Esta es la segunda primavera que paso sin Carmen. En estos días los recuerdos de los últimos años de su enfermedad se reavivan. Esta es la época en la que estaba atenta a sus plantas y bonsáis. Disfrutaba mucho contemplando su renacimiento y trabajando sobre ellas. Cuando salgo de casa no puedo evitar mirar los restos de sus plantas. No lo he tocado y casi todo está en mal estado o muerto. Sólo queda un mandarino italiano que le compré después de su primera operación que está esplendoroso. Me ha dado tres mandarinas fantásticas. También el olivo y sus aloeveras, que disimulan el estado de ruina de las demás. Podía calificar mi casa con el título de una de las películas de Wajda que tanto me aportaron “Paisaje después de la batalla”.
Sus dos últimas primaveras las pasó convaleciente de las intervenciones quirúrgicas combinadas con quimioterapias destructivas. En estos tiempos discutía mucho con ella, porque pretendía cumplir estrictamente el tratamiento, con las severas restricciones en la alimentación y la vida. El primer año hubo empate, en tanto que había esperanzas de futuro que justificaban los sacrificios. Llegamos a un acuerdo para inventar “un día libre de tratamiento”, en el que íbamos a comer por ahí las delicias que tanto le gustaban. Después de ese día, cumplía el tratamiento, pero reinventado por nosotros, en el que se aliviaban las penurias. Sólo el tiempo de la quimio, le dejaba el cuerpo tan mal, que apenas quería comer.
Pero el segundo año, el contraste de mi visión, con la certeza de su sentencia y de su tiempo escaso, con la suya, que se aferraba a cualquier prescripción en espera del milagro, hizo que mi comportamiento fuera mucho más directivo. La verdad es que su médico me ayudó. Todos los días le traía una cerveza que le servía con una exquisitez sólida. Cuando lo planteó en la consulta le dijo que sí podía hacerlo, que una cerveza al día no tenía importancia.
Cuando llegamos a casa después de su segunda intervención, cinco meses antes de su muerte, se encontraba muy asustada. Quería seguir estrictamente el tratamiento. Me volqué especialmente con ella en este tiempo. Le traía todos los días exquisiteces y cociné lo que le gustaba, a pesar de que no soy buen cocinero. Con setas y gambas le preparaba platos con fideos de arroz. Le condimentaba laboriosamente varios tipos de arroz. En los últimos años, los viernes le compraba, en la sección de platos preparados del Corte Inglés, un arroz con sepia y verduras realmente bueno. También las rabas de su tierra, los chipirones en su tinta, los buñuelos de bacalao y espinacas, las berenjenas en distintas versiones, las menestras de verduras sublimes, las alcachofas y tantas cosas que le gustaban. Verla devorar estos manjares con las cervecitas alemanas y holandesas que le gustaban, era una delicia.
El primer día que, junto con un arroz tres delicias, le serví un vaso con cerveza, la rechazó enérgicamente apelando a su hígado. Le convencí de que tomara un sorbo. En los siguientes días el tratamiento se desintegró y tomaba una cerveza con la comida. Entonces le pude persuadir para que por la noche tomara un gin tonic que tanto le gustaba. Aprendí a discriminar entre las distintas tónicas y formas de servirlo. Disfrutaba mucho esa copa. Toda la tarde esperaba ese momento. Mis apresuradas idas y venidas a la facultad, desde las que buscaba un manjar nuevo o una copa nueva que pudiera sorprenderla, tenían como recompensa sus risas de niña cuando aparecía ante ella la sorpresa. Al igual que con sus plantas me siento huérfano cuando ahora regreso de la facultad con las manos vacías, pasando por los lugares en los que podía aparecer algo estimulante para Carmen.
Cuando en la primera consulta de revisión, confesó sus pecados al cirujano, este se comportó muy bien. Carmen le dijo “he tomado cerveza todos los días”. El médico le respondió en un tono serio y muy simpático “pero al menos la habrás tomado fría”. Eso justificó mis rutas de búsqueda de gratificaciones que mejorasen su vida amenazada. Recuerdo una tienda de alimentación tradicional granaína muy prestigiosa, las fruterías del centro que ofrecen unos higos que para ella eran el paraíso, las carnes en salsa de varios restaurantes y una tienda de comida preparada, regentada por una genovesa, que cocina todos los días platos italianos sublimes, en los que dominan las verduras, y reinan las berenjenas y los tomates.
El día que la ingresé en muy mal estado, convencidos de que se trataba de una intoxicación producida por la quimioterapia, sin saber que era la expansión final de su cáncer, después de estar cuatro horas en un pasillo donde le hacían sucesivas analíticas, llegó a la sala de observación de urgencias. Les hizo saber que tenía hambre y le dijeron que sí podía comer algo. Con su carita de colegiala transgresora me pidió que le llevara un bocadillo. Salí corriendo y le compré en un bar un bocadillo de lomo con tomate y queso. Le insistí que fuera jugoso. Cuando se lo di me preguntó si era de roquefort, que tanto le gustaba. Fue la última comida que le llevé. Seis días después murió allí en el hospital.
Entiendo que los tratamientos son imprescindibles pero no comparto su lógica biológica absoluta, que se sobrepone a cualquier situación particular. En el caso de Carmen creo que lo correcto era suavizarlo y proporcionarle satisfacciones. Cuando un enfermo se encuentra desplazándose por un circuito de especialistas médicos, en el que en cada parada se le prescribe un tratamiento, nadie tiene la competencia para integrarlos. Esto es imposible. Se hacen patentes las contradicciones entre prescripciones, las zonas susceptibles de interpretación, las fronteras entre sus preceptos, el antagonismo entre estas y actos de la vida. Así se configura el espacio en el que el paciente es un lector selectivo que recrea el tratamiento.
En la primera intervención de Carmen nos prescribieron que no podía comer nada sólido durante seis días, sólo zumos y otros líquidos. Tras consultar con otros médicos, algunos nos dijeron que esto era una barbaridad y reducían el período líquido a tres días. Las incongruencias entre las fuentes propician la autonomía de las lecturas de los tratamientos por parte de los pacientes. Un día contaré aquí mis atormentados intentos en el principio de mi enfermedad, de informarme acerca de la alimentación adecuada para el colesterol. Es increíble la diversidad de enfoques. Por eso ese post, que ya tengo en borrador, se denomina “el colesterol mágico”.
Pero donde el vacío generado por la ausencia de raíces en la vida del tratamiento es cuando no existe horizonte de recuperación, como en el caso que estoy contando. Aquí la institución-medicina adquiere su peor rostro. En una situación en la que el pronóstico es negativo, es preciso mejorar la calidad de la vida. En una situación de una enfermedad grave lo más importante es que el tratamiento pueda dialogar con las especificidades del paciente y su vida, así como que exista un interlocutor entre el dispositivo de especialistas y el paciente. Si no es así se puede afirmar que el paciente se encuentra en una cadena de montaje de una fábrica de asistencia médica, donde predominan las automatizaciones.
Por eso tuvimos que reinventar el tratamiento de Carmen. He contado las transgresiones, pero junto a estas hicimos cálculos para eludir algunos de sus platos favoritos. Renunciamos a las manitas de cerdo, a las croquetas y otros de sus placeres preferidos. Así ajustamos el tratamiento a sus condiciones y a nuestras valoraciones. Lo hicimos en ausencia de interlocutor médico. Porque la vida se encuentra deslocalizada de las consultas y "la cabecera" se encuentra vacía. Cuando nos acostábamos por las noches, bromeaba abrazado con ella diciéndole que los dos éramos carne de protocolo. Ella, siempre tan tierna y cariñosa, reía cuando le decía que le habían instalado un chip para saber lo que comía y bebía, y que en la siguiente consulta iba a ser interrogada por la autoridad. Nos dormíamos sabiendo que, a pesar de la dolorosa situación, algo agradable iba a acontecer mañana, y también pasado mañana.
Juan, esto que escribes es tan sincero y emocionantes que llega a ser doloroso para quien lo lee...
ResponderEliminarEso sí, es de esos dolores (cristianos) que le hacen a uno más persona...
Gracias!!!
Me has emocionado, he llorado no sólo por Carmen y por ti, si no por todos los pacientes que están en la situación en la que estaba ella y no tenían la suerte de tener a su lado una persona como tú.
ResponderEliminarGracias a ti Jesús. Me alegra reencontrarte por aquí. También al amigo que se ha emocionado. La verdad es que en el balance global de mi relación con Carmen, la mayor suerte ha sido mía. Ella en el afecto siempre aportaba más que nadie.
ResponderEliminarPero mi intención es introducir una historia en la que los pacientes reelaboran unos tratamientos y protocolos abstractos y en muchas ocasiones imposibles.
Para afrontar este problema es preciso movilizar la inteligencia de los profesionales y los pacientes.
Gracias a los dos
Totalmente de acuerdo, las personas en la fase final de la vida, debe estar lo más normalizada posible. Es más el beneficio anímico que conlleva el hacer, comer o beber aquella que apetezca, que el estado "no debo, estoy enfermo". Considero que en la dignidad de la persona, lleva intrínseco, el poder cumplir sus deseos hasta el segundo final...
ResponderEliminarYa estoy deseando leer la entrada de "El colesterol mágico"...
ResponderEliminarNo sé si sabes la historia de Ariel y los helados de chocolate, que recoge Peter Skrabaneck en su "Muerte de la medicina con rostro humano". A propósito de esa historia escribí este otro post hace unos años en mi difunto blog: http://egavilan.wordpress.com/2010/10/16/el-latigo-de-la-dieta-y-el-coco-del-colesterol/
Sobre la vida que se apaga y cómo afrontarla, ineludiblemente me he acordado de este libro que acabo de leerme: Ebrio de enfermedad, del crítico literario Anatole Broyard:
http://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/2013/04/mirar-el-cancer-de-frente-y-escribir-de-el.html
En el prólogo, de Oliver Sacks, ya se apuntan algunas cosas,
http://ep00.epimg.net/descargables/2013/04/09/9a895de229297871b48194ddc733f54b.pdf, pero el libro en sí, entero, es para leer de cabo a rabo, si es posible en un día, de una tacada.
Un abrazo
Muy emocionante y muy humano, como tú eres. Gracias por compartirlo, de esta manera se entienden verdaderamente tus argumentos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me emocionó tanto tu otro post sobre las granjas oncológicas,que lo reproduje en mi blog.
ResponderEliminarLeer los relatos de tu experiencia, me reconcilia con los seres humanos y conmigo misma, claro.
Te doy las gracias por compartirlo.
Hace tanta falta que haya "cabecera" y !hay tan poco!. Hace tanta falta un poquitín de humanismo científico para equilibrar tanto cientificismo.
Muchas gracias.
gracias a todos por vuestros comentarios. Pero lo que parece que es lo correcto aquí no lo es en la realidad sanitaria. El aparato asistencial atrapa a no pocas víctimas incapaces de discernir en su situación. Me preocupa la desiugualdad que se está configurando en la forma de morir. En el acompañamiento de Carmen en oncología pude ver a varias personas en situación terminal y dependientes de las definiciones oncológicas y sus tratamientos al margen de la vida. Este es un verdadero problema social.
ResponderEliminarEnrique, buscaré las referencias que aportas. Muchas gracias.
tus palabras son muy valiosas Juan. como médico de familia me refuerzan la voluntad de humanizar mi visión, de priorizar más la persona del paciente y su familia y no tanto los "diagnósticos" y "tratamientos".
ResponderEliminary me aportan kilos de humildad. el sistema sanitario va sobrado de orgullo y suficiencia, precisa lavar contínuamente los ojos. tus palabras ayudan.
Gracias Salvador por tus palabras. Hace tiempo que te tengo "fichado", pues tengo mucho interés por la atención primaria. En este texto hago un guiño recalcando "la ausencia de cabecera". Como dices en el sistema sanitario lo que representa la tecnología es excesivo respecto a la relación asistencial.
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