ACTO PRIMERO: EN LA ESPAÑA FRANQUISTA
Antonia es una mujer que ahora tiene ochenta y ocho años. Su vida se ha desarrollado en dos tiempos distintos: en el nacional-catolicismo franquista, hasta mediados de los años setenta, y en el la alegre democracia y sociedad de consumo de los años setenta hasta la actualidad. Cada tiempo se caracteriza por la preponderancia de unas instituciones. En ambos períodos vividos por ella, ha sido penalizada por las distintas instituciones centrales imperantes.
En los duros años cuarenta, cuando ella tenía veinte años, fue seducida por un hombre de una posición social alta y fue madre soltera. En su entorno familiar y social, tuvo que pagar un precio terrible, siendo marginada y culpabilizada. Cuando llega la democracia, acompañada de la explosión de las instituciones del mercado y de los media, se modifica la penalización de Antonia. Ahora es una persona mayor rezagada, a la que se entiende como una carga, tanto por sus propios nietos, como por los dispositivos estatales de sanidad o servicios sociales. Ha adquirido la condición de una persona no necesaria para el trabajo, la producción de servicios domésticos o los consumos materiales e inmateriales. Así se reconstituye su soledad. Este es un drama en dos partes, muy ilustrativo de la relación entre la persistencia y el cambio.
En la sociedad de la postguerra de los años cuarenta tiene lugar la juventud de Antonia, en un ambiente social donde la escasez material y la austeridad es la norma. La vida diaria transcurre en la casa familiar, desempeñando tareas domésticas. Las salidas a recados y algún paseo corto, alivian una vida en la que cada día se repite en espera del domingo, en el que la misa, a la que acude con su familia, antecede a un momento lúdico de conversaciones entre vecinos y amigos, acompañado de un sobrio aperitivo.
La tarde del domingo es la gran ocasión de escapar del encierro doméstico con las amigas. Las salidas diarias le transportan a un mundo visual estimulante, en el que las miradas de los distintos varones que se encuentran en su campo de visión son registradas por ella. En ese tiempo las miradas pueden ser el preludio de un intercambio de palabras, donde las sonrisas y las expresiones faciales alcanzan formas, gradientes y sentidos inusitados. En la larga espera semanal se incuban las fantasías y las ilusiones que pueden terminar en emociones en los encuentros domingueros.
En los tránsitos diarios de Antonia por su ciudad, se encuentra con un hombre mayor que ella, casado y con una respetable posición social. Es nada menos que el propietario de una farmacia. En estos tiempos, las posiciones sociales se heredan, lo que constituye una marca personal muy importante para las personas que las detentan. Ella recibe las miradas primero y los piropos después de este hombre. Tras unos meses de encuentros, en los que se siente halagada por su atención, termina aceptando una cita con él.
El primer domingo que salen juntos tiene un sentimiento contradictorio de alegría y culpa, por ser un hombre casado. El primer día termina con abrazos, besos y caricias que despiertan su cuerpo. En el segundo hacen el amor. Para ella es una experiencia contradictoria, en tanto que estima que todo va demasiado deprisa. En esa primavera tiene tres encuentros más con este hombre. En todos hacen el amor. Ella cada vez tiene mejores sensaciones corporales pero su cuerpo no llega a encenderse. El verano significa la desaparición de su amante, que se desplaza a lo que entonces, para una exigua minoría acomodada, es veranear. Se trataba de pasar los tres meses en algún pueblo.
Tras el fin del verano espera la llegada del galán, pero este no comparece. Ella le busca y consigue un encuentro en la calle para pedir explicaciones. El demora la conversación y le pide tiempo. Pero no vuelven a verse. En el frío diciembre su cuerpo le anuncia su estado de embarazo. Sola, sin poderlo comentar con su familia, ni con un médico, ni con nadie externo a su enclaustramiento doméstico, sin poder hablar con el amante que le niega la relación en su farmacia o en los lugares públicos donde es reconocido, sin acceso a él por teléfono, la situación es desesperante.
Dominada por el miedo logra un encuentro con él en una calle apartada. La frialdad y distanciamiento de los últimos meses son una premonición de la respuesta de este ante la información del embarazo. La respuesta áspera, dura y tajante: el hijo no es mío. Se acompaña de una descalificación, diciéndole que ¡a saber de quién es¡ Todo termina con amenazas con respecto a las consecuencias que puede tener la ruptura del secreto de sus devaneos primaverales. En este encuentro tiene lugar una violencia de alto voltaje. Las relaciones personales condensan la estructura social de la época, cuyas posiciones se encuentran nítidamente diferenciadas, en un sistema que penaliza acumulativamente a cada grado en la diferencia. En una sociedad así, las posiciones se sobreponen a las personas de forma tajante y brutal.
La violencia de este encuentro antecede a las violencias que la esperan. La comunicación a su familia de la situación es dramática. Pero esta es agravada porque se niega a decir quién es el padre de la criatura. Las sucesivas situaciones por las que atraviesa son durísimas. Su familia le retira el afecto y la oculta a las amistades. Así se genera una situación de enclaustramiento y coacción permanente, que se refuerza con la férrea vigilancia familiar. El resultado es su conversión en un ser asocial, culpado por su “error” y sospechoso permanente. Así comienza su condena a cadena de soledad perpetua.
La sociedad de la época, en donde las instituciones y las autoridades están concertadas con la iglesia católica, extraordinariamente dura con los pecadores que han inflingido el sexto mandamiento ocupando posiciones sociales medias o bajas. Pero, ser mujer y pecadora es el máximo grado de estigmatización en este tiempo oscuro. En los años siguientes, tiene que aprender a ocultarse, a ser insignificante, a permanecer en zonas de sombra en donde no sea visible. Cualquier salida de esta situación implica el riesgo de ser lapidada de distintas maneras, por los bienpensantes, como el padre de su hija.
Dos años después de nacer ésta, se confirma el corazón de hielo del padre. Tras buscarle y mostrarle la niña recibe una respuesta más violenta todavía. Pero Antonia consigue un trabajo humilde que le proporciona un salario modesto, que le permite sacar a su hija adelante. Entonces se encuentra con la autodenominada “revolución social” de la época. Consigue una humilde vivienda a un precio bajo que le permite salir de su domicilio familiar. Sus jornadas de trabajo agotadoras, la crianza de su hija y la autonomía de su hogar, convertido en una madriguera en la que se oculta de las miradas prejuiciosas de sus convecinos. En este tiempo sigue manteniendo el secreto y mantiene su conciencia de autoculpabilización, que la cultura de su familia y su religiosidad le impone.
En su hogar-refugio descubre los afectos de los perros y los gatos, que van poblando su casa. Después llega la televisión, en la que se muestra un mundo que la sobrepasa. Su conversión en voyeur obligatoria le alivia su soledad. Además, puede mirar la tele, pero no existe correspondencia, conformando así el único dispositivo en su vida que no le mira ni le hace preguntas. Con los vecinos y las compañeras de trabajo consigue ser respetada. Cada cierto tiempo tiene que comparecer a alguna oficina en la que se desvele su “estado civil” ante un funcionario intruso. Ella ignora que algunos años después, van a aparecer nuevas instituciones, saberes y expertos que la van a etiquetar como ”familia monoparental”.
En los años siguientes su hija crece, va pagando la casa, la televisión va multiplicando sus canales y mundos, el comercio va desarrollándose a su alrededor, sus vecinos van adquiriendo automóviles, los sábados y domingos se hace el vacío a su alrededor y, cada mes, se le presenta el dilema de elegir entre la visita al Corte Inglés o a Galerías Preciados. Tres o cuatro veces al año comparte las celebraciones familiares donde parece que se ha aliviado su condena, pero alguna situación redescubre la intemporalidad de su falta y su penitencia. Ha sido y es una madre soltera. Este es un pecado equivalente al original. No hay horizonte de extinción.
Cuando su hija llega a la adolescencia se desencadena una situación de malestar y conflicto permanente. Los déficits de su soledad le pasan factura. Así, su hija reproduce fatalmente su situación y viene con un hijo. En este caso se casa, pero se separa en unos meses. En los años siguientes vienen dos nietos más, de distintos padres, al tiempo que crece el conflicto entre ambas. Ella asume la crianza de los nietos sin contrapartida alguna.
La ruptura con su hija termina por consumarse y ella se queda a cargo de sus nietos. Se repite así un ciclo temporal de sacrificios en los que la vida diaria se consume en las tareas de doble cabeza de familia. Los hombres se encuentran ausentes en su mundo cotidiano. Son unos misteriosos extraños por los que siente atracción y miedo. Sólo comparecen en la pantalla de la televisión, mostrando un mundo que se puede mirar, pero al que no se puede acceder. Las pequeñas maravillas de la vida, las noches de amor especiales, las celebraciones entre las parejas con los regalos, los momentos de risas y complicidades, los desayunos en la cama en días de descanso o las efusivas conciliaciones después de un conflicto. Estas cosas están ausentes en su vida.
Las instituciones que la han castigado tan severamente empiezan a debilitarse en los años setenta, en las que aparecen otras. Sus nietos, buenos estudiantes, llegan a la universidad, donde viven con un mundo al que ella no accedió ni puede comprender. Llegando a los sesenta años, su vida sigue estando drásticamente limitada y se empieza a configurar como una rezagada.
El conflicto permanente con su hija se cronifica, pero en este sistema familiar deteriorado, es inevitable que aparezcan conflictos con los nietos. El balance entre sus aportaciones y sus beneficios, en términos de relaciones familiares es muy negativo. Esto es común a las gentes de su generación. Además, existe una proyección de responsabilidad hacia ella, en tanto que se le considera responsable de la familia incompleta, aunque no se manifieste de una forma explícita.
En 1977 llega la democracia. El régimen oscurantista que la ha penalizado parece desaparecer, dando lugar a otro definido por la libertad. Pero, para Antonia, las viejas instituciones no desaparecen, sino que se reconfiguran. Siguen viviendo en las gentes que la rodean. Junto a ellas aparecen otras que no llega a comprender. Así comienza su carrera hacia la adquisición del estatuto de “extraña”. En su drama personal concluye la primera parte. Queda la segunda parte que narra su relación con las instituciones emergentes, misteriosas para ella.
Muy emocionante. Las mujeres siguen sin alcanzar la igualdad, por desgracia.
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