Esta es una historia de mi infancia que guardo en la memoria y que causó un impacto muy importante en la configuración de mi persona, así como en mi posicionamiento en el mundo. Escribir esta entrada aviva mis emociones, suscitando mis dudas acerca del destino futuro de muchas de las personas que mejoraron su vida en los años de expansión del bienestar material. Se trata de una terrible historia de desigualdad social que ilustra lo que fueron los orígenes del presente.
Mi familia tenía una posición muy acomodada en el Madrid de finales de los años cincuenta. Vivíamos en el barrio de Salamanca, en la calle Maldonado, en un gran piso de más de doscientos veinte metros cuadrados. La casa disponía una zona para las empleadas domésticas, que entonces eran internas. Un pequeño dormitorio y un minúsculo aseo, constituían su espacio segregado del resto de la casa. Muchas casas disponían de escaleras y ascensores de servicio, a los que se llamaban “montacargas”, ilustrando así el precepto de que las palabras nunca son inocentes.
Las empleadas domésticas o sirvientas, estaban disponibles durante todo el día para las tareas que se les encomendasen. No era concebible el concepto de horarios o jornada laboral. Siempre tenían que estar prestas a cualquier requerimiento. Comían solas en la cocina. En las noches de tertulia familiar, pues todavía no había llegado la televisión, eran llamadas por una campanilla o un timbre, para requerir cualquier servicio. La segregación espacial se acompañaba del uso de uniforme. He conocido distintas clases de los mismos. En muchas casas tenían un uniforme de faena diaria, diferente de uno negro con cofia, más de etiqueta, para servir la mesa si había invitados.
El trabajo doméstico incluía, en algunas ocasiones, las salidas a recados, en las que las domésticas aliviaban su encierro, siendo piropeadas y cortejadas por múltiples atormentados varones que poblaban las calles, los portales, los ascensores y los comercios, también antes de la llegada de los super e hipermercados. La soledad y el aislamiento de las sirvientas, estimulaba una actividad que se asemeja a la caza, cuando salían de los confines del espacio donde se encontraban enclaustradas.
Las salidas de las empleadas domésticas tenían lugar las tardes de los jueves y domingos. En la sociedad de la época, anterior a la motorización masiva, se configuraba un espacio urbano por donde transitaban en estos tiempos, que concluían rigurosamente a las diez. En los cines de sesión continua, los parques, las salas de baile, vespertinas entonces, y algunas calles especiales, circulaban las empleadas domésticas, casi siempre solas. Su vida en semicautividad las aislaba a unas de otras, y en unas condiciones así, sólo un matrimonio podía liberarlas de su condición. En las tardes de los jueves y los domingos de estos años se tejen muchas historias y no pocos dramas.
Recuerdo una tarde de invierno muy fría, en la que llegaba de su pueblo una nueva sirvienta. Se llamaba Cándida. Era muy joven y nunca había salido de su pueblo. Le recibió mi madre, que habló con ella, instruyéndole acerca de la vida en la casa y de sus obligaciones. Mi madre era una mujer con una mentalidad aristocrática y una ideología muy clasista, como corresponde a una persona de su condición en esa época. Pero era una persona bondadosa, tenía buenos sentimientos y era muy considerada, suavizando el ejercicio de la autoridad doméstica.
Nunca olvidaré su comparecencia en la sala de estar, donde nos encontrábamos todos los miembros de la familia. Cándida estaba aterrorizada, no nos miraba, no podía ocultar su sentimiento terrible de inferioridad y de temor. Esa misma mañana había amanecido, antes de partir a Madrid, con sus padres y hermanos, de un pueblo de alguna provincia de lo que entonces se denominaba, Castilla la Nueva. En ese mundo lleno de carencias, cerrado al exterior, pero, sobre todo inmóvil, en el que no se puede esperar que mañana ocurra algo diferente a hoy. Ni siquiera había llegado el cine o la televisión. Su único mundo conocido era su pueblo.
El viaje en el autobús a la capital de su provincia. La estación de autobuses llenas de gentes extrañas en un movimiento vertiginoso a sus ojos. La llegada a Madrid, en la que la estación muestra un mundo insólito, en el que se multiplican las diferencias, incrementando su sentimiento de extrañamiento y minimización. El atormentado tránsito hacia el barrio de Salamanca, guiada por un papel con la dirección, representando el guión de los catetos rurales de mundos tan segregados como el suyo. La llegada a una casa de ensueño, poblada por seres extraños a los que debe llamar señoritos. Yo era el señorito Juan. Demasiado impacto para una, no sé si decir niña o adolescente, pues ninguna de las dos designa su situación de vulnerabilidad extrema.
Ese día, Cándida atravesó varios mundos y experimentó una situación de desigualdad inimaginable para una persona que habite el presente. Desde su pueblo y su casa, en la que comparte las carencias con los suyos y vive su mundo cerrado de brutalidad, en el que la amenaza siempre se encuentra presente, hasta el mundo de los señores, en el que es ubicada súbitamente, donde debe obedecer y acostumbrarse a vivir en la soledad de su dormitorio, donde sólo puede aspirar a que el amanecer se demore.
Ahora viene el acontecimiento imborrable en mi memoria. Cuando Cándida es presentada en la sala a la hora de la cena, ya uniformada, viviendo la situación límite de distancia social y cultural. Como a esa hora iban a apagar la calefacción, mi madre le dice “Cándida, póngase una rebeca porque dentro de un rato hará frío”. Ella, con una vocecita apagada y mirando hacia el suelo, como corresponde a esta situación de inferioridad responde “Señora, no tengo”. Mi madre le pregunta si tiene algo de abrigo, ella lo niega con la cabeza.
Esta es la situación más dura en la que comparece un ser humano completamente desvalido. Carece de dinero, de la mínima ropa, de cualquier apoyo afectivo, del mínimo cultural para poder defenderse. Está sin los suyos en un mundo incomprensible. Se trata de una situación terrible de desigualdad, en la que se representa una sociedad atrasada, con un sistema de clases sociales feudal. Por si algún sociólogo se asoma por estas páginas, defino esta situación como hábitus cero, más allá del hábitus o donde no cabe ni siquiera la palabra asimetría. La sociedad total se hace presente tan contundentemente, mostrando su naturaleza de desigualdad, de modo que disuelve a las personas presentes.
Mi madre le proporcionó una rebeca. Cuando ella estaba ya en la cocina, comentó escuetamente la pobreza de esos pueblos. También dijo que parecía una buena chica. Supongo que se refería a su disposición física, su mirada y los movimientos de su cuerpo, que mostraban una subordinación insólita desde las coordenadas de hoy, que tan bien narradas aparecen en la novela de Delibes o la película de Camus “Los santos inocentes”. Recuerdo que a algunas empleadas domésticas de mi infancia les reprochaban que “contestasen” a cualquier cuestión. Por contestar se entendía cualquier frase o gesto que se encontrase más allá del “sí señora”, no existía espacio para diferenciar entre réplica, sugerencia u otro concepto similar. Se trata de la negación de la conversación. Las “contestonas” eran rechazadas, reafirmando el modelo de sumisión absoluta.
En los meses siguientes Cándida se adaptó a su nueva situación. Se ganó nuestro afecto de niños y la consideración de mi madre. También ejecutó inexorablemente el guión del Tío Tom, en la versión franquista de la época. Las tardes de los jueves y los domingos, transitaba por el mundo exterior en busca de su única salida: el advenimiento de su príncipe azul, que la liberase de su encierro y de los demonios de su pueblo de origen, donde no podía regresar. El color de su príncipe imaginado se debía referir al de su mono de trabajo. El atuendo de sus salidas era severamente vigilado, teniendo que ajustarse a un imperativo estético alejado del definido por tan pacato ambiente como el de “una fresca”, otro estigma de las domésticas de esos años.
Recuerdo que tuvimos una relación infantil especial. En ausencia de mis padres, jugábamos a pelearnos para probar nuestras fuerzas, terminando el ganador inmovilizando al vencido. Fue la primera vez que descubrí el misterio de un cuerpo de mujer mediante mis sensaciones corporales en los ardorosos combates librados en un pequeño cuarto donde se planchaba. También el reproche de mi madre que, intuyendo la situación, me repetía continuamente la frase “juegos de manos, juegos de villanos”, con énfasis cada vez más intensos.
Algunas de las sirvientas que pasaron por mi casa terminaron embarazas, recuerdo alguna en particular. Eran culpabilizadas, reprobadas y apartadas. Esta es una condición terrible en un mundo tan miserable como aquél. En los años siguientes, las empleadas domésticas quedaron en el margen de los derechos conquistados por los trabajadores industriales. La emergencia del feminismo que conceptualiza el trabajo doméstico, contribuyó a una moderada mejora de sus condiciones, pero sobre todo a su inserción en la conciencia colectiva. Ahora devienen en modelo para el trabajo reconstituido después de la fábrica.
Cándida representa una imagen imborrable para mí, influyente en mi deriva de militante comunista en los años de mi juventud. Muchos años después, la busco en los rostros de las personas que trabajan en el sector informal en el metro o en los hipermercados, también en las terribles imágenes de las personas desahuciadas o las víctimas de la violencia de género. Cuando voy a DIA u otros establecimientos similares, tengo la sensación de volver a reencontrarme con ella.
En el presente, las Cándidas son muchachas latinoamericanas o de otros lugares alejados del sistema-mundo, que acompañan por las calles a algunos ancianos, parte de los cuales eran en los años cincuenta de un nivel social similar al de Cándida. Cuando las veo no puedo evitar recordar la noche de la rebeca, tratando de imaginar su primer día en una casa extraña. Termino preguntándome por su futuro y sobre las ambivalencias del concepto de progreso. Porque si es incuestionable que las Cándidas del presente tienen mejores condiciones de vida, ahora tienen el riesgo de ser etiquetadas como portadoras del “síndrome de Ulises”, por las psicologías de última generación, confirmando que cada época tiene sus males singulares.
¿hábitus cero, más allá del hábitus o donde no cabe ni siquiera la palabra asimetría?
ResponderEliminarsEGÚN bOURDIEU SIEMPRE HAY UN HABITUS DE CLASE que supondrá un modo de hacer, sentir, ser,... En el caso de Cándida un hábitus del infra-mundo de la España negra.
No???
Gracias,
Alejandro.
Alejandro
ResponderEliminarHe utilizado la suspensión de hábitus y de otros conceptos que implican una relación social, para caracterizar una situación tan desigual en la que una parte se encuentra en estado de shock, además de en desigualdad absoluta.
Es una situación que comparte algunos elementos con la llegada de un animal doméstico a un domicilio. Sé que esto es muy duro, pero esta situación se le parece.
Una descripción literaria que incita al desazón y a levantar aspectos no dichos del pasado. Pero se aleja de algunos rigores conceptuales.
ResponderEliminarDeacuerdo con el estado de shock, con la desigualdad extrema. Ahora bien, me aparto radicalmente de la comparación de la "llegada de un animal doméstico", pues entre otras cosas, Juan, el animal de conmpañía llega para otras funciones. El perro y el gato no tienen habitus, según el interesante concepto de Bourdieu, para entender el mundo. Ojalá mi perro me hiciera las tareas del hogar. Es clave la distinción entre un personaje y otro. Y la distinción de aquella familia que necesita a un servicio de lo manual. Otra cosas son los abusos que reciben y han recibido las precarias del cuidado, la atención y el sexo impuesto.
Alejandro,
Cuando me refiero a la suspensión de lo social, y por tanto al hábitus y la relación misma al cuestionar las mismas asimetrías, me refiero a la situación de su presentación. No afirmo que no tenga habitus. Con ello he tratado de plantear una escena, no un proceso en el que se recupera la relación.
ResponderEliminarRespecto a lo del animal doméstico puede que sea demasiado exagerada la analogía.
Discrepo en que se puedan equiparar los abusos de las precarias en los años del franquismo y en la situación actual. Es diferente.
Lo del desazón es así. La mayoría prefiere olvidar el pasado. Mi línea en este blog será hurgar en la memoria.
ResponderEliminarEntonces Juan se hace claro que los blogs tienen sus obstáculos comunicacionales. Entonces "habitus" tiene, bien Juan.
No entiendo eso lo siguiente: "una escena no un proceso en el que se recupera la relación. ¿Qué quieres decir?
Me parece inteligente hurgar en la memoria de cada uno, pero siempre sabiendo que podemos proyectar prejuicios de las sensibilidades, daños, repulsas, atracciones,... introyectadas en el mundo oculto de cada cuál.
Y claro que es muy diferente una situación de otra, pero tb. decir que trabajadoras transnacionales del cuidado, de la atención y del sexo son explotadas, precarizadas, exotizadas y representadas como mera mercancía capitalista o caritativa.
Sigamos discutiendo y hurgando con desinterés.
Alejandro,
Alejandro
ResponderEliminar¡claro que los blogs tienen problemas comunicacionales¡
Creo que el fondo de nuestra discusión radica en posiciones distintas respecto a los conceptos y el conocimiento. Mi posición es la siguiente: En la realidad social, los conceptos son puestos a prueba por las situaciones sociales específicas.
Las sociedades actuales son complejas ven tanto que coexisten y se simultanean varios procesos de estructuración que se contraponen y contradicen.
Desde mi perspectiva eso quiere decir que es imprescindible analizar específicamente cada acontecimiento social. En estos se ponen a prueba los conceptos.
En el caso del texto "Cándida", se encuentra articulado en torno a una situación (o escena) que es la presentación. Antes de la misma aludo al recorrido en horas entre dos mundos antagónicos, y, después, su integración en el nuevo medio, que es un proceso en el que se recupera el concepto de relación social. En el momento de su presentación, pienso que no hay relación y por tanto los conceptos quedan suspendidos.
Respecto a lo que dices acerca de proyectar prejuicios, etc, está claro. Siempre aludo cuando analizo cualquier situación a "una perspectiva sociológica", que es la mía.
La posición que comunicas tiene el riesgo de no analizar las situaciones específicas. Me parece fatal utilizar sólo las palabrotas explotadas-precarizadas- etc, sin ubicarlas en un contexto.
Por poner un ejemplo, siendo explotadas y todo lo demás, no es lo mismo la situación de Cándida, en un medio hostil, rigurosamente individualizada, con salidas muy limitadas, etc, que los de los Santos Inocentes, que también son explotados y todo lo demás, pero después de una humillación diaria están juntos y pueden sentir su apoyo. No es igual.
En Cándida se analizan las condiciones específicas de las trabajadoras domésticas de la época, sobreponiendose el análisis a los adjetivos.