Una de las paradojas más insólitas de las sociedades del presente es la multiplicación de las enfermedades, las discapacidades y los malestares. De su expansión resulta una galaxia que pueblan los que viven en la adversidad. El auge de la ideología de la salud y la explosión de la medicalización ha ubicado a los enfermos en el centro económico y simbólico de la sociedad. Pero es conveniente advertir que existen muchas formas y grados de vivir en la adversidad, y la pobreza o las violencias múltiples son, sin duda, tan relevantes como la enfermedad. La humanidad doliente de los enfermos genera un crecimiento de organizaciones, profesiones, empresas y mercados que conforman un formidable sector productivo. De este conglomerado resulta lo que se ha denominado “complejo médico-industrial”.
Pero la expansión de los enfermos no conlleva el incremento de sus voces ni de su visibilidad en el sistema de comunicación, sino que, por el contrario, son interpretados desde el conglomerado técnico-económico que los atiende. En este sentido se trata de una población colonizada, en la que los colonizadores imponen sus definiciones de la realidad y sus sentidos, cooptando a ilustres colonizados para reforzar el dominio de su conocimiento. Así resulta una de las áreas sociales más opaca, invisible y malentendida. Los sufrimientos experimentados por las personas en desventaja en salud no son incluidos en los discursos predominantes. Una de las cuestiones más crueles de la época actual es la asignación del estatuto de cliente a colectivos sociales que no se encuentran en condiciones de ejercerlo. Es uno de los rasgos definitorios del capitalismo de ficción vigente.
Procedo de una familia católica convencional. Cuando en mi adolescencia planteé mis desavenencias con la religión, discutía frecuentemente con mi madre al respecto. Recuerdo que siempre me decía: “hijo mío, cuando estés en el lecho de muerte, te arrepentirás y volverás a la fe”. Esta sentencia desvelaba que la religión estaba destinada principalmente a los débiles. Con posterioridad he comprobado que los débiles son el blanco de numerosas empresas de domesticación de distinta naturaleza, bien políticas, ideológicas o comerciales, entre otras. En los años siguientes Nietzsche me confirmó mi sospecha.
Soy un enfermo crónico, un diabético convicto y confeso. En este blog me propongo contar mis tránsitos por el sistema sanitario, así como mi experiencia vivida de la enfermedad. Pretendo ser una voz de los colonizados y contribuir a restaurar la dignidad del enfermo de la condición patológico-comercial que se le ha asignado. Soy consciente de que voy a tratar un tema que tiene muchos aspectos ocultos y en el que los involucrados en la relación asistencial se encuentran en una posición en la que existen ángulos ciegos que les restan visibilidad. Mi finalidad es aportar una perspectiva no muy bien conocida sobre el tema. El aspecto más importante en la asistencia sanitaria es la tensión subyacente derivada del encuentro entre “expertos” y “profanos”, que se sobrepone al conflicto entre la perspectiva de la biomedicina y la de la vida o la praxis de vivir.
Carmen es mi compañera querida con la que he vivido una gran parte de mi vida. Siempre gozó de buena salud, pero hace catorce años enfermó, siendo diagnosticada de Granulomatosis de Wegener, una enfermedad devastadora que le dejó importantes secuelas con efectos en su vida cotidiana, le exigió control médico permanente, le impuso una medicación muy severa y corrosiva, y le reconfiguró el cuerpo. En esos catorce años he sido su cuidador y acompañante al igual que ella cuidaba de mí. Hace dos años, la persistencia de una anemia generó una indagación que concluyó con una colonoscopia que dictaminó un cáncer de colon.
Fue operada con éxito en febrero, pero el informe de Anatomía Patológica confirmó la posibilidad de metástasis. Fue tratada con quimioterapia, terminando en una terrible intoxicación que puso fin al tratamiento. Se recuperó y pasó un buen verano. En octubre, la primera prueba de imagen detectó una metástasis en el hígado. Volvió al quirófano en enero. De nuevo éxito y superoptimismo quirúrgico pero, tras recuperarse de la intervención, la primera prueba de imagen identificó una nueva metástasis en el hígado. El PET para confirmarla fue demoledor: tenía varias metástasis en distintos lugares. Para los oncólogos no había dudas: Tenía que ser tratada con quimio de nuevo.
Pero en una situación como esta, con un cáncer tan expansivo y veloz había dos alternativas. La primera era asumir el diagnóstico y vivir el tiempo restante de la mejor forma posible. La segunda, abrir un proceso fatal de recombinación entre la expansión de la enfermedad, los efectos terribles de la quimio y de los tratamientos médicos ante los distintos problemas que inevitablemente iban a aparecer acompañando al proceso principal. Se trataba en definitiva de elegir entre dos tipos de muerte.
Carmen eligió lo peor. Estaba muy débil y no asumió el diagnóstico. Se dejó arrastrar por los médicos que formulan sus pronósticos en términos de cálculo de probabilidades y en espera de que se produzca el desenlace milagroso. En un caso así se pone de manifiesto la tragedia de la fragmentación de la medicina en especialidades: Los cirujanos entienden como un éxito el resultado de la operación, pero obvian el proceso global del cuerpo en que se produce esa operación. De este modo el enfermo es confundido por informaciones fragmentadas carentes de integración y, por tanto, de veracidad, que alimentan vanas esperanzas.
Dos semanas después de comenzar la quimioterapia tuve que ingresarla con los mismos síntomas de la intoxicación del año pasado. Cada día fue a peor. El lunes 18 de junio se encontraba en urgencias y el viernes los médicos nos informaron de que no existía tratamiento oncológico posible. Sólo quedaban los cuidados paliativos. Carmen, ya muy débil, asumió su realidad y me preguntó cuántos días iba a vivir. El domingo a mediodía fue sedada a petición nuestra y el martes de madrugada murió.
El fantasma de la sentencia de mi madre ha comparecido trágicamente en mi vida. Carmen estaba tan debilitada que renunció a un tiempo precioso de vida y eligió una mala muerte. Unos días antes de comenzar la quimio fue a Madrid para disfrutar de un puente con sus personas más queridas. Comió un arroz meloso en una arrocería valenciana cuyos sabores remitían a los mejores paraísos y devastó las barras de pintxos vascos que rememoraban nuestro pasado en Santander, desde donde nos escapábamos a San Sebastián a tomar pintxos sublimes. Paseó por el Rastro donde tanto disfrutaba y por otros lugares míticos de nuestro querido Madrid. Pero por la tarde disminuían sus menguadas fuerzas. No obstante, todavía estaba animosa, alegre y muy guapa. La enfermedad le había cambiado el cuerpo. Decía: “parece que tengo ochenta años”. Catorce años de corticoides le habían dejado huellas en la cara. Hasta el último día me ocupé de su peluquería. Llevaba un peinado muy moderno que mejoraba su aspecto. En los últimos días seguía siendo una abuelita lindísima que trascendía cualquier nomenclatura de enfermedades. Ella siempre pareció mucho menor que yo, pero el Wegener invirtió esa situación. La llamaba afectuosamente “abueloncha”. Siempre mantuvo su belleza en todos los órdenes. Lo único feo que la designaba eran las palabrotas diagnósticas que sonaban tan mal, distorsionando a su persona.
Lo que no fue posible fue escaparnos a un paraíso atlántico a vivir ese tiempo escaso final. Mi propósito era ir a La Palma, pues es la isla canaria con menos seres extraños denominados turistas, y que conserva relativamente bien su medio físico y sus actividades tradicionales. Estas navidades todos los días recorro desolado la isla virtualmente e imagino los días en los que hubiésemos alquilado un taxi para recorrerla. Se hubiera interesado por las plantas y las actividades agrícolas, le hubiera encantado conversar con agricultores, se hubiera bañado en las piscinas naturales entre las rocas, hubiera paseado entre los acantilados y las puestas de sol. Las cervezitas, el vino, los gintonics, la comida canaria y la recuperación de las humedad y el olor del mar que nos hubieran remitido a los mejores años de nuestra vida en común en Santander, a orillas del Cantábrico.
El último tiempo de vida al norte de Cabo Verde, paraíso imaginario que con sus músicas nos ha dado los mejores momentos de nuestros últimos años. Cesaria Evora, Ildo Lobo, Bana, Tito París, Lura, Nancy Viera, Bau, Paulino Vieira, Papa Juquim París, entre otros. La soñada posibilidad de fuga a un mundo diferente al que vivimos y que no nos gustaba. Todo eso nos perdimos. Unos días vividos en guiones escritos en minúsculas, regidos por la grandeza de las pequeñas maravillas de la vida, que son momentos y actos minúsculos e intrascendentes que pertenecen al orden de lo maravilloso en nuestra subjetividad.
Pero el final fue en un hospital. Una extraña organización sobre la que se han abatido varios huracanes: el tecnológico, el de la utopía organizativa de la eficacia celestial, el de la eficiencia sacramental y el consumista-comercial de la mística satisfacción del cliente. Sobre el modelo médico convencional, estos huracanes han configurado una nueva institución donde reinan los flujos entre las máquinas; los procesos asistenciales se configuran como los procesos industriales que realizan el ensamblado de los objetos; y los pacientes son desmaterializados al ser transformados en historias clínicas que circulan por el entramado de servicios alimentando a la verdadera divinidad, que son los sistemas de información, que convierten a las personas en casos cuyo valor siempre es relativo, un porcentaje, y a los gestores en semidioses todopoderosos. El espíritu de esta institución es combatir las enfermedades en nombre de la gloria de la tecnología. En este orden organizativo el enfermo queda desplazado y relegado.
En sus últimos días entre los cables, las máquinas y los controles sucesivos sucedieron dos acontecimientos fantásticos. Carmen sufría dolores en la columna por efecto de la osteoporosis. Conversando con una enfermera del turno de tarde se lo hizo saber. Ésta se ofreció a darle un masaje. Éste abrió una relación insólita entre ambas. Las manos maravillosas de la enfermera obraron un milagro durante los tres días en los que tuvo lugar, y en el que éstas sólo fueron una parte de la conexión mágica que se estableció entre ellas. Las miradas y las palabras que intercambiaron estaban cargadas de sentido. Lo más sorprendente es que este acto sublime de cuidado y ayuda se encontraba fuera del dios-protocolo. Alguno de los días se retrasó pues se encontraba muy atareada. Carmen esperaba ansiosa su presencia y el masaje sólo era el principio de un acontecimiento de la sensibilidad que lo trascendía. Las manos acompañaban su tono de voz y sus miradas. Terminaron riendo las dos. Carmen se quedó inquieta el viernes sabiendo que el fin de semana no podía disponer de ese alivio.
El otro gran acontecimiento fuera de protocolo eran las visitas de una entrañable enfermera y amiga. Siempre que llegaba la bañaba, le cortaba las uñas, se preocupaba por su cama y por sus cosas personales, le requería para que le dijera qué necesitaba. Los encuentros eran actos sublimes de una cuestión tan importante como son los cuidados. Es menester decir que el servicio de enfermería en la planta siempre fue bueno. El proporcionado por nuestra amiga se situaba más allá de las cifras que puedan medir una realidad.
El día que fue sedada, apareció un enfermero joven, un chico como se dice aquí “apañao”, que intentó tomarle la tensión. Cuando le dije que no lo hiciera, que ya carecía de sentido, me dijo que el protocolo lo requería así. Después su cuerpo descansó hasta la extinción más allá de los protocolos.
La gestión de las personas en situación de debilidad es una de las cuestiones fundamentales que indica el grado de cohesión y sensibilidad de una sociedad. Mi pretensión en este blog es mirar debajo de las alfombras.
He llegado a llamar a Carmen varias veces a su móvil.
Hola Profesor! Gracias por hacer publicas sus palabras a traves del blog, extraño sus clases, para mi que he vivido una situacion similar en 2012 es importante encontrar una interpretacion con la que reconocerse.
ResponderEliminarJuan, hermoso y conmovedor ¿relato?. Gracias por darle voz a Carmen, y a vuestra experiencia a través de estas palabras. Cuando las vísceras llegan al corazón o el corazón a las vísceras, quién sabe. Un abrazo muy grande.
ResponderEliminarHola Juan. No se si te acordarás de mí. Has venido en más de una ocasión a las Jornadas de Osalde en Bilbao. No sabía nada de lo que habéis pasado. Lo siento muchísimo.
ResponderEliminarSigo tu blog con mucho interés y tus reflexiones siempre sorprenden y tocan profundamente lugares dormidos en el cerebro y en el corazón.
Te acompañaré desde aquí. Un abrazo.
Desde que leí tu blog por primera vez, este texto me pareció una joya rebosa sinceridad, experiencia y ternura. Ahora con el diabólico artilugio que tengo entre las manos vuelvo a leerlo desde las entrañas del monstruo hospitalario, en el que me encuentro para acompañamiento y cuidados familiares. Tengo horas y días por delante para navegar por tus textos y mirar a esos lugares sombríos que señalas que me ayudan a recomponer experiencias fragmentadas.
ResponderEliminarPor aquí continúo
Juan Codorníu
Es hermoso lo que has hecho. Difícil decir nada desde este otro tránsito de vida que es el mío. No sé si las elecciones que hacemos sobre nuestro cuerpo vivo pueden ser buenas o malas, pero sí sé lo difícil que es aprender a vivir plenamente y a morir. Por eso, creo yo, cada ser se aferra a una forma de vida y de muerte en íntima relación de lo uno con lo otro. Y esto es tan personal, tanto, que ni ley ni protocolo debería imponer un mínimo criterio sobre esta relación.
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