Esta es una historia que ocurre en Los Vergeles, un barrio de Granada. Se trata de un ser humano extraordinario, cuyo comportamiento está dotado de dimensiones no encuadrables en los esquemas prevalentes de la época del crecimiento sin fin. Trabaja en una cafetería muy concurrida, donde se hace cargo de la elaboración del pan de los desayunos, que aquí se denominan "las medias". Ejerce su tarea con meticulosidad, a pesar de la acumulación de clientes, pero lo hace siempre cantando. Mientras administra el tratamiento de los distintos panes y grasas, no deja de canturrear. Así se conforma como una realidad insólita, en tanto que la ciencia, el management y todas las empresas de domesticación comercial se han detenido frente a él. Es un ser inexpugnable para las fuerzas que moldean las vidas de los esforzados detentadores de carreras profesionales y trayectorias de estilos de vida mutantes en búsqueda de lo excelente. Por eso, allí, detrás de la barra, frente a nosotros, su canturreo constituye un desafío a las vidas programadas por las instituciones del crecimiento y un símbolo de la buena existencia.
La cafetería donde desempeña su trabajo se encuentra enclavada en el barrio de los Vergeles. Esta es una zona en la que los sucesivos procesos de modernización coexisten con grupos de pobladores que despliegan prácticas sociales que conservan rasgos significativos del pasado.Grupos de personas mayores están en la calle sin intención de hacer ninguna cosa funcional, sólo el placer de estar, mirar y disfrutar del devenir de lo que se mueve a su alrededor. Se mira, se habla y se rie, de un modo que, sólo puede ser posible en el caso de una persona que haya protegido su vida cotidiana de las problematizaciones inducidas por los distintos grupos de expertos, que la han colonizado en el curso de las sucesivas modernizaciones. Así, los contingentes de gentes de edades avanzadas, pueblan las terrazas, las calles, las pescaderías, las carnicerías y las fruterías de un modo insólito. La compra es vivida como un acto social de temporalidad lenta. Se habla, se cuentan las recetas de cocina, las contingencias de sus familiares y conocidos, y se manifiesta una cordialidad inimaginable en los sujetos más modernizados que pueblan los supermercados, en donde los individualizados buscadores de tesoros gastronómicos, apenas hablan entre sí.
La mañana es el tiempo esplendoroso en los Vergeles. Después de la noche, en la que se han reparado las fuerzas después de la ración prolongada de televisión, los cuerpos piden salir a realizar las obligaciones cotidianas y los requerimientos de la socialidad. El encierro doméstico en el hogar-fortaleza se atenúa y se instaura un tiempo social. Las calles se pueblan de transeuntes procedentes de los contingentes sociales liberados de las temporalidades escolares y laborales, inevitablemente modernizadas. Así es como, después de las nueve y hasta casi las doce, un contingente de jubilados, amas de casa, esforzados y esperanzados difusores de su curriculum vitae, así como otras especies entrañables, pueblan las calles con pequeñas trayectorias entre las tiendas, llegando incluso a traspasar la frontera de los extraños a su mundo, que se han hecho presentes, tan bien representados por "el mercadona". En este tiempo y en este espacio reinan las cafeterías y los bares con sus terrazas donde resplandecen las personas inscritas en las distintas categorías, unificadas por un nivel de empleabilidad manifiestamente mejorable.
La cafetería en la que el cantor despliega su enorme humanidad, tiene una estética pavorosa, propia de la primera modernización, que en Graná tuvo lugar en los años setenta. Es un local muy amplio, con una larga barra y muchas mesas. En el exterior se despliega una terraza con una docena de mesas. Cuando pasan las nueve de la mañana, y las poblaciones activas y escolarizadas ya se han desplazado a sus destinos, comparecen sucesivamente un gran número de personas que ocupan todos los lugares del local, para ejecutar un acto trascendente: su desayuno. Este es social, lento y convivencial. Las gentes hablan, se saludan, se desplazan para hablar a otras mesas,pero lo que abunda es un componente de cordialidad y sentido del humor insólito, totalmente asimétrico del que existe en la cola de un hipermercado, donde cada uno se encuentra inserto entre dos extraños y potenciales enemigos.
Los clientes son de lo más variopinto. Dominan los mayores, jubilados y amas de casa principalmente, pero también están presentes varones expulsados del mercado de trabajo antes de la jubilación. Junto a ellos, grupos de mujeres más jóvenes, que se congregan para compartir un rato de conversación, para diseminarse después en múltiples obligaciones sociales para su generación, así como actividades semiproductivas informalizadas, no visibles para las estadísticas oficiales. Apenas se hacen presentes personas identificadas como empleadas. Las estéticas son muy diferenciadas, aunque predominan las austeras de los hombres mayores, que remiten a su origen rural. En las de las mujeres mayores, se manifiestan algunos elementos importados del presente, que invitan a imaginar las bellezas de su pasado, reconvertidas hoy en otros encantos a pesar de la ausencia de la industria del cuerpo. En el caso de las mujeres jóvenes informalizadas, se muestran esplendorosas, con sus atuendos y complementos acordes a los imperativos del presente.
Los camareros se mueven muy deprisa. Me recuerda a las cafeterías de Madrid, en contraste con la lentitud y parsimonia granaína. Se hace manifiesta una cultura de servicio muy auténtica, alejada de los patrones de las escuelas de hostelería, coherente con el entorno en el que se encuentra. Hay que atender a grupos en los que cada persona pide una bebida, tipo de pan y grasa diferente. Cafés sólos, cortados, largos, cortos; tés verdes, rojos y especiales; así como una variedad de manzanillas y otras bebidas que tienen su origen en plantas que recuerdan el pasado rural de los clientes. Además, panes blancos, integrales, molletes y otros. Todos acompañados por aceites, mantequilla, tomate y otros. Algunos piden el catalán, en el que se hace presente el triplete tomate, aceite y jamón. Es preciso manejar una cartera de servicios amplia, sin la posibilidad de determinar las prestaciones básicas.
La concentración de clientes determina el movimiento rápidos de los camareros. La división de trabajo y las comunicaciones constituyen el entorno en el que aparece, en el centro de la barra, la figura portentosa del cantor. Se ocupa de preparar las tostadas. Recibe los encargos apresurados de sus compañeros , que se acumulan en determinados momentos, intensificándose los requerimientos e intensificándose los ritmos. Pero, la respuesta del cantor es inconmensurable. Maneja los distintos panes en una tostadora de tres pisos, junto a una plancha y un jamón colgado. Su trabajo requiere concentración y respuestas veloces y precisas. Se le comunican continuamente distintas combinaciones de tostadas, que saca en su punto exacto. Se gira con frecuencia para ver a los clientes, de los que conoce sus preferencias. A veces, si están en la barra, los sirve el mismo. Con su vozarrón dice "joven, lo suyo". Es increíble su precisión, eficacia y coordinación con los camareros. Pero lo principal es cómo resuelve los tiempos. Todo eso lo hace con una sencillez y una cordialidad asombrosa. Porque no deja de canturrear.
Su cuerpo es imponente. Es una persona entrada en kilos, con una obesidad distinguida. Tiene una enorme y bella cabeza. Su peinado es muy cuidado, con unas patillas sofisticadas que exigen un mantenimiento renovado. Su estómago y tripa es imponente. Pero, a pesar de su elevado indice de masa corporal, su cuerpo es proporcionado. Mi padre distinguía entre gordos fuertes y gordos fofos. Este es de los fuertes. Es ágil, se mueve con rapidez. Además es musculado y proporcionado. Pero lo principal es que el conjunto de su obesidad denota cierta elegancia. Siempre he pensado eso de algunos de mis héroes caracterizados por el sobrepeso. Uno de ellos es Orson Wells, un obeso superelegante. Llevar bien los excesos es muy importante en la vida. En el caso del exceso de kilos, es casi un arte menor.
Pero lo más importante es su forma de estar. Un tipo en medio del torbellino de tostadas, meticuloso con su trabajo, que distingue a cada cliente, que resuelve sabiamente las inevitables desavenencias con sus compañeros. Sólo voy una vez por semana y me reconoce. Sabe exactamente cómo es mi media. Alguna vez me la sirve él mismo. Sin cruzar palabra es sabedor de mi agradecimiento porque no sólo está en su punto exacto, sino que está atento a cualquier señal. Un tipo que canta denota su estado de ánimo privilegiado. Recuerdo a muchas amas de casa, pintores de brocha gorda, obreros de la construcción, conductores y otros privilegiados cantores de mi infancia. Desde hace muchos años vivo en organizaciones profesionales gobernadas por la calidad y la evaluación. En ellas no he visto cantar a nadie e intuyo que nadie está en situación de cantar. Cantar es un estado personal fantástico. Me atrevo a preguntar a los lectores si cantais en el cuarto de baño por las mañanas durante el inevitable encuentro con el espejo.
El cantor de los Vergeles es factible en tanto que su mente se encuentra liberada de las lógicas de las instituciones del crecimiento. No hay misterio alguno en su vida ni en su trabajo. Se siente bien realizando todos los días ese servicio a la gente que visita la cafetería y que volverá mañana a reproducir ese momento plácido del desayuno convivencial. Su trabajo es recompensado por el retorno y por la emisión de señales amistosas, expresadas con simpatía y autenticidad. Este es el sentido. Aquí no hay encadenamiento de retos. Sólo nos sentimos bien en ese momento del día. Este fantástico acontecimiento se produce en el margen de la producción industrial de los servicios, que es incompatible con este proceder, y que modifica los sentidos del milagro de los Vergeles, que resulta de la fusión convivencial entre la cafetería y sus públicos. Todo es transparente, cotidiano y sencillo. Es un territorio donde se privilegia el sentimiento.
Cuando salgo regreso al mundo racionalizado y dominado por el cálculo empresarial, en donde soy un cliente fabricado, siendo observado, investigado e interpretado para exprimir y maximizar mis aportaciones a los consumos, percibo las grandes diferencias. La comunicación es fingida. Por eso me acuerdo de mi experiencia de los desayunos desmodernizados de los Vergeles, amenizados por el canto del prodigioso hombre de las tostadas tan cordiales. Esta es una experiencia que me hace imaginar qué puede ser el decrecimiento. Como mínimo la cordialidad, el intercambio amistoso múltiple, la risa y el canto. Seguimos.
Para mí también es un milagro encontrar personas así, porque escasean. La amabilidad es esencial para mí. Es maravilloso cuando, en medio de la rutina, encontramos alguna muestra de cordialidad. La sonrisa que me provoca es complaciente y revitalizadora.
ResponderEliminarPor eso a mí también me gusta trabajar de camarera en mis meses de verano (al menos la mayoría de los días), porque se vive cierta cercanía con las personas, confluyen diferentes generaciones, con diferentes trayectorias. Me hace muy feliz cuando algún viejete me regala unas florecillas, o algún campesino me trae miel o algo hecho por ellos mismos, o cuando me preguntan, si no es verano, cuándo vuelvo a estar por allí; atender a la verdulera, la panadera o la librera a la que les compro, que conocen mi nombre y mi familia. Supongo que hay diferencias si eres camarero dentro de una ciudad o de un pueblo. Pero me ha alegrado saber que pueden existir barrios así en las ciudades. A mí me cuesta encontrarlos, aunque quizás en el barrio que vivo actualmente puedo encontrar algo más de cercanía.
Hoy venía de hacer la compra y a cada persona mayor que se me ha cruzado, le he regalado un saludo. Tal y como esperaba, he sido respondida con varios "hola" o "buenos días", llenos de amabilidad. Incluso alguna sonrisa ilusionada. Sin embargo, pretender hacer esto con personas de menos edad, es casi un acto de humillación. En no pocas veces me han mirado con cara de sobresalto y, claro está, no me devuelven el saludo. A mí, que "soy de pueblo", todo esto me parece espantoso. Y, de hecho, he asimilado que no "debo" decir hola en la ciudad a desconocidos. Luego llego a mi pueblo y la gente se sorprende cuando les saludo tan felizmente.
PD: después de haber leído tu entrada, he ido a comprar al "mercadona" y he podido comprobar, tristemente, todas tus observaciones. Qué lugar más inhabitable, lleno de "individualizados buscadores de tesoros gastronómicos". Ni tan siquiera el cajero me ha dicho hola.
Saludos Juan
He leído esta mañana y he disfrutado con la deleitación con que describes es trocito de la vida cotidiana, lo que llamas de la vida corriente y la ciudad en que habitas
ResponderEliminarEl milagro de los Vergeles…
Efectivamente hay cosas que todavía son posibles y genuinas en muchos lugares de Andalucía, y aprecio que es mas difícil verlas en otros lugares del Estado…mas modernizados , como tu dices
Tu descripción lucido-irónico-dolida, de los distintos agrupamientos sociales que deambulan por ella…rescata con enorme sensibilidad facetas de lo humano, y nos describe de un modo delicioso, el escenario primero y el protagonista después del milagro de los Vergeles. Que seria el milagro de la atención de las necesidades de los otros: con una sonrisa, con una cancioncilla en la boca, y logrando (no otra cosa es ser profesional) con una genuina profesionalidad la percepción y la atención cuidadosa de las diferentes necesidades de cada uno de los interlocutores, sus parroquianos, para no usar el termino mercantilizado de clientes que las organizaciones nos quieren hacer hacen normalizar…
he disfrutado mucho.
gracias
Llegar en bicicleta, jugar con las niñas en la calle, charlar con el frutero, pasarte el día acariciando a la persona que quieres, ejercer el derecho a la alegría auténtica, más allá de simulacros.
ResponderEliminarEsa convivencialidad es ya, desde hace tiempo, especie en peligro de extinción, de ahí la necesidad de relanzar y reforzar el sentido crítico y de resistencia a esas lógicas invibles que van esclerotizando cada vez más el alma, pulsión y viveza de las muchedumbres.
Leyendo tu prosa descreida y sagaz he recordado al magnífico Jacques Tati.
Gracias Juan, los mejores deseos para seguir construyendo vida hallá donde no la haya. En la cafetería de Vergeles, Granada y donde sea.
En mi barrio en Santander donde vivo desde hace 18 años abundan los bares, siendo la primera industria local. Pero hay uno servido por un matrimonio, barcelonés el, vasca ella, que se caracteriza por tres rarezas muy agradables; tienen buena música, que suena suave de forma no invasiva (la TV o está apagada o sin sonido), tanto él como ella tararean con buen oído lo que se escucha del pequeño equipo de música del que disponen y tienen a disposición de los clientes toda la oferta periodística posible, local y nacional, incluyendo El País, rara avis en un barrio que no suele pasar de El Diario Montañés y el As o el Marca. Pero lo realmente más agradable es oírles cantar o canturrear felices mientras atienden a su clientela. Transmiten placidez, bienestar, eso que es tan fácil de contagiar como los malos humos y que abunda mucho menos. Así que mi identificación total con tu aprecio por el señor de las tostadas.
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