencia y cambio en los días grandes. Cuando el domingo la masa de participantes regrese a sus encierros urbanísticos, comparecen de nuevo las instituciones del gobierno de la opinión pública, que son distintas a las que resplandecen en esos días grandes de fiesta, en los que se produce una simbiosis entre pasado y presente. Ese es el verdadero misterio de esta fiesta. Después de los días de mareas vivas, cuando se retira la pleamar, se restituyen las instituciones denominadas como democráticas, pero cuyos guiones ocultos se encuentran en sus orígenes, que se expresan nítidamente en las pleamares de los días excepcionales. Así se reproduce la ficción del estado aconfesional y otras similares.
Los granadinos, concentrados en años los sesenta y setenta en la ciudad histórica, que posteriormente se expande como las olas, en todas las direcciones, dando lugar a lo que las autoridades denominan como “área metropolitana”. En los grandes acontecimientos festivos acuden al centro urbano, que representa su pasado, tomando sus calles para conformar un gentío festivo insólito, en la que se conjugan temporalidades y generaciones. En los días de la semana santa, el retorno al pasado alcanza su pleno esplendor, especialmente entre el domingo y el jueves. En el viernes santo, la modernidad se hace presente, y un contingente muy importante de las huestes metropolitanas se encamina hacia la costa para pasar unos días de playa, habitando el mundo al que han arribado después de su celebrada modernización, en el que las vacaciones playeras representan su cénit.
La expansión de la ciudad hacia el exterior se realiza mediante la multiplicación de las urbanizaciones, que constituyen el emblema del sueño desarrollista, el mal gusto estético y el pésimo sentido de la forma de habitar. La quimera imperante en la población hacinada en la ciudad de los años de la larga postguerra, es el chalet privado, dotado de piscina. Este es el producto mediante el que se ha estimulado el crecimiento metropolitano. Granada se encuentra rodeada de urbanizaciones con estéticas desoladoras, que alteran el paisaje tradicional. En este próspero negocio, en el que intervienen todas las élites locales, se genera la necesidad del complemento del automóvil. Así es como se produce el espectro de la movilidad, que se resuelve mediante la producción de infraestructuras, siempre insuficientes frente a las necesidades de tan modernizados habitantes.
De este modo, se conforma una importante población encerrada en las urbanizaciones, de la que sólo salen diariamente los contingentes escolarizados y de las distintas actividades productivas. Los demás, viajan semanal o quincenalmente a los centros comerciales, donde un importante flujo de transeúntes ejerce el derecho a elegir, para abastecer adecuadamente la barbacoa familiar, donde, en el borde de la piscina, la sociabilidad familiar alcanza su esplendor, cuestionando el precepto de la modernización de tal institución, representado por el arquetipo de la familia nuclear. La concentración de primos, tíos, cuñados y otras categorías familiares de segundo orden es prodigiosa. Coche, casa, barbacoa y piscina son las cuatro caras del sueño del desarrollo granadino.
La ciudad es víctima de la expansión residencial hacia el exterior. Las calles decrecen como espacio público y son testigos del paso de los activos, los estudiantes, los turistas y los compradores hacia sus actividades diarias. En los barrios tradicionales, los mayores alivian su encierro domiciliario concurriendo en espacios en los que proliferan los intercambios convivenciales. Pero, las calles de Granada, testifican el éxodo a la periferia, haciendo de la movilidad la cuestión urbana fundamental. El entramado viario que conduce a las urbanizaciones, termina protagonizando la escasa energía pública ciudadana, en tanto que se modelan reservas para peatones de escaso uso, siempre ubicadas sobre grandes aparcamientos, expresando así el imaginario dominante de la privatización urbana y de la motorización sin trabas.
En los días grandes de fiesta, como la semana santa, Las Cruces de mayo, el Corpus o la procesión de la Virgen de las Angustias, una gran multitud abandona las urbanizaciones e invade las calles. También en Navidades y en alguna otra ocasión, pero la preponderancia comercial de este evento, determina su encauzamiento a las catedrales de la compra, estratégicamente situadas en la periferia, precisamente para asegurar la movilidad automovilística. Los días grandes representan el retorno al imaginario de la unidad del pasado, la recomposición del vínculo colectivo, la recreación de viejas tradiciones y la integración en una masa que trasciende las fragmentadas fronteras cotidianas determinadas por la modernización. Comparecen las familias extensas, los niños, los jóvenes, los mayores y los abuelos, todos salen de las cuarentenas de las urbanizaciones y se integran en el fluir del acontecimiento. Ellos son la gran marea granadina, la pleamar de los días grandes de la semana santa.
La marea se hace presente a media tarde mediante la llegada de los automóviles, percibidos como los símbolos incuestionables del progreso familiar. Encontrar un lugar seguro y adecuado, es el primer problema de los días grandes. Los mejores aparcamientos son ocupados por las primeras oleadas. Al caer la tarde, las oleadas sucesivas de rezagados se desplazan lentamente por las periferias a la búsqueda de una oportunidad. Una vez resuelto el aparcamiento, se emprende el camino hacia el centro histórico, en donde se escenifica la fiesta.
El acceso a los lugares privilegiados, en donde las hermandades ponen en escena sus mejores repertorios, acompañados por las bandas de música, constituye la competencia esencial. Para la gran mayoría, la presencia en los mejores momentos exige esfuerzo y competición intensa para encontrar el lugar adecuado. Así, cada cual se construye su propio itinerario en las largas horas de errancia por las calles. Algunos de los participantes disponen de información y ponen en acción estrategias para asegurar sus objetivos. Otros vagan en busca de una oportunidad. En las largas horas de trayectorias dispersas se reparan las fuerzas mediante descansos, que son aprovechados para ingerir comidas y bebidas tradicionales, que se venden en una red de puestos callejeros y bares.
La semana santa granadina es la recomposición de un fragmento del pasado en el presente. Entre las liturgias puestas en escena, me fascina el modo de hacerse presentes de las autoridades, tanto las cofrades, como civiles, militares y eclesiásticas, que se muestran mediante rituales propios de una sociedad agraria y estamental del pasado. Se puede contemplar un verdadero tratado sobre las castas, sus símbolos, sus rituales y sus intercambios.
Pero el espectáculo más sorprendente radica en la relación entre los capataces y los costaleros, que alcanza su momento álgido en las “levantás”. La relación de mando, los tonos en la comunicación, las palabras pronunciadas para motivarles, todo remite a un pasado lejano e insólito, pero que se encuentra presente en los guiones de la semana santa. La severa jerarquización es la clave. También en las bandas de música y las estéticas de los cofrades y las camareras. En estos momentos de emociones compartidas tiene lugar una fusión entre el pasado y el presente por la multiplicación de las cámaras de las televisiones locales, así como de los múltiples espectadores devenidos en productores de imágenes a partir de las prodigiosas prestaciones de sus móviles, que los convierten en artistas anónimos.
La masa de personas que se concentra es heterogénea. Una parte lo vive como un acontecimiento religioso, en otros casos predomina el espectáculo festivo o artístico, y un contingente importante lo vive como una experiencia turística en su eterno devenir en la acumulación de riqueza subjetiva. Esta es nada menos que un viaje a un fragmento revivido de la edad media. Las distintas significaciones se entremezclan y se fusionan haciendo compatibles las distintas sensibilidades presentes, que convergen en las movilidades de los gentíos congregados.
La semana santa granadina es una tradición originada en una situación anterior que se reedita en el presente. Se hace patente que los sentidos mediante los que se reconstituye no son inocentes sino interesados, para ser proyectados sobre la realidad actual. El refuerzo de la autoridad y legitimidad de las instituciones que lo protagonizan es evidente. Los rituales mediante los que estas comparecen son asombrosos. Pero, además, la tradición se recrea de modo compatible con los preceptos predominantes en el presente. Las autoridades traficantes de decimales hacen público los resultados en términos de camas ocupadas, gasto por viajero y día, comidas, bares, desplazamientos y compras. Así se absorbe la fiesta recuperándola para la cantinela del crecimiento.
Memoria, persistencia y cambio en los días grandes. Cuando el domingo la masa de participantes regrese a sus encierros urbanísticos, comparecen de nuevo las instituciones del gobierno de la opinión pública, que son distintas a las que resplandecen en esos días grandes de fiesta, en los que se produce una simbiosis entre pasado y presente. Ese es el verdadero misterio de esta fiesta. Después de los días de mareas vivas, cuando se retira la pleamar, se restituyen las instituciones denominadas como democráticas, pero cuyos guiones ocultos se encuentran en sus orígenes, que se expresan nítidamente en las pleamares de los días excepcionales. Así se reproduce la ficción del estado aconfesional y otras similares.
domingo, 13 de abril de 2014
MI PADRE
Mi padre fue siempre lo que se entiende por un señor en el tiempo que le tocó vivir. Durante toda su vida desempeñó este papel en distintas situaciones. Un señor es una persona que se sobrepone a los demás en las relaciones cara a cara. El atributo principal de la condición de señor es saber ejercer este papel. La presencia física, siempre tan cuidada, tiene que ser acompañada por el manejo adecuado de la relación con los demás, que radica en saber ejercer su superioridad social. Así se configuran distintas formas de relación, en las que el caballero puede ser desde condescendiente a extremadamente duro, según la posición que adopte el “Inferior” , que es puesto en su sitio, que se corresponde con su lugar social.
Su infancia en una familia acomodada en el próspero e industrioso Bilbao de los años veinte y treinta, le configuró para ejercer de señor en la sociedad de capitalismo primitivo en la que vivió. Mi abuelo tuvo diecinueve hijos, de los cuales sólo mi padre y mi tío Antonio eran varones. Para preservar su esencia masculina fue enviado con doce años a vivir con unos tíos ricos que no tenían hijos, para evitar la contaminación de las múltiples hermanas que poblaban su domicilio paterno. Allí fue educado en la abundancia y en la convicción de que, para un vástago tan destacado, era fundamental imponerse sobre los demás, entendiendo la vida como una cadena de envites en los que la victoria es la única alternativa.
Estudió en la escuela de comercio para prepararse para la actividad que un señor tiene que desempeñar en esta sociedad española tan atrasada entonces pero invariable: los negocios. Siempre tuvo muy claro que ser empleado por cuenta ajena significaba una naturaleza de dependencia, cuestión que limitaba la condición de señor. Siendo muy joven comenzó a hacer negocios, avalado por su familia adoptiva. Recuerdo que decía que en España “lo difícil es hacer el primer millón de pesetas, porque después todo es fácil”.
La guerra civil interrumpió sus actividades. Así como su hermano Antonio fue capitán de requetés y murió en la batalla del Ebro, mi padre siempre consideró que las epopeyas reclaman a las personas mediocres. Los auténticos señores con categoría se encuentran por encima de las mismas. Así no participó en dicha contienda. Era un conservador en grado extremo, pero tenía una visión crítica de los advenidos al movimiento nacional, con los que hizo negocios hasta su brusco declive. Solía contar que en el Bilbao de los años cuarenta, cuando se rehabilitó el teatro Arriaga, en una reunión de las fuerzas vivas locales, el arquitecto les informó de que las condiciones acústicas no podían ser óptimas por limitaciones del edificio. Entonces, uno de los prohombres de Neguri de ese tiempo, dijo en un tono contundente “Pues se traen de Alemania”.
Con respecto a los republicanos su desprecio era mayúsculo. Contaba que el portero de su casa, al que definía como un muchacho servicial, atento, respetuoso y disponible, siempre le saludaba diciendo “buenos días señorito Pedro”. Tras la victoria del Frente Popular, un día le saludó diciendo “Buenos días Pedro”. Él lo vivía como un terrible acontecimiento amenazante, que apuntaba a la quiebra de un orden social que entendía como natural. Por eso comentaba que al portero “le habían envenenado” las organizaciones obreras de la época. Se reía de las milicias que desfilaban en el comienzo de la guerra. Decía que algunos iban armados con “chimberas”, que son escopetas de perdigones utilizadas para cazar pajarillos. Sus retóricas amenazantes se contraponían con la inferioridad en el armamento. Nunca habló de Guernica.
Después de la guerra se configura como un triunfador en todos los órdenes. Era un deportista múltiple. Fue campeón de España de salto de altura manteniendo el récord de 1,81 durante veintiún años. También en pelota vasca, motorismo, automovilismo, hípica, caza y otras actividades de aventura. Siempre que contemplo a la familia real me acuerdo de mi padre. El éxito deportivo se acompaña con el de los negocios. Compra y vende en distintos lugares. La carretera de la Coruña en Madrid es su área de negocio preferida en los años cuarenta.
Su vida personal es congruente con su ascenso social. Vive sólo en Madrid, en un lujoso hotel en la Gran Vía. Distintas personas me han comentado su vida sexual, tan intensa y diversificada, en contraste con la represión generalizada en esos años para los múltiples vasallos. Fue de las primeras personas que tuvo coche privado y chófer después. La relación con este, que se llamaba Fano, remite a un peculiar modelo aristocrático, en el sentido de que, conservando su rango jerárquico, la relación es compleja en otros órdenes. En otro momento comentaré las extrañas relaciones entre los señores y los chóferes, que conforman un tratado de microsociología.
Con cuarenta y tres años conoce a mi madre. Decide asentarse y se casa con ella a los cuarenta y cuatro años. Tienen tres hijos y viven unos años felices en Madrid, pero los negocios empiezan a irle mal, comparecen sus primeros problemas de salud, así como una vida familiar que supone una restricción para un hombre triunfador que ha vivido intensamente, más allá de su juventud, una vida tan libre de limitaciones.
En los negocios se produjo una ruptura que nadie me ha sabido explicar bien. Por lo visto manifestó objeciones con respecto a algunos negocios sucios y fue apartado de la red de socios. Él mismo se aisló después. Sólo sé por fragmentos algo acerca de su declive económico. Alguna vez comentó que muchas personas importantes eran unos sinvergüenzas y ladrones. En una ocasión se refirió a militares y falangistas, en otra, uno de los domingos de mi infancia que fuimos a las carreras de caballos, cuando iba a apostar, le recomendaron un caballo de la cuadra de Gandarias, uno de los oligarcas de Neguri, entonces hizo un comentario despectivo de él. Mi madre, años después, me dijo que habían hecho negocios juntos.
En esos años se desplomó. Fue una caída trágica. Se negó a asumirla y siguió viviendo como un señor consumiendo su capital económico, sin pensar en el futuro ni en su familia. Sus problemas de salud fueron creciendo. Acudió a las consultas de los mejores médicos, entre ellos Marañón y Jiménez Díaz. Durante algún tiempo fue tratado como diabético. Sin un diagnóstico preciso fue explorado durante varios años sin resultado. Pero sus males no afectaron a su modo de vida ni a su aspecto físico formidable. En la sociedad de entonces era un hombre excepcional en lo que se refiere a su presencia física.
En los años de mi infancia, todas las mañanas salía cuidadosamente trajeado a la calle Serrano a tomar el aperitivo. Recuerdo que le miraban mucho. Una vez una mujer en una tienda le preguntó si era inglés. Él respondió muy orgulloso “sí, soy inglés de Bilbao”. Su aspecto era imponente. Cuando murió heredamos ciento veinte pares de zapatos y no recuerdo el número de trajes, pero es increíble desde un tiempo como el presente, que para la mayoría se ha convertido en obligatorio renovar el armario.
Pero en estos años de desplome personal, siguió imponiéndose sobre los demás en todos los órdenes. Conmigo tenía una relación excepcional. Le gustaba ponernos operaciones de aritmética para probar lo que él consideraba como inteligencia. En esos años, yo calculaba como una máquina cuando me ponía una operación. Así construyó la etiqueta de Juan-listo. Cuando alguien venía a casa me hacía exhibir mis capacidades de cálculo. Ahora voy a contar algo insólito. Su alta consideración de mi capacidad para las multiplicaciones, divisiones y raíces cuadradas le llevó a sacarme del colegio. Me tuvo un año como acompañante y se divertía exhibiéndome como niño-espectáculo. Él no entendía que en el cole, además de aprender a calcular tenía relaciones con otros niños.
Presintiendo su final, nos fuimos a Bilbao, donde vivimos años felices con su familia, en tanto que su cuenta corriente era más menguante que el mes anterior, pero menos que el siguiente. Después una trombosis lo tuvo dos años en la cama hasta su muerte. En estos lo tratamos como a un rey. Sus hermanas volcadas, nosotros, las amistades de su infancia, todos conservábamos su imagen de triunfador que le situaba por encima de nosotros. Siguió comportándose como un señor, haciendo patente su superioridad sobre todos en términos de riñas y descalificaciones cuando contraveníamos sus opiniones.
El verano anterior a su trombosis decidió ir con todos nosotros a pasar un día a Baquio. Entonces era una playa maravillosa carente de cualquier explotación urbanística. Fuimos desde Bilbao en un tren, creo que era a Munguía. Allí cogimos un autobús hasta Baquio. Cuando llegamos preguntó a qué hora y desde dónde salía por la tarde. Le dijeron que desde allí mismo. A la vuelta, después de un día de playa fantástico, al llegar a la calle del autobús, hacía mucho calor y no había nadie. Pero llegaba gente y entraba en un garaje. Le dijimos que debíamos entrar pero él insistió en que había que esperar donde le habían dicho. Cuando se abrió un portón y salió el autobús, subimos y ya no había sitio para sentarse. Ejerció como un señor furioso. Fue terrible. Se puso a insultar al conductor y se pasó todo el viaje recriminándole en voz de trueno. Su tono era tal que nadie se atrevió a replicarle y nos cedieron los asientos. En otras ocasiones pude contemplar este espectáculo de un señor furioso que se imponía a los vasallos en aquella sociedad tan estamental.
Me acuerdo de su último tiempo postrado en la cama. Seguía igual de enérgico con los visitantes. Días antes de morir pude percibir movimientos y conversaciones entre mi madre y mis tías. Tuvo una buena muerte, en su casa, rodeado de todos nosotros, ejerciendo de fumador y de marido-dueño propio de la época. Jamás pisó un hospital ni dependió de ningún sistema sanitario.
La muerte de mi padre me dejó en una situación de miseria económica y dependencia familiar. Pero heredé sus zapatos, sus trajes, camisas y corbatas. Eso reforzó mi porte y modales de señor que acompañaba al apellido. No era un don nadie, sino, nada menos que un Irigoyen. Por el contrario, no heredé sus valores y formas de ver y estar en el mundo. Por eso terminé abandonando a los vencedores y poniéndome en el lado de los vencidos que tanto despreciaba. Como en muchas ocasiones me pegó, tengo un sentimiento muy acentuado de rebeldía ante la injusticia y ante los señores que ejercen violencias múltiples de alto voltaje. Por eso el espectro de mi padre se hace manifiesto en los últimos años, tras el juego de máscaras de los primeros años del postfranquismo.
Su infancia en una familia acomodada en el próspero e industrioso Bilbao de los años veinte y treinta, le configuró para ejercer de señor en la sociedad de capitalismo primitivo en la que vivió. Mi abuelo tuvo diecinueve hijos, de los cuales sólo mi padre y mi tío Antonio eran varones. Para preservar su esencia masculina fue enviado con doce años a vivir con unos tíos ricos que no tenían hijos, para evitar la contaminación de las múltiples hermanas que poblaban su domicilio paterno. Allí fue educado en la abundancia y en la convicción de que, para un vástago tan destacado, era fundamental imponerse sobre los demás, entendiendo la vida como una cadena de envites en los que la victoria es la única alternativa.
Estudió en la escuela de comercio para prepararse para la actividad que un señor tiene que desempeñar en esta sociedad española tan atrasada entonces pero invariable: los negocios. Siempre tuvo muy claro que ser empleado por cuenta ajena significaba una naturaleza de dependencia, cuestión que limitaba la condición de señor. Siendo muy joven comenzó a hacer negocios, avalado por su familia adoptiva. Recuerdo que decía que en España “lo difícil es hacer el primer millón de pesetas, porque después todo es fácil”.
La guerra civil interrumpió sus actividades. Así como su hermano Antonio fue capitán de requetés y murió en la batalla del Ebro, mi padre siempre consideró que las epopeyas reclaman a las personas mediocres. Los auténticos señores con categoría se encuentran por encima de las mismas. Así no participó en dicha contienda. Era un conservador en grado extremo, pero tenía una visión crítica de los advenidos al movimiento nacional, con los que hizo negocios hasta su brusco declive. Solía contar que en el Bilbao de los años cuarenta, cuando se rehabilitó el teatro Arriaga, en una reunión de las fuerzas vivas locales, el arquitecto les informó de que las condiciones acústicas no podían ser óptimas por limitaciones del edificio. Entonces, uno de los prohombres de Neguri de ese tiempo, dijo en un tono contundente “Pues se traen de Alemania”.
Con respecto a los republicanos su desprecio era mayúsculo. Contaba que el portero de su casa, al que definía como un muchacho servicial, atento, respetuoso y disponible, siempre le saludaba diciendo “buenos días señorito Pedro”. Tras la victoria del Frente Popular, un día le saludó diciendo “Buenos días Pedro”. Él lo vivía como un terrible acontecimiento amenazante, que apuntaba a la quiebra de un orden social que entendía como natural. Por eso comentaba que al portero “le habían envenenado” las organizaciones obreras de la época. Se reía de las milicias que desfilaban en el comienzo de la guerra. Decía que algunos iban armados con “chimberas”, que son escopetas de perdigones utilizadas para cazar pajarillos. Sus retóricas amenazantes se contraponían con la inferioridad en el armamento. Nunca habló de Guernica.
Después de la guerra se configura como un triunfador en todos los órdenes. Era un deportista múltiple. Fue campeón de España de salto de altura manteniendo el récord de 1,81 durante veintiún años. También en pelota vasca, motorismo, automovilismo, hípica, caza y otras actividades de aventura. Siempre que contemplo a la familia real me acuerdo de mi padre. El éxito deportivo se acompaña con el de los negocios. Compra y vende en distintos lugares. La carretera de la Coruña en Madrid es su área de negocio preferida en los años cuarenta.
Su vida personal es congruente con su ascenso social. Vive sólo en Madrid, en un lujoso hotel en la Gran Vía. Distintas personas me han comentado su vida sexual, tan intensa y diversificada, en contraste con la represión generalizada en esos años para los múltiples vasallos. Fue de las primeras personas que tuvo coche privado y chófer después. La relación con este, que se llamaba Fano, remite a un peculiar modelo aristocrático, en el sentido de que, conservando su rango jerárquico, la relación es compleja en otros órdenes. En otro momento comentaré las extrañas relaciones entre los señores y los chóferes, que conforman un tratado de microsociología.
Con cuarenta y tres años conoce a mi madre. Decide asentarse y se casa con ella a los cuarenta y cuatro años. Tienen tres hijos y viven unos años felices en Madrid, pero los negocios empiezan a irle mal, comparecen sus primeros problemas de salud, así como una vida familiar que supone una restricción para un hombre triunfador que ha vivido intensamente, más allá de su juventud, una vida tan libre de limitaciones.
En los negocios se produjo una ruptura que nadie me ha sabido explicar bien. Por lo visto manifestó objeciones con respecto a algunos negocios sucios y fue apartado de la red de socios. Él mismo se aisló después. Sólo sé por fragmentos algo acerca de su declive económico. Alguna vez comentó que muchas personas importantes eran unos sinvergüenzas y ladrones. En una ocasión se refirió a militares y falangistas, en otra, uno de los domingos de mi infancia que fuimos a las carreras de caballos, cuando iba a apostar, le recomendaron un caballo de la cuadra de Gandarias, uno de los oligarcas de Neguri, entonces hizo un comentario despectivo de él. Mi madre, años después, me dijo que habían hecho negocios juntos.
En esos años se desplomó. Fue una caída trágica. Se negó a asumirla y siguió viviendo como un señor consumiendo su capital económico, sin pensar en el futuro ni en su familia. Sus problemas de salud fueron creciendo. Acudió a las consultas de los mejores médicos, entre ellos Marañón y Jiménez Díaz. Durante algún tiempo fue tratado como diabético. Sin un diagnóstico preciso fue explorado durante varios años sin resultado. Pero sus males no afectaron a su modo de vida ni a su aspecto físico formidable. En la sociedad de entonces era un hombre excepcional en lo que se refiere a su presencia física.
En los años de mi infancia, todas las mañanas salía cuidadosamente trajeado a la calle Serrano a tomar el aperitivo. Recuerdo que le miraban mucho. Una vez una mujer en una tienda le preguntó si era inglés. Él respondió muy orgulloso “sí, soy inglés de Bilbao”. Su aspecto era imponente. Cuando murió heredamos ciento veinte pares de zapatos y no recuerdo el número de trajes, pero es increíble desde un tiempo como el presente, que para la mayoría se ha convertido en obligatorio renovar el armario.
Pero en estos años de desplome personal, siguió imponiéndose sobre los demás en todos los órdenes. Conmigo tenía una relación excepcional. Le gustaba ponernos operaciones de aritmética para probar lo que él consideraba como inteligencia. En esos años, yo calculaba como una máquina cuando me ponía una operación. Así construyó la etiqueta de Juan-listo. Cuando alguien venía a casa me hacía exhibir mis capacidades de cálculo. Ahora voy a contar algo insólito. Su alta consideración de mi capacidad para las multiplicaciones, divisiones y raíces cuadradas le llevó a sacarme del colegio. Me tuvo un año como acompañante y se divertía exhibiéndome como niño-espectáculo. Él no entendía que en el cole, además de aprender a calcular tenía relaciones con otros niños.
Presintiendo su final, nos fuimos a Bilbao, donde vivimos años felices con su familia, en tanto que su cuenta corriente era más menguante que el mes anterior, pero menos que el siguiente. Después una trombosis lo tuvo dos años en la cama hasta su muerte. En estos lo tratamos como a un rey. Sus hermanas volcadas, nosotros, las amistades de su infancia, todos conservábamos su imagen de triunfador que le situaba por encima de nosotros. Siguió comportándose como un señor, haciendo patente su superioridad sobre todos en términos de riñas y descalificaciones cuando contraveníamos sus opiniones.
El verano anterior a su trombosis decidió ir con todos nosotros a pasar un día a Baquio. Entonces era una playa maravillosa carente de cualquier explotación urbanística. Fuimos desde Bilbao en un tren, creo que era a Munguía. Allí cogimos un autobús hasta Baquio. Cuando llegamos preguntó a qué hora y desde dónde salía por la tarde. Le dijeron que desde allí mismo. A la vuelta, después de un día de playa fantástico, al llegar a la calle del autobús, hacía mucho calor y no había nadie. Pero llegaba gente y entraba en un garaje. Le dijimos que debíamos entrar pero él insistió en que había que esperar donde le habían dicho. Cuando se abrió un portón y salió el autobús, subimos y ya no había sitio para sentarse. Ejerció como un señor furioso. Fue terrible. Se puso a insultar al conductor y se pasó todo el viaje recriminándole en voz de trueno. Su tono era tal que nadie se atrevió a replicarle y nos cedieron los asientos. En otras ocasiones pude contemplar este espectáculo de un señor furioso que se imponía a los vasallos en aquella sociedad tan estamental.
Me acuerdo de su último tiempo postrado en la cama. Seguía igual de enérgico con los visitantes. Días antes de morir pude percibir movimientos y conversaciones entre mi madre y mis tías. Tuvo una buena muerte, en su casa, rodeado de todos nosotros, ejerciendo de fumador y de marido-dueño propio de la época. Jamás pisó un hospital ni dependió de ningún sistema sanitario.
La muerte de mi padre me dejó en una situación de miseria económica y dependencia familiar. Pero heredé sus zapatos, sus trajes, camisas y corbatas. Eso reforzó mi porte y modales de señor que acompañaba al apellido. No era un don nadie, sino, nada menos que un Irigoyen. Por el contrario, no heredé sus valores y formas de ver y estar en el mundo. Por eso terminé abandonando a los vencedores y poniéndome en el lado de los vencidos que tanto despreciaba. Como en muchas ocasiones me pegó, tengo un sentimiento muy acentuado de rebeldía ante la injusticia y ante los señores que ejercen violencias múltiples de alto voltaje. Por eso el espectro de mi padre se hace manifiesto en los últimos años, tras el juego de máscaras de los primeros años del postfranquismo.
miércoles, 9 de abril de 2014
EL HASTÍO EN LAS AULAS
Albert Camus, en “El mito de Sísifo”, define el hastío como “término de una vida mecánica aunque también y al mismo tiempo comienzo de una agitación anímica”. Desde el tiempo en que fue escrito hasta el presente, se han producido varias transformaciones de la vida mecanizada a la que alude. La burocracia era la formación social dominante en los tiempos de Camus. Ahora, las vidas se encuentran mecanizadas bajo la dirección de las instituciones que la han sucedido: la gerencia, las de la producción y el mantenimiento de los recursos humanos, las del marketing y la publicidad, así como las agencias múltiples que gobiernan lo social. Todas estas instituciones configuran la maquinaria que se sobrepone a las personas dirigiendo sus devenires biográficos.
La mecanización generalizada de las vidas determina la aparición de respuestas a la misma. El dominio burocrático anónimo, enunciado por Weber en la “jaula de hierro”, se reproduce en esta era mediante una renovada versión de la misma. Pero el precepto weberiano que apunta que la administración se extiende a toda la vida, que denomina “envase de servidumbre”, se acrecienta con respecto a los tiempos de la burocracia. Los nuevos envases de la servidumbre gerenciales-empresariales, son más eficaces y sofisticados, en tanto que su objetivo es conseguir la reducción de la distancia entre el empleado y la organización o el consumidor y la empresa.
El complejo de instituciones postburocráticas coloniza las vidas de los disciplinados súbditos del presente. Bajo el imperativo de la carrera profesional o el estilo de vida, que configuran la gestión biográfica, las vidas se descomponen en etapas sucesivas y transiciones entre las mismas que imponen exigencias crecientes a las personas. La presión ejercida sobre estas es aún mayor que en tiempo de la jaula de hierro. Si la organización burocrática se define por su racionalidad en los medios para conseguir su propia perpetuación y expansión, las instituciones postburocráticas desempeñan con mayor sofisticación e intensidad este objetivo.
En esta situación se produce una reacción que expresa la impotencia frente a las maquinarias institucionales que se sobreponen sobre las personas. Se trata de una respuesta a un mundo incomprensible que excluye lo sensorial e impone una racionalidad ajena a la vida. Así se conforma un sentimiento indefinido de réplica a estas instituciones. Es una inquietud derivada de la racionalización de las vidas. De este modo se conforma el hastío, definido por Camus como la privación de sentido, como una situación en la que prevalece lo absurdo o un “estado del alma en el que el vacío se hace elocuente”.
El hastío es un sentimiento indefinido que determina la huida de las personas a un espacio externo desde el que puedan reparar los efectos del sinsentido de las instituciones-envases de servidumbre. De ahí resulta un vínculo social surgido del hastío y de las emociones vividas en común. En el margen de las instituciones rectoras de las vidas se configura lo que Maffesoli denomina un “magma afectivo”, que expresa el deseo de vivir liberado de los cálculos, imperativos y racionalidades impuestas por las instituciones postburocráticas de la conducción y la gestión de las vidas.
El hastío es una realidad que se extiende por toda las sociedad pero que se asienta principalmente en las instituciones educativas. Las temporalidades resultantes de los tramos y las etapas múltiples, la fragmentación de los contenidos, los métodos docentes tan contrapuestos a los códigos de las actividades cotidianas, la ausencia de relación personal, y la salida final del laberinto educativo, que en estos tiempos es como el horizonte, en tanto que se según avanzas siempre se encuentra igual de lejano. El hastío es perceptible en las aulas, en este espacio se asienta y muestra todo su esplendor.
El hastío no se encuentra articulado en términos de un discurso pero en este territorio adquiere unas densidades de gran envergadura. Sus indicadores son el distanciamiento pavoroso de las instituciones universitarias; la ausencia de iniciativas; la no respuesta a las conminaciones de la institución; la resistencia pasiva; la ausencia magnánima; la desconexión cósmica; el imperio del ritualismo; la separación tajante entre lo obligatorio y lo discrecional; el rutinarismo mecanizado de todas las actividades; la reducción de las tareas y los resultados a mínimos consensuados eficazmente; la configuración de un umbral de desaprobación de los profesores intrusivos o resistentes; la ausencia de relaciones personales; el refugio en el pequeño grupo de amigos, que agota la comunicación y desempeña el papel de la ayuda mutua en el páramo afectivo y de inteligencia del aula; la brecha con la cultura académica y un estado de suspensión de las emociones.
Un conocido profesor de sociología, que fue uno de los pioneros de esta disciplina en España, José Jiménez Blanco, definió en una ocasión esta situación muy pertinentemente. Comentaba que en sus últimos años de docencia en doctorados de Sociología, se encontraba frecuentemente con una respuesta de muchos estudiantes, que cuando recomendaba la lectura de un libro le preguntaban ¿hay que leer todo? ¿qué partes hay que leer?. Su respuesta era ingeniosa, “lea usted las páginas impares”.
Esta pequeña anécdota ilustra muy bien la situación de hastío. Se trata de un divorcio entre la institución escolar y los estudiantes, de una sobrecarga de escolarización, de una saturación de trabajo desprovisto de sentido, de una respuesta a la agobiante hiperreglamentación, de un desencuentro con la vida regida por el sentimiento y la comunicación en las redes sociales postmediáticas. Una frase de Camus lo ilustra con precisión este concepto “un vínculo directo entre este sentimiento y la aspiración a la nada”.
El hastío, así como la fuga del mismo, desemboca en la escisión de la semana entre dos mundos regidos por presupuestos antagónicos. La planificación de las actividades escolares frente a la preponderancia de los sentidos que gobiernan los mundos sociales de la fuga. El resultado de la expansión del mismo, determina una gran fragmentación y difuminación de las sociedades, el bajo rendimiento de las instituciones, la configuración de un individualismo asocial muy corrosivo y la pérdida de constitución de las sociedades altamente desintegradas.
El estudiante, el ser social de la era del hastío, circula penosamente por los pasillos y las pasarelas de los edificios de las instituciones postburocráticas, para llegar al aula e instalarse en espera de su ración cognitiva de baja definición. Así cumple con sus actividades fragmentadas y reglamentadas con independencia de su desarrollo personal. Sus movimientos muestran el tedio, la ausencia de energía, el sinsentido resultante de la programación de las agencias de la institución que lo gestionan como a un muñeco de guiñol. Me encanta constatar la resistencia a esa situación. Es un arte menor. El código principal es no responder a la primera.
Después de las clases, en los pasillos vuelve la vida cuando los hastiados sonríen frente a sus pantallas móviles personales o conversan vivamente en el exterior del edificio con sus colegas que han traspasado la frontera del hastío educativo. Las instituciones del hastío densifican sus periferias, de modo que constituyen un laberinto con múltiples fronteras y espacios de conexión. En el exterior reina la espontaneidad, que va minimizándose según se aproxima al aula.
Me encuentro todos los días con el hastío. Ciertamente, es un fenómeno general, que se encuentra instalado en todos los sistemas educativos. Pero en España, su combinación con el pasado histórico, con la educación del nacional catolicismo, así como con el terrible tiempo suspendido de los señores-compañeros, , producen efectos demoledores. Todo este cóctel, servido en Granada, termina siendo una historia cuya mejor versión es la de ser entendida como una realidad friki, y la peor, como una historia pavorosa de terror.
El aula es una realidad espectral, donde se produce un vacío y un estado de ausencia supremo. Daría miedo si no se contemplase como un lugar de paso en espera del finde, de las siguientes vacaciones y otros espacios temporales, tras los cuales se reinicia otro tramo académico, en la cadena del eterno camino de la reinserción laboral. Para las chicas y chicos que ahora están de cuerpo presente en el sistema educativo, este período consume un tercio de sus vidas. El hastío es congruente con esta situación.
La mecanización generalizada de las vidas determina la aparición de respuestas a la misma. El dominio burocrático anónimo, enunciado por Weber en la “jaula de hierro”, se reproduce en esta era mediante una renovada versión de la misma. Pero el precepto weberiano que apunta que la administración se extiende a toda la vida, que denomina “envase de servidumbre”, se acrecienta con respecto a los tiempos de la burocracia. Los nuevos envases de la servidumbre gerenciales-empresariales, son más eficaces y sofisticados, en tanto que su objetivo es conseguir la reducción de la distancia entre el empleado y la organización o el consumidor y la empresa.
El complejo de instituciones postburocráticas coloniza las vidas de los disciplinados súbditos del presente. Bajo el imperativo de la carrera profesional o el estilo de vida, que configuran la gestión biográfica, las vidas se descomponen en etapas sucesivas y transiciones entre las mismas que imponen exigencias crecientes a las personas. La presión ejercida sobre estas es aún mayor que en tiempo de la jaula de hierro. Si la organización burocrática se define por su racionalidad en los medios para conseguir su propia perpetuación y expansión, las instituciones postburocráticas desempeñan con mayor sofisticación e intensidad este objetivo.
En esta situación se produce una reacción que expresa la impotencia frente a las maquinarias institucionales que se sobreponen sobre las personas. Se trata de una respuesta a un mundo incomprensible que excluye lo sensorial e impone una racionalidad ajena a la vida. Así se conforma un sentimiento indefinido de réplica a estas instituciones. Es una inquietud derivada de la racionalización de las vidas. De este modo se conforma el hastío, definido por Camus como la privación de sentido, como una situación en la que prevalece lo absurdo o un “estado del alma en el que el vacío se hace elocuente”.
El hastío es un sentimiento indefinido que determina la huida de las personas a un espacio externo desde el que puedan reparar los efectos del sinsentido de las instituciones-envases de servidumbre. De ahí resulta un vínculo social surgido del hastío y de las emociones vividas en común. En el margen de las instituciones rectoras de las vidas se configura lo que Maffesoli denomina un “magma afectivo”, que expresa el deseo de vivir liberado de los cálculos, imperativos y racionalidades impuestas por las instituciones postburocráticas de la conducción y la gestión de las vidas.
El hastío es una realidad que se extiende por toda las sociedad pero que se asienta principalmente en las instituciones educativas. Las temporalidades resultantes de los tramos y las etapas múltiples, la fragmentación de los contenidos, los métodos docentes tan contrapuestos a los códigos de las actividades cotidianas, la ausencia de relación personal, y la salida final del laberinto educativo, que en estos tiempos es como el horizonte, en tanto que se según avanzas siempre se encuentra igual de lejano. El hastío es perceptible en las aulas, en este espacio se asienta y muestra todo su esplendor.
El hastío no se encuentra articulado en términos de un discurso pero en este territorio adquiere unas densidades de gran envergadura. Sus indicadores son el distanciamiento pavoroso de las instituciones universitarias; la ausencia de iniciativas; la no respuesta a las conminaciones de la institución; la resistencia pasiva; la ausencia magnánima; la desconexión cósmica; el imperio del ritualismo; la separación tajante entre lo obligatorio y lo discrecional; el rutinarismo mecanizado de todas las actividades; la reducción de las tareas y los resultados a mínimos consensuados eficazmente; la configuración de un umbral de desaprobación de los profesores intrusivos o resistentes; la ausencia de relaciones personales; el refugio en el pequeño grupo de amigos, que agota la comunicación y desempeña el papel de la ayuda mutua en el páramo afectivo y de inteligencia del aula; la brecha con la cultura académica y un estado de suspensión de las emociones.
Un conocido profesor de sociología, que fue uno de los pioneros de esta disciplina en España, José Jiménez Blanco, definió en una ocasión esta situación muy pertinentemente. Comentaba que en sus últimos años de docencia en doctorados de Sociología, se encontraba frecuentemente con una respuesta de muchos estudiantes, que cuando recomendaba la lectura de un libro le preguntaban ¿hay que leer todo? ¿qué partes hay que leer?. Su respuesta era ingeniosa, “lea usted las páginas impares”.
Esta pequeña anécdota ilustra muy bien la situación de hastío. Se trata de un divorcio entre la institución escolar y los estudiantes, de una sobrecarga de escolarización, de una saturación de trabajo desprovisto de sentido, de una respuesta a la agobiante hiperreglamentación, de un desencuentro con la vida regida por el sentimiento y la comunicación en las redes sociales postmediáticas. Una frase de Camus lo ilustra con precisión este concepto “un vínculo directo entre este sentimiento y la aspiración a la nada”.
El hastío, así como la fuga del mismo, desemboca en la escisión de la semana entre dos mundos regidos por presupuestos antagónicos. La planificación de las actividades escolares frente a la preponderancia de los sentidos que gobiernan los mundos sociales de la fuga. El resultado de la expansión del mismo, determina una gran fragmentación y difuminación de las sociedades, el bajo rendimiento de las instituciones, la configuración de un individualismo asocial muy corrosivo y la pérdida de constitución de las sociedades altamente desintegradas.
El estudiante, el ser social de la era del hastío, circula penosamente por los pasillos y las pasarelas de los edificios de las instituciones postburocráticas, para llegar al aula e instalarse en espera de su ración cognitiva de baja definición. Así cumple con sus actividades fragmentadas y reglamentadas con independencia de su desarrollo personal. Sus movimientos muestran el tedio, la ausencia de energía, el sinsentido resultante de la programación de las agencias de la institución que lo gestionan como a un muñeco de guiñol. Me encanta constatar la resistencia a esa situación. Es un arte menor. El código principal es no responder a la primera.
Después de las clases, en los pasillos vuelve la vida cuando los hastiados sonríen frente a sus pantallas móviles personales o conversan vivamente en el exterior del edificio con sus colegas que han traspasado la frontera del hastío educativo. Las instituciones del hastío densifican sus periferias, de modo que constituyen un laberinto con múltiples fronteras y espacios de conexión. En el exterior reina la espontaneidad, que va minimizándose según se aproxima al aula.
Me encuentro todos los días con el hastío. Ciertamente, es un fenómeno general, que se encuentra instalado en todos los sistemas educativos. Pero en España, su combinación con el pasado histórico, con la educación del nacional catolicismo, así como con el terrible tiempo suspendido de los señores-compañeros, , producen efectos demoledores. Todo este cóctel, servido en Granada, termina siendo una historia cuya mejor versión es la de ser entendida como una realidad friki, y la peor, como una historia pavorosa de terror.
El aula es una realidad espectral, donde se produce un vacío y un estado de ausencia supremo. Daría miedo si no se contemplase como un lugar de paso en espera del finde, de las siguientes vacaciones y otros espacios temporales, tras los cuales se reinicia otro tramo académico, en la cadena del eterno camino de la reinserción laboral. Para las chicas y chicos que ahora están de cuerpo presente en el sistema educativo, este período consume un tercio de sus vidas. El hastío es congruente con esta situación.