Esta es una historia de un infarto de miocardio de una persona que vive una realidad que no es reconocida. Las condiciones sociales en las que se desenvuelve la hacen invisible, en tanto que es muy difícil comunicar sus circunstancias. En el curso de nuestras conversaciones me he reafirmado en la importancia de un nuevo derecho, este es el derecho a ser entendido. Es preciso modificar muchos esquemas mentales para comprender la singularidad de los sectores sociales invisibles. Inevitablemente he recordado la película de “los olvidados” de Buñuel, a la que cambiaría el título por “los incomprendidos”.
Manuela nació en un pueblo en la provincia de Málaga antes de los años sesenta. Su familia forma parte de los perdedores de la guerra. Su infancia está marcada por la escasez, la memoria de la represión, la ausencia de oportunidades, el silencio forzoso, el miedo, la escasez y un acontecimiento que persiste a lo largo de su vida, su intimidación y precaución en el espacio público, puesto que muchos de los factores de su biografía no son comprensibles desde las coordenadas oficiales imperantes. Se trata de una persona no entendible, en tanto que se ve forzada a ocultar algunos elementos fundamentales que modelan su realidad y su vida.
En su adolescencia se desplaza a la ciudad algunos fines de semana para divertirse en las discotecas. Allí conoce a un hombre, con el que tiene un fulminante idilio que termina con un hijo. La relación concluye con grandes dosis de violencia, cuando se niega a reconocer al niño. El impacto del comportamiento violento del novio sobre Manuela es tremendo. Le queda una marca que se encuentra presente de modo permanente en su azarosa vida.
Su familia le ampara en los duros años de la infancia del hijo. La única salida de Manuela es desplazarse a la ciudad donde es acogida en la casa de su hermana. Esto le permite encontrar trabajo como trabajadora doméstica por horas en algunas casas de familias acomodadas. Con el paso de los años, es apreciada por algunos de sus empleadores, trabajando casi todos los días algunas horas. Manuela nunca ha sabido lo que es un contrato, un convenio colectivo, unas vacaciones, una baja o hacer la declaración de Hacienda. Al final de cada jornada es pagada por las horas trabajadas. El precio no es negociable. Está acostumbrada a abusos, cuando es requerida para terminar tareas en tiempos más allá de lo estipulado. En este sentido, es una empleada doméstica inscrita en ese amplio sector de trabajadores en negro, que en los años del capitalismo keynesiano, no son reconocidos ni en los discursos ni en las narrativas, encontrándose en el exterior de la concertación social y la conciencia colectiva de esta época. Se trata de persones que no son visibles por el estado, sus estadísticas y sus definiciones de la realidad.
Los ingresos que obtiene, le permiten alquilar una vivienda muy modesta y sacar adelante con sacrificios a su hijo. Para ello construye una economía informal típica. A los ingresos de su trabajo como empleada doméstica añade los del PER. Se desplaza a su pueblo varias semanas para poder percibir un subsidio unos meses. En las tardes sin trabajo, cose en su casa obteniendo unos parcos ingresos adicionales. La suma de todas las percepciones, junto con la ayuda de su familia le permite la subsistencia. Toda su economía de ingresos se encuentra afectada por la temporalidad. En los veranos disminuye su trabajo en las casas pero tiene oportunidad de participar como temporera en alguna faena agrícola. Todo es provisional y frágil, y empieza cada mañana de nuevo.
Manuela ingresa en los márgenes de los consumos expansivos de la época. Descubre las posibilidades de la ropa y la peluquería, que le confieren una imagen presentable en su deambulación por los bares y discotecas en su noche libre. También mejora su casa, haciéndola más confortable frente a dos terribles enemigos de su infancia, el frío y el calor, así como la llegada de las máquinas que hacen menos pesado los trabajos domésticos. La televisión en color alivia su situación y le estimula como espectadora de las historias y las fabulaciones mediáticas que concitan su interés y la distraen después de las jornadas de trabajo y en la soledad de su casa. En los mejores años pasa un puente de agosto en un hostal en Torre del Mar, donde experimenta las míticas vacaciones en la playa.
Pero sobre su vida personal pesan dos factores determinantes muy negativos. Su hijo adolescente descubre simultáneamente los consumos explosivos, que conforman un mundo de confort que parece inmediatamente accesible y factible, al tiempo que confirma que su madre es pobre y no puede proporcionarle los bienes que pueblan su mundo visual. Así, termina por configurarse un conflicto sórdido entre ellos, que parte de ese reproche y de esa frustración. Además, la privación del amor, asociado a su déficit de adolescencia no vivida, le produce una herida que se abre cíclicamente. Los amores de ocasión que frecuenta son efímeros, con distintos hombres temerosos de cualquier compromiso, y se encuentran muy por debajo de sus expectativas. En estos años se encadenan ilusiones y decepciones amorosas.
La relación con su hijo termina en un conflicto intenso. El chico consigue algunos trabajos precarios, invirtiendo sus ingresos en consumos por encima del nivel de su madre, pero se niega a contribuir a la economía familiar. Le reprocha perennemente su condición social. Esta relación adquiere una dinámica de conflicto que concluye en malos tratos físicos. Más de una vez recibe golpes de su hijo. Ella reconoce que tiene mucho miedo. La contrapartida que alivia este drama es el apoyo generoso de sus padres y hermanos.
Con algún año más de cuarenta y en este contexto biográfico Manuela sufre un infarto de miocardio. Es ingresada en un hospital, donde después de recuperarla, primero en la UVI, y después en la planta, es devuelta a su vida exterior con un tratamiento riguroso, en el que se incluyen normas de alimentación y prescripciones de estilo de vida muy lejanos a su realidad, dictaminados por profesionales que viven una realidad completamente diferente a la suya, ignorando integralmente el mundo material y cultural de Manuela. Es invadida por un flujo de comunicación expresado en términos de calorías, proteínas, grasas, hidratos, ejercicios aeróbicos y otros conceptos que designan las condiciones de su vida después del infarto.
La asistencia que recibe en el hospital es buena en el plano técnico y atenta en el plano personal. Pero el biologicismo que define la asistencia sanitaria comparece con toda su intensidad. En el proceso de elaboración de su historia, cuando le preguntan por su trabajo ella responde que es limpiadora. Nadie indaga más. Manuela se siente cómoda así, pues teme que alguien pueda comunicar con sus empleadores. Este es un ejemplo del área oculta que comenté en la consulta de la diabetes en este blog. Pues bien, los médicos le prescriben categóricamente que no haga trabajos físicos que requieran esfuerzos. Dos de sus tres fuentes de ingresos requieren con frecuencia este tipo de tareas.
Manuela, incomprensible para los dispositivos del estado, por los media, por la gente acomodada, también se sitúa en el exterior del campo de visibilidad e inteligibilidad de los cardiólogos. Cuando le dicen que no trabaje no puede responder. Es tal el distanciamiento de los profesionales respecto a su realidad que la única respuesta es callar. El silencio voluntario es una invarianza en su vida.
Pero Manuela no sólo no tiene otra alternativa que seguir trabajando en lo único accesible y posible para ella. Pero aún más. Es fundamental ocultar su enfermedad cardiovascular en las casas donde desempeña su trabajo, pues tiene la convicción de que sus empleadores, si conocen su enfermedad, van a temer que se produzca un episodio crítico en la casa que pueda destapar la relación laboral. Lo mismo ocurre en el pueblo. El secreto que preside su vida, se acrecienta para ocultar su importante enfermedad.
Muchos sectores subalternos, tienen que mantener en secreto su situación. Su vida es un conjunto de secretos inconfesables. Así se configura una persona en tal situación de inferioridad que no puede explicarse ante los funcionarios de empleo, los de hacienda, los médicos o los trabajadores sociales. Manuela aparece con cuarenta y cinco años, habiendo desempeñado tantos trabajos, pero no puede acreditarlo y, además, se ve obligada a ocultarlo. El psicoanalista Milner, en su libro “La política de las cosas”, afirma que la evaluación erosiona el secreto de los sectores más débiles, sobre el que conservan su identidad. Me parece un argumento muy sólido.
Me paro aquí para tratar de comprender la situación de una revisión en el hospital. El área oculta es de tal magnitud que es inabordable. Por eso a las dos partes les conviene que encuentro transcurra centrado en las analíticas y la medicación. Así se reproduce la hegemonía de lo clínico. Si un accidente descubre la realidad de Manuela será objeto de una dura descalificación, formulada desde el exterior de sus condiciones y su vida.
En los años siguientes la vida de Manuela ha experimentado cambios ambivalentes. El conflicto con su hijo se ha institucionalizado, pero se ha reconducido a las trincheras minimizando los riesgos de la explosión. Su búsqueda de amores le ha reportado una relación intensa durante un año, que le suscitó muchas ilusiones. Pero un acontecimiento ha transformado su vida. Se ha decidido, mediante una ayuda familiar, a comprarse un pequeño automóvil. Su experiencia automovilística le ha regenerado. Vive su nueva condición como una liberación. Siempre ha estado sometida al control visual y las leyendas que elaboran sus vecinos o personas próximas. El coche le confiere la ilusión de recuperar la invisibilidad y la autonomía en sus derivas de fin de semana.
Su principal problema es que siente que se hace mayor, y en su cuerpo comparecen señales que la delatan. Su ambición de encontrar una pareja se encuentra más amenazada que nunca. La desaparición gradual de sus mayores la sitúa en un campo de relaciones personales muy vulnerable. Estos temores son reforzados por los efectos de la revolución conservadora en curso, que amenaza su pensión, que, paradójicamente, será no contributiva, así como su asistencia sanitaria o la ayuda si se encuentra en situación de dependencia. El ambiente de incitación a la delación por parte de las autoridades del ensañamiento, tiene impactos negativos perceptibles sobre su ambiente social y se siente amenazada.
La imagino frente a un insensible funcionario de empleo, o de hacienda, que entiende a las personas en códigos exteriores a la sociedad real en la que vive. Ella tiene necesariamente que ocultarse e incluso negarse. Tiene que mentir contra ella misma, viéndose obligada a simular lo que no es. Así le ocurrió en el pasado keynesiano, en el que sólo disfrutó de las migajas del festín de la abundancia, y se reproduce en el presente neoliberal que se configura como una regresión para su persona.
No puedo terminar esta historia sin desearle a Manuela todo lo mejor que sea posible en su vida. Tiene que cuidar el corazón de los ventrículos, las aurículas y las válvulas, pero, sobre todo, el otro corazón. Que encuentre una buena pareja y también un médico que, sobre todo, la entienda, descifrando lo que hay detrás de su historia clínica. También, que pueda vivir en un ambiente social mejor que el actual, donde pueda ser reconocida como persona.
A una persona tan grande, que vive una vida adversa, le tengo que decir alguna cosa bonita. Manuela, tú vales mucho más que muchos de nosotros, profesionales de clase media, no todos podríamos haber respondido como tú al infortunio y la adversidad. Por último, me permito decirle un piropo que esté a la altura de su gran estatura personal y del valor de su persona. Una amiga colombiana me lo enseñó. Manuela, eres una verraquita muy linda.
Hola Juan, después de un tiempo desconectado, vuelvo a tu blog y me encuentro este vívido relato de la vida, lo oculto, el hospital y lo invisible...¡conmovedor! ¿Cuándo volveremos a aprender a escuchar?
ResponderEliminarHola Jesús. ¡bienvenido a estas páginas¡ Voy a presentar aquí varios relatos en relación con la salud muy elocuentes de personas que habitan los márgenes.
ResponderEliminarPara escuchar es preciso empezar a ver en plural y hablar en plural. No todos los pacientes, ciudadanos y otras definiciones así son iguales.
No sé cómo se me ha ido la cabeza, mientras leía emocionado este relato, a una película andaluza; Solas en la que madre e hija viven una realidad oculta para la mayoría. En el hospital de Solas aparece un médico, buen clínico y mejor persona que mira y escucha para entender al otro. Manuela se parece mucho a esa hija de Solas, maltratada, mal empleada, desengañada y sola.
ResponderEliminarToda una clase magistral Juan. El texto me parece brillante. No me canso de recomendar tu blog a profesionales sanitarios y público en general, aportas mucho valor.
ResponderEliminarUn abrazo.